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domingo, 26 de marzo de 2017

EMIGRANTES 4 (Contin.)

4
Para José Fuster los militares no eran santo de su devoción. Ser del bando que había perdido la guerra era motivo suficiente para que en casa nunca hubiera escuchado una palabra en su favor, y sí muchas en contra.
Y cuando llegó a Zúrich, como si le persiguiera el maleficio, topó con los uniformes. No durante los primeros días, cuando los contrastes le abrumaban tanto que no tenía tiempo de confrontarlos. Tuvo que transcurrir un cierto tiempo hasta comprender que lo que él esperaba encontrar y lo que encontró no guardaba ninguna relación.
Una de esas diferencias que tanto le sorprendieron, fue precisamente el ejército.
Lo que él traía aprendido acerca de Suiza es que era un país neutral, pacífico y que nunca había mantenido guerras con los vecinos. Y en su inocencia creía que eso era suficiente para no necesitar tropas para defenderse en caso de conflicto.
Y a medida que fue conociendo el sistema de defensa suizo, más crecía la alarma en su interior. Era increíble lo que escuchaba. ¡Imposible haber imaginado previamente algo parecido! Para comenzar, se quedaba atónito cuando oía que los suizos se sentían orgullosos, llegado el caso, de estar en condiciones de replegarse en los cuarteles y prestos a entrar en combate en menos de veinticuatro horas.
¿Cómo era posible –se preguntaba José Fuster, cada vez más excitado –que Suiza hubiera alcanzado la fama de país pacífico y neutral disponiendo de un ejército que, según todos los indicios, vivía en constante pie de guerra?
Porque ese era el escenario. Todo suizo guardaba en casa los pertrechos propios del militar profesional, desde el uniforme hasta el fusil. Y, como norma, el servicio militar duraba unos veinticinco años, desde los veinte hasta los cuarenta y cinco; por cierto, de forma bastante irregular. Los ejercicios de prácticas, unas veces duraban dos o tres semanas al año, y otras un par de meses.
A José comenzó a sorprenderle este movimiento de incorporación a filas a las pocas semanas de su llegada a Suiza, cuando ya diferenciaba los uniformes militares de los de la policía. Le parecía increíble ver a los soldados, cargados con sus aparejos de campaña y con el fusil al hombro, dirigirse a la estación donde se congregaban en grupos. Y lo más asombroso, lo que él no podía entender era que entre ellos los había que parecían demasiado mayores para esos juegos.
Para el chico, estas escenas de reclutamiento fue un impacto muy severo. No esperaba ver algo así en Suiza. Y aunque desconocía las reglas castrenses, entre otras cosas porque se marchó de España mucho antes de tener que incorporarse a filas, siempre consideró que eran muy rigurosas, por lo que descubrir ahora que los suizos también mantenían esas aficiones, no le agradó en absoluto.
Lo que nunca llegó a conocer fue el significado de las estrellas en las solapas de las guerreras de los militares; tampoco el rango de los mandos del ejército. Ni en España ni en Suiza.
Años más tarde sabría de ciertas curiosidades que se daban en los cuarteles suizos. Sucedía, por ejemplo, que el jefe de sección de una fábrica o de un banco, o el propietario de un pequeño negocio, en el cuartel tenían que plegarse a las órdenes de su subordinado en la vida privada, porque su rango en el ejército era superior.
Situaciones que José no concebía. Con ese pronto que caracteriza a los del sur, siempre dispuestos a rechazar una orden o ponerla en tela de juicio, éste aspecto de Suiza fue una de las pocas excepciones que nunca vio con buenos ojos. Y es que la supeditación al rango, a las estrellas o a los galones, le repelía.

Por eso, que un jefe en la vida privada, tuviera que aceptar en el cuartel las órdenes de su empleado, era demasiado complicado para entenderlo.

