De sorpresa en sorpresa, José fue
descubriendo los diversos idiomas que se hablan en Suiza. Él aprendió que en
este país se hablaba francés, y con esa creencia llegó a Suiza. Que también se
hablara alemán y, además, que fuera el idioma que más suizos lo hablaban le
descolocó. Cuando más tarde supo que también se hablaba italiano, le pareció increíble.
Y el desconcierto mayor fue cuando se enteró de que el Retorománico era el
cuarto idioma oficial de Suiza. ¡Todo eso en un país que no alcanzaba los
cuatro millones y medio de habitantes!
Y se entendían. Y vivían en
armonía. ¡Qué extraño! Esta difusión de lenguas, a José le dio mucho que
pensar, y una vez más su imaginación le arrastró hacia las comparaciones. Era
inevitable. Su mente todavía mantenía vivos los avatares de España, donde es
tradicional no entenderse, pese a que todos hablan la misma lengua.
Aquellas primeras ilusiones de
José de que sus conocimientos de francés le abrirían las puertas para relacionarse
con la gente, obviamente, se vinieron abajo a las primeras de cambio. En Zúrich
se hablaba un dialecto, y si no lo aprendías, el idioma al que podía recurrir
un español era el italiano. Ese era el camino que hacían casi todos los
españoles, entenderse en italiano, idioma éste de estructura muy parecida al
español, lo que lo hacía más fácil de aprender.
Para más sorpresa, José supo que,
además del propio idioma, los suizos aprenden en la escuela uno o los otros que
se hablan en Suiza y, terminados los estudios y los cuatro años de prácticas, suelen
ir a trabajar durante un año o dos a algún cantón de habla distinta a la
propia. Tradición que se mantiene desde generaciones.
Todos estos pormenores, a los que
en Suiza no daban mucha importancia, José los iba recogiendo porque era un
preguntón. Tenía interés por conocer y aquello que le parecía extraño, que era
casi todo, lo preguntaba. E insistía, porque las respuestas, a menudo aún le
dejaban más dudoso.
Lo que le irritaba en grado sumo era
que en Zúrich, igual que en los demás cantones de habla alemana, se estudiaba
en alemán, pero en la calle nadie lo hablaba. Ni en la calle, ni en casa, ni en
correos, ni en ninguna parte, a excepción de las noticias en la radio y la
televisión. En cambio, nunca escribían en dialecto, sino en alemán. Por eso
José pudo leer los periódicos mucho antes que entenderse con la gente.
Tras observar ese afán por hablar
constantemente en dialecto, José sacó en conclusión que lo tenían a orgullo y,
probablemente, lo que querían era marcar diferencias con los alemanes, apreciación
ésta que, honestamente, él reconocía no estar muy convencido. En cualquier
caso, esa actitud de los suizos no le gustaba. A él jamás se le habría ocurrido
hablar en valenciano a quien solo conocía el castellano.
Pero el sistema de aprender otros
idiomas en la escuela desde pequeños a José le parecía estupendo. Y no
obstante, muchos suizos, principalmente gente mayor, aparte de su dialecto,
apenas recordaban frases sueltas de otro idioma. Lo aprendido, decían, si no se
practica se olvida con suma facilidad. La expresión, por sabida, a él le
parecía una excusa un tanto manida.
Años más tarde, cuando José comenzó
a viajar y conocer los rincones más apartados de Suiza, pudo comprobar cuánta
gente hablaba varios idiomas y, además, con facilidad. En hoteles y
restaurantes, el cliente era atendido tanto en un idioma como en otro. Y en
ciertas ciudades, especialmente aquellas que quedaban en la línea divisoria de
idiomas, como Berna, Friburgo o Biel en el oeste, o Bellinzona o Chiaso en el
sur, era asombrosa la naturalidad con que se alternaban los idiomas. Al menos a
José le maravillaban esos contrastes y, sin percatarse, o tal vez sí, aunque no
lo valoraba, también él llegó a dominar esos mismos idiomas.
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