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domingo, 21 de mayo de 2017

EMIGRANTES 10 (Cont.)

En los años cincuenta, los españoles que trabajaban en Suiza eran muy pocos y, casi exclusivamente en la construcción; la mayoría de las carreteras, en los largos túneles y en los espectaculares puentes que tanto abundan en Suiza. Estos jornaleros de temporada asumían unas condiciones muy ingratas. Y no solo por su trabajo, ya de por sí duro, sino por ausencia de derechos.
El contrato laboral permitía a estos peones trabajar solo diez meses al año. En noviembre tenían que abandonar Suiza y hasta febrero no se reabrían los nuevos permisos, por lo que nunca adquirían derechos de antigüedad, lo que en su día les permitiría obtener ese importante estatus de “Niederlassung”.
José había oído decir que las ventajas de ese tipo de permiso eran la equiparación a un suizo, excepto en el derecho de voto. Pero él lo veía tan lejos que no pensaba en ello. Diez años de trabajo ininterrumpido en Suiza se necesitaban para lograrlo.
Tanto José como su amigo Luis, que sabían de estos trabajadores estacionales, no así de las condiciones, decían con cierto orgullo que los españoles debían de estar bien considerados, cuando cada año les renovaban el contrato.
La casualidad, o quizás la curiosidad de José, siempre atento a los avatares del entorno, le llevó a conocer a Federico, un salmantino algo mayor que él, de aspecto robusto y débil de carácter, quien le hizo saber la letra pequeña de esos contratos.
Pero eso sucedió posteriormente. Federico venía buscando a alguien que hablara alemán, y en la Bodega le orientaron que preguntara en la tienda por José Fuster. En el primer encuentro, Federico se mostró parco; quería transmitir algo y, o no sabía cómo explicarse o solo era cautela ante un desconocido.
    Mira, Federico –le apremió José –si puedo ayudarte lo haré con mucho gusto, pero tienes que decirme claramente qué es lo que te sucede.
Aguijoneado por la impaciencia de José, el de Salamanca se lanzó a contar sus desventuras con la máxima viveza, pero con poco tino. Lo hacía en línea quebrada, lo que obligó a José a reconsiderar la profundidad del discurso, y, separando el grano de la paja, en su sentir cobró importancia la cuestión de antigüedad y, al menos en este caso, la injusta situación que le creaba a Federico.
    ¿Y, cómo se te ha ocurrido venir con Anastasia? ¿Sabes a lo que te expones? Si os pillan os ponen en la frontera.
    Estamos recién casados y no queríamos estar tanto tiempo separados, y como un yugoeslavo que trabajaba conmigo me dijo que a su novia la emplearon en un hospital, pensé que Anastasia también podría trabajar allí.
José, ante la decisión tan poco meditada de Federico, pensó que estos chicos lo iban a tener muy difícil. Solo tenía que recordar su experiencia en la frontera de Ginebra, y los comentarios que circulaban sobre los que llegaban sin contrato. Directamente de patitas en la frontera. Pero ante los ruegos de Federico, José accedió a ayudarle. La encargada de personal del hospital, tras escuchar la demanda, exclamó en tono agrio:
    ¡Otra extranjera! –José dedujo que allí acababa el trayecto –Pero, la mujer se interesó – ¿de dónde es? Porque tengo mala experiencia con las del Este.
    Es española.
    ¡Ah, eso es otra cosa! Tuve una empleada española que me dejó buen recuerdo.
    No tiene papeles –advirtió José, temiendo que fuera motivo para no aceptarla.
    No importa. Se lo solucionaremos nosotros.

Más tarde, contento, lo comentaba con Luis: ¡Al parecer, como trabajadores no tenemos tan mala fama! –decían los dos al unísono.

sábado, 13 de mayo de 2017

EMIGRANTES 9 (Cont.)

De sorpresa en sorpresa, José fue descubriendo los diversos idiomas que se hablan en Suiza. Él aprendió que en este país se hablaba francés, y con esa creencia llegó a Suiza. Que también se hablara alemán y, además, que fuera el idioma que más suizos lo hablaban le descolocó. Cuando más tarde supo que también se hablaba italiano, le pareció increíble. Y el desconcierto mayor fue cuando se enteró de que el Retorománico era el cuarto idioma oficial de Suiza. ¡Todo eso en un país que no alcanzaba los cuatro millones y medio de habitantes!
Y se entendían. Y vivían en armonía. ¡Qué extraño! Esta difusión de lenguas, a José le dio mucho que pensar, y una vez más su imaginación le arrastró hacia las comparaciones. Era inevitable. Su mente todavía mantenía vivos los avatares de España, donde es tradicional no entenderse, pese a que todos hablan la misma lengua.
Aquellas primeras ilusiones de José de que sus conocimientos de francés le abrirían las puertas para relacionarse con la gente, obviamente, se vinieron abajo a las primeras de cambio. En Zúrich se hablaba un dialecto, y si no lo aprendías, el idioma al que podía recurrir un español era el italiano. Ese era el camino que hacían casi todos los españoles, entenderse en italiano, idioma éste de estructura muy parecida al español, lo que lo hacía más fácil de aprender.
Para más sorpresa, José supo que, además del propio idioma, los suizos aprenden en la escuela uno o los otros que se hablan en Suiza y, terminados los estudios y los cuatro años de prácticas, suelen ir a trabajar durante un año o dos a algún cantón de habla distinta a la propia. Tradición que se mantiene desde generaciones.
Todos estos pormenores, a los que en Suiza no daban mucha importancia, José los iba recogiendo porque era un preguntón. Tenía interés por conocer y aquello que le parecía extraño, que era casi todo, lo preguntaba. E insistía, porque las respuestas, a menudo aún le dejaban más dudoso.
Lo que le irritaba en grado sumo era que en Zúrich, igual que en los demás cantones de habla alemana, se estudiaba en alemán, pero en la calle nadie lo hablaba. Ni en la calle, ni en casa, ni en correos, ni en ninguna parte, a excepción de las noticias en la radio y la televisión. En cambio, nunca escribían en dialecto, sino en alemán. Por eso José pudo leer los periódicos mucho antes que entenderse con la gente.
Tras observar ese afán por hablar constantemente en dialecto, José sacó en conclusión que lo tenían a orgullo y, probablemente, lo que querían era marcar diferencias con los alemanes, apreciación ésta que, honestamente, él reconocía no estar muy convencido. En cualquier caso, esa actitud de los suizos no le gustaba. A él jamás se le habría ocurrido hablar en valenciano a quien solo conocía el castellano.
Pero el sistema de aprender otros idiomas en la escuela desde pequeños a José le parecía estupendo. Y no obstante, muchos suizos, principalmente gente mayor, aparte de su dialecto, apenas recordaban frases sueltas de otro idioma. Lo aprendido, decían, si no se practica se olvida con suma facilidad. La expresión, por sabida, a él le parecía una excusa un tanto manida.

Años más tarde, cuando José comenzó a viajar y conocer los rincones más apartados de Suiza, pudo comprobar cuánta gente hablaba varios idiomas y, además, con facilidad. En hoteles y restaurantes, el cliente era atendido tanto en un idioma como en otro. Y en ciertas ciudades, especialmente aquellas que quedaban en la línea divisoria de idiomas, como Berna, Friburgo o Biel en el oeste, o Bellinzona o Chiaso en el sur, era asombrosa la naturalidad con que se alternaban los idiomas. Al menos a José le maravillaban esos contrastes y, sin percatarse, o tal vez sí, aunque no lo valoraba, también él llegó a dominar esos mismos idiomas.