lunes, 20 de marzo de 2017

3 Emigrantes - (contin)

3
Aquellos primeros días en Zúrich fueron un cúmulo de sorpresas para José Fuster. La inexplicable retención de diez horas en Ginebra le dio muy mala espina, es cierto, y hasta llegó a pensar que los tentáculos del régimen militar del que huía se alargaban hasta los Alpes.
Fue una falsa alarma; y no le costó mucho comprender la explicación que le dieron llegado a su destino. En Suiza solo entraban aquellos que venían a trabajar y traían un contrato consigo.
Un tanto rígido, pensó José al principio, pero eran ellos quienes marcaban las condiciones y a él no le quedaba más que aceptarlas o regresar. Y no tardó en comprender que era una forma de autoprotección, cuando observó que en Suiza no existían mendigos. Las viviendas solían tener puertas de cristal; en las estaciones de tren de las pequeñas localidades la gente dejaba la bicicleta por la mañana, sin cadena ni candado, y la recogía por la tarde al regreso del trabajo; los periódicos, apilados sobre un taburete en puntos estratégicos de la ciudad y sin vendedor a la vista, la gente los tomaba y dejaba el dinero en una cajita. ¡Inaudito! – exclamaba José Fuster, que no salía de su asombro. Eran muchos los detalles que observaba, y muchos también los que no veía. Por ejemplo, no veía policía a la puerta de las sucursales bancarias; no veía escupideras en las salas públicas, como tampoco gente escupiendo en la calle; no veía a la gente discutir a voz en grito con palabras soeces; nadie tiraba papeles al suelo.
Pese a su juventud, José estaba acostumbrado a actitudes y comportamientos muy distintos a los de aquí, y eso le desorientaba. Y como no entendía el proceder de los suizos, juzgó que eran unos tipos muy raros.
Más adelante, un español que voluntariamente también había emigrado a Suiza, se quejaría de que este país era de corte totalmente policial.
    Aquí todo el mundo está controlado por la policía, pero a los extranjeros es que nos miran con lupa –decía el inconformista.
Tal vez no le faltara razón a este renegón, pero nadie le había llamado; solo le quedaba aceptar las reglas. El invitado no suele marcar las normas en casa del anfitrión.
Otro aspecto que sorprendió a José Fuster fue el clima. Se imaginó que en el país de las nieves perpetuas, tal cual había aprendido en la escuela, el frío sería una constante, más o menos como el día de su llegada, pero las temperaturas que se alcanzaban en verano, sin ser de bochorno, invitaban a meterse en las frías aguas del lago, cuyas playas rebosaban de bañistas.
A pesar de todo, una reseña más bien pueril le llamó fuertemente la atención. Su lugar de trabajo lindaba con un instituto, y cada día veía pasar a los chicos y chicas cargados con sus libros. Para su sorpresa, las chicas, mayorcitas y atractivas, seguían yendo a escuela. Y pensó con tristeza: ¡Cuántas de su entorno en Valencia habrían deseado asistir a la escuela, por lo menos, hasta los doce o trece años!
Eran muchas las diferencias, no cabía duda. E importantes. En algunas llegó a sentir punzadas en el corazón. Había dejado atrás una España meciéndose en las costumbres previas a la Restauración, y ahora se hallaba en el futuro; un futuro al que todavía no había llegado a imaginar, y que le mareaba.
Lo curioso era que dos o tres españoles que había conocido, no comentaban nada de lo que él observaba, hasta que descubrió que a ninguno de ellos les interesaban esos detalles. Ellos habían venido a trabajar y ganar dinero. Cada franco que ahorraban eran siete pesetas, casi una fortuna.
Efectivamente, durante los primeros meses fueron muchas las novedades con las que topaba. Casi a diario le sorprendía algún que otro detalle. Lógico, pensaría más tarde. El clima marca formas de vida, y las temperaturas de Valencia no tienen nada que ver con las de Zúrich. Pero muchas novedades no tenían nada que ver con los fenómenos atmosféricos, como pudo comprobar una mañana de mediados de junio, apenas dos meses desde su llegada. En La Bodega encontró al señor José preparando las mesas de la sala, un hombre mayor, a punto de jubilarse, que llevaba trabajando allí toda la vida, según él mismo decía.
El joven José Fuster se sentó a una de esas mesas.
    Esa es la mesa de los clientes asiduos y no debería sentarse usted ahí –dijo el hombre sin resentimiento alguno, y añadió –pero como no hay nadie todavía, no importa, puede quedarse.
El chico, un tanto azorado, se disculpó enseguida, diciendo que no sabía de qué le hablaba y que no tenía noción de lo que significaba la mesa de los clientes asiduos.
    No tiene importancia –le tranquilizó el señor José –pero ese letrero de “stammtisch” –y el hombre señaló el anuncio que colgaba de la pared –advierte de que la mesa está reservada para los clientes asiduos.
Tras la explicación, José Fuster seguía sin entender nada, pero no rechistó. En ese momento solo alcanzó a pensar otra vez lo raros que eran los suizos. El incidente permitió abrir un diálogo que acabó siendo la mar de interesante. Tantos años trabajando en aquel ambiente bohemio, centro de reunión de gente del cine y de la música, al señor José le permitió acumular gran cantidad de sabrosas anécdotas.
    Esta casa la compró un catalán hace más de cien años, –contaba el señor José, para asombro del joven –se llamaba Gorgot, que es como la conocen todavía los mayores, y cuando hace unos diez años la adquirió el señor Winistörfer, un suizo entusiasta de lo español, pasó a llamarse La Bodega.
A José Fuster le pareció muy curioso que un suizo sintiera atracción hacia lo español cuando él estaba contento de haberse distanciado de España; y una vez más pensó lo raros que son esta gente. Pero tanto o más le sorprendió el personaje Gorgot, un catalán que allá por los años mil ochocientos y tantos arribó a Zúrich y abrió un establecimiento típico español. Debía de sentirse muy español, pensó José Fuster guiado por la decoración con aires moriscos y los escudos de las provincias españolas, donde montó su negocio de importación de vinos, Alicante, Málaga y Valdepeñas principalmente, y que pronto serían muy apreciados por los suizos.
Pero el señor José aún tenía reservada otra sorpresa para su joven interlocutor.
    En esa misma mesa donde está usted sentado ahora, solía sentarse Lenin.
    ¿Lenin; se refiere usted a Lenin, el ruso, el de la revolución? –exclamó el chico con un sobresalto, e incrédulo, miró al viejo esperando una afirmación.
Lenin fue un personaje muy ensalzado en casa de José Fuster, y por el que siempre sintió devoción. Nunca se cuestionó su simpatía hacia él. Todo lo contrario: que nadie se atreviera a menospreciarlo. Y ahora, arrebolado por una alegría inmensa, no salía de su asombro. No podía creer estar sentado en el mismo lugar que su ídolo.
    Sí, sí, claro –oyó que decía el señor José –el mismo de la revolución. Por las tardes venía a tomar unos vasitos de vino de Alicante, siempre rodeado de mucha gente. Tenía un don de palabra que embaucaba a quien le escuchaba. Vivía muy cerca; al lado del Turm. Hay una placa en recuerdo de los años que vivió en Zúrich.
    ¿Usted le conoció? –inquirió el chico, presa de la emoción, y enseguida se percató de su error.
    No, pero cuando comencé a trabajar aquí, su recuerdo estaba aún vivo.
José Fuster flipaba escuchando al señor José, y muy contento decía: ¡la de cosas que se aprenden en un nuevo entorno!


