En los años cincuenta, los
españoles que trabajaban en Suiza eran muy pocos y, casi exclusivamente en la
construcción; la mayoría de las carreteras, en los largos túneles y en los
espectaculares puentes que tanto abundan en Suiza. Estos jornaleros de temporada
asumían unas condiciones muy ingratas. Y no solo por su trabajo, ya de por sí
duro, sino por ausencia de derechos.
El contrato laboral permitía a
estos peones trabajar solo diez meses al año. En noviembre tenían que abandonar
Suiza y hasta febrero no se reabrían los nuevos permisos, por lo que nunca
adquirían derechos de antigüedad, lo que en su día les permitiría obtener ese
importante estatus de “Niederlassung”.
José había oído decir que las
ventajas de ese tipo de permiso eran la equiparación a un suizo, excepto en el
derecho de voto. Pero él lo veía tan lejos que no pensaba en ello. Diez años de
trabajo ininterrumpido en Suiza se necesitaban para lograrlo.
Tanto José como su amigo Luis, que
sabían de estos trabajadores estacionales, no así de las condiciones, decían
con cierto orgullo que los españoles debían de estar bien considerados, cuando
cada año les renovaban el contrato.
La casualidad, o quizás la
curiosidad de José, siempre atento a los avatares del entorno, le llevó a
conocer a Federico, un salmantino algo mayor que él, de aspecto robusto y débil
de carácter, quien le hizo saber la letra pequeña de esos contratos.
Pero eso sucedió posteriormente.
Federico venía buscando a alguien que hablara alemán, y en la Bodega le
orientaron que preguntara en la tienda por José Fuster. En el primer encuentro,
Federico se mostró parco; quería transmitir algo y, o no sabía cómo explicarse
o solo era cautela ante un desconocido.
—
Mira, Federico –le
apremió José –si puedo ayudarte lo haré con mucho gusto, pero tienes que
decirme claramente qué es lo que te sucede.
Aguijoneado por la impaciencia de
José, el de Salamanca se lanzó a contar sus desventuras con la máxima viveza,
pero con poco tino. Lo hacía en línea quebrada, lo que obligó a José a
reconsiderar la profundidad del discurso, y, separando el grano de la paja, en
su sentir cobró importancia la cuestión de antigüedad y, al menos en este caso,
la injusta situación que le creaba a Federico.
—
¿Y, cómo se te ha
ocurrido venir con Anastasia? ¿Sabes a lo que te expones? Si os pillan os ponen
en la frontera.
—
Estamos recién
casados y no queríamos estar tanto tiempo separados, y como un yugoeslavo que
trabajaba conmigo me dijo que a su novia la emplearon en un hospital, pensé que
Anastasia también podría trabajar allí.
José, ante la decisión tan poco
meditada de Federico, pensó que estos chicos lo iban a tener muy difícil. Solo
tenía que recordar su experiencia en la frontera de Ginebra, y los comentarios
que circulaban sobre los que llegaban sin contrato. Directamente de patitas en
la frontera. Pero ante los ruegos de Federico, José accedió a ayudarle. La
encargada de personal del hospital, tras escuchar la demanda, exclamó en tono
agrio:
—
¡Otra extranjera! –José
dedujo que allí acababa el trayecto –Pero, la mujer se interesó – ¿de dónde es?
Porque tengo mala experiencia con las del Este.
—
Es española.
—
¡Ah, eso es otra
cosa! Tuve una empleada española que me dejó buen recuerdo.
—
No tiene papeles –advirtió
José, temiendo que fuera motivo para no aceptarla.
—
No importa. Se lo
solucionaremos nosotros.
Más tarde, contento, lo comentaba
con Luis: ¡Al parecer, como trabajadores no tenemos tan mala fama! –decían los
dos al unísono.