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Para
José Fuster los militares no eran santo de su devoción. Ser del bando que había
perdido la guerra era motivo suficiente para que en casa nunca hubiera
escuchado una palabra en su favor, y sí muchas en contra.
Y
cuando llegó a Zúrich, como si le persiguiera el maleficio, topó con los
uniformes. No durante los primeros días, cuando los contrastes le abrumaban
tanto que no tenía tiempo de confrontarlos. Tuvo que transcurrir un cierto
tiempo hasta comprender que lo que él esperaba encontrar y lo que encontró no
guardaba ninguna relación.
Una
de esas diferencias que tanto le sorprendieron, fue precisamente el ejército.
Lo
que él traía aprendido acerca de Suiza es que era un país neutral, pacífico y
que nunca había mantenido guerras con los vecinos. Y en su inocencia creía que
eso era suficiente para no necesitar tropas para defenderse en caso de
conflicto.
Y
a medida que fue conociendo el sistema de defensa suizo, más crecía la alarma
en su interior. Era increíble lo que escuchaba. ¡Imposible haber imaginado
previamente algo parecido! Para comenzar, se quedaba atónito cuando oía que los
suizos se sentían orgullosos, llegado el caso, de estar en condiciones de
replegarse en los cuarteles y prestos a entrar en combate en menos de
veinticuatro horas.
¿Cómo
era posible –se preguntaba José Fuster, cada vez más excitado –que Suiza
hubiera alcanzado la fama de país pacífico y neutral disponiendo de un ejército
que, según todos los indicios, vivía en constante pie de guerra?
Porque
ese era el escenario. Todo suizo guardaba en casa los pertrechos propios del
militar profesional, desde el uniforme hasta el fusil. Y, como norma, el
servicio militar duraba unos veinticinco años, desde los veinte hasta los
cuarenta y cinco; por cierto, de forma bastante irregular. Los ejercicios de prácticas,
unas veces duraban dos o tres semanas al año, y otras un par de meses.
A
José comenzó a sorprenderle este movimiento de incorporación a filas a las
pocas semanas de su llegada a Suiza, cuando ya diferenciaba los uniformes
militares de los de la policía. Le parecía increíble ver a los soldados,
cargados con sus aparejos de campaña y con el fusil al hombro, dirigirse a la
estación donde se congregaban en grupos. Y lo más asombroso, lo que él no podía
entender era que entre ellos los había que parecían demasiado mayores para esos
juegos.
Para
el chico, estas escenas de reclutamiento fue un impacto muy severo. No esperaba
ver algo así en Suiza. Y aunque desconocía las reglas castrenses, entre otras
cosas porque se marchó de España mucho antes de tener que incorporarse a filas,
siempre consideró que eran muy rigurosas, por lo que descubrir ahora que los
suizos también mantenían esas aficiones, no le agradó en absoluto.
Lo
que nunca llegó a conocer fue el significado de las estrellas en las solapas de
las guerreras de los militares; tampoco el rango de los mandos del ejército. Ni
en España ni en Suiza.
Años
más tarde sabría de ciertas curiosidades que se daban en los cuarteles suizos.
Sucedía, por ejemplo, que el jefe de sección de una fábrica o de un banco, o el
propietario de un pequeño negocio, en el cuartel tenían que plegarse a las
órdenes de su subordinado en la vida privada, porque su rango en el ejército
era superior.
Situaciones
que José no concebía. Con ese pronto que caracteriza a los del sur, siempre
dispuestos a rechazar una orden o ponerla en tela de juicio, éste aspecto de
Suiza fue una de las pocas excepciones que nunca vio con buenos ojos. Y es que
la supeditación al rango, a las estrellas o a los galones, le repelía.
Por
eso, que un jefe en la vida privada, tuviera que aceptar en el cuartel las
órdenes de su empleado, era demasiado complicado para entenderlo.