lunes, 6 de marzo de 2017

EMIGRANTES

2
Los últimos tramos fueron de gran expectación para el joven. En Lyon, todavía era oscuro cuando partía el tren, y a medida que se acercaban a Ginebra una luz tenue comenzó a marcar siluetas en el paisaje.
Había amanecido. A través de la ventanilla se veían casas, prados, algún que otro bosque, todo envuelto en una neblina y, por la cantidad de verde que adivinaba, el chico supuso que al salir el sol disfrutarían de un paisaje maravilloso.
Pero el sol que esperaba ver muy pronto tardaría algunos días en aparecer, y no sería tan luminoso como el de Valencia. Aunque eso, él no lo sabía todavía.
Lo que sí supo de inmediato fue el frío que hacía en Ginebra. Antes de poner los pies en el suelo, su cuerpo comenzó a tiritar. Lloviznaba, y la ligera brisa que les recibió cortaba como cuchillas. Él no lo comprendía. Dos días antes, el siete de abril, había salido de Valencia con un sol radiante y temperatura casi veraniega.
Los viajeros iban pasando sin mayor dificultad la frontera; pero a él, cuando mostró su pasaporte español, se lo retuvieron y le hicieron esperar en una sala contigua. Allí encontró a tres españoles más en circunstancias parecidas.
En la sala, bien climatizada, dejó de tiritar de frío, pero la incertidumbre seguía haciéndole temblar. ¿Qué era aquello? –se preguntaba. Él traía una carta de la empresa que le garantizaba un puesto de trabajo.
Tras él todavía entraron cuatro españoles más en la sala. Todos se preguntaban lo mismo, ¿qué hacemos aquí? ¿Por qué nos retienen? Y en todos se apreciaba la misma perplejidad. El que más y el que menos temía que allí terminaría el trayecto y comenzaba el regreso.
Nadie les daba una explicación y el recelo no tardó en convertirse en desconfianza.
Una hora más tarde entró una joven en la sala y les pidió que le acompañaran. Cargados con sus maletas, salieron a una gran plaza, y una ráfaga de viento helado les recordó que el invierno seguía allí. ¡Qué fría bofetada les dio en la cara! Su cuerpo volvió a temblar, pero ahora no sabía si era por incertidumbre, por miedo a que no le permitieran seguir el trayecto o por el viento frío que cortaba la respiración.
Llovía con insistencia, y las gotas de agua caían sobre su rostro como alfileres.
El frío y el tiritar desaparecieron nada más entraron en un edificio de despachos al otro extremo de la plaza. La chica les dijo que esperasen en una pequeña sala, y allí, aislados del mundo, sin que nadie se dignara darles una explicación, solo les llegaba el murmullo de apagadas conversaciones y el teclear de las máquinas de escribir.
Es cierto que en la sala se sentían cobijados a resguardo de la lluvia y el frío, pero la incertidumbre seguía martirizando sus conciencias.
Les permitieron salir a tomar un bocadillo. Era medio día, pero negros nubarrones cubrían la ciudad y el ambiente parecía de media noche. El joven, que tenía conocimientos de francés, se defendió y todavía ayudó a alguno de sus compañeros de desventura. Sus comentarios eran de desánimo, casi de derrota. A esas horas ya nadie confiaba en una solución feliz.
Pero no hay mal que cien años dure.
Hacia las tres de la tarde, la misma chica de antes llegó con unos papeles en la mano, preguntó por José Fuster. El joven, con el alma en vilo, esperó el veredicto.
    Le llamo el primero –dijo la joven en un buen español –porque todavía tiene un largo viaje hasta Zúrich.

No prestó atención a los comentarios que vinieron a continuación, era innecesario. Al joven, con el primero era suficiente: le sonó a gloria.