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miércoles, 19 de abril de 2017

EMIGRANTES 8 (Conti.)

8
José Fuster comprendió muy pronto que si quería conocer a los suizos, tenía que aprender su idioma. El francés le servía muy poco en el cantón de Zúrich, donde se habla alemán; si acaso el italiano, que aprendió pronto, pero tampoco era una solución satisfactoria. Así que no dudó en meterse con el alemán.
Ardua tarea, porque en Suiza no se escucha alemán, sino dialecto. Más exacto, dialectos, algunos muy difícil de seguir.
No obstante, contra todo pronóstico de sus compañeros, en pocos meses José ya se entendía con la gente. Y tan seguro se sentía que en las primeras vacaciones decidió desplazarse a zonas germánicas.
Primero visitó Viena, donde quedó prendado de los grandes maestros de la música, presentes en todos los rincones; allá donde fuera, del aire pendía un ambiente melodioso, cantarín y versallesco; la música se respiraba en todos los lugares. El Danubio fue la decepción; no tenía nada de azul.
Pero los vieneses tenían algo que celebrar: la ocupación rusa tocaba a su fin.
De Viena viajó a Praga, donde se confirmó el encontronazo sufrido previamente en la embajada Checoeslovaca. Fue aquí donde comenzaron a desmoronarse sus convicciones acerca del comunismo.
De Praga se trasladó a Berlín, colofón inexcusable de su viaje.
En aquella época, el desconocimiento de lo que sucedía en los países de influencia soviética era total, y las opiniones al respecto contradictorias. Aunque para José, que desde casa le acompañaba la certeza de los adelantos y prosperidad del comunismo, no existían dudas. Por eso le sorprendió tanto que para conseguir un visado, la embajada checoeslovaca le hiciera esperar todo un día. Un día perdido en medio de una multitud descontenta, que veía cómo corrían las horas mientras los funcionarios, indolentes, miraban con indiferencia a los que esperaban sin importarles su desesperación.
José Fuster no era consciente todavía, pero el tiempo que llevaba en Suiza, donde la presteza es prioritaria, y más cuando de atención al público se trata, había calado en su espíritu. No era extraño, pues, que no entendiera esa parsimonia, esa burocracia lenta y desesperante. Y hacinado en aquella vetusta sala, viendo correr las horas recordó cuánto parecido guardaban estas vivencias con las ya casi olvidadas de Valencia.
 Tenía mucho interés en conocer de primera mano cómo se vivía en esos países comunistas. No dudaba que mucho mejor que en España, pero se olvidaba de su otro punto de referencia: Suiza, donde las condiciones de vida no tenían nada que ver con las de España. Nada extraño, pues, que el choque con sus convicciones fuera estrepitoso.
A las deprimentes sorpresas de la embajada, que José al principio intentó disculpar, se sumaron algunas más durante el trayecto hasta Praga. En las estaciones, militares patrullaban con el fusil al hombro, mientras las puertas de los vagones permanecían cerradas, excepto una, única entrada y salida del convoy. En la estación de Praga, las ratas, como conejos, pululaban a placer y, algunos vagones estaban equipados con rejas en las ventanillas.
Tanto exceso de control lastimaba su sensibilidad, pero José seguía buscando excusas; quería justificar su decepción y requería de disculpas inaceptables.
La ciudad le pareció oscura, triste, sin alegría. Tal vez, pensó, era debido al mal tiempo. Estuvo lloviendo los tres días que permaneció en Praga.
Pero las iglesias abundaban, y eso le extrañó sobremanera. Le habían explicado machaconamente que el comunismo era una escuela anticlerical, que perseguía a los católicos con saña, y como el estado checoeslovaco era comunista, él no tenía más que sumar dos más dos. Pero, si era así, ¿qué sentido tenían las iglesias?
No lo entendía. Más tarde comprendería que lo que le habían enseñado en su niñez, le hizo creer que Checoeslovaquia había sido siempre comunista.
Berlín era otra cosa. Era la ciudad de los contrastes. La ciudad, dividida en cuatro sectores, que en realidad se reducían a dos, era una ruina; los efectos de la guerra estaban vivos todavía, con un sinfín de edificios derruidos por todas partes, que mostraban la crudeza de las últimas semanas de la contienda. Y, al igual que en Valencia, también aquí José vio mucha gente mutilada.
Pero los clubs nocturnos, puntos de reunión de extranjeros, militares y aventureros de quienes poco se sabía, estaban en pleno auge.
Con ese afán casi enfermizo de conocer, el joven José Fuster no hacía más que observar las diferencias entre un sector y el otro, y con gran dolor de corazón tuvo que reconocer que en el occidental llevaban un ritmo de recuperación apreciable, mientras que en el soviético parecía que la guerra todavía no había terminado. Le dio pena ver a la gente caminar con la tristeza escrita en el rostro, siempre observada por los soldados que patrullaban las calles. Nada que ver con la vitalidad y alegría que mostraba la gente del sector occidental.
A José le resultó curioso llegar a la estación de metro del “Zoogarten” y topar con una barrera que impedía seguir adelante, mientras que a la otra parte de la barrera, otro convoy con otros colores continuaba el trayecto. Se percató, sin necesidad de leer los tantos carteles que lo anunciaban en diversos idiomas, que había llegado a la línea divisoria de la ciudad.
Tras el control, largo, concienzudo y tedioso, José pudo seguir el trayecto, lo que, naturalmente, no estaba permitido a los alemanes.
Cruzó la línea una sola vez, y fue tan exhaustivo y penoso el protocolo para entrar, y mucho más para salir –siempre bajo la atenta mirada de los soldados que vigilaban metralleta en ristre –que, con ganas de volver, desistió de repetir la experiencia.
Con un día de estancia en Berlín este, lo observado fue suficiente para calmar sus ansias de conocer. Y regresó a Berlín oeste muy confuso. Se negaba a aceptar lo que había visto; las vivencias chocaban de frente con lo que él esperó encontrar. ¿Cómo era posible tanta apatía? –se preguntaba. En el futuro sonreiría cada vez que recordara el nombre de la nueva nación: República Democrática de Alemania. Y, tras la irónica sonrisa, pensaría que a cualquier cosa le llaman democracia.
La indolencia, la dejadez, el descuido de las camareras en la cafetería, o los obreros poniendo las alambradas, siempre vigilados por los soldados, ya no le sorprendieron. Eran las mismas escenas de la embajada checoeslovaca en Viena y más tarde en Praga. Y para aumentar su desaliento, recordó que era lo que ya conocía de Valencia.
Emprendió el regreso nueve días más tarde, al anochecer, y a primeras horas de la mañana llegó a Núremberg. El viaje resultó incómodo, principalmente por los constantes controles que le impidieron conciliar el sueño mientras atravesaban la zona de Alemania oriental.
Entre el cansancio y el profundo desengaño del sistema comunista, deambuló pensativo por la ciudad sin retener nada de lo que miraba. Cuando por la noche se sentó en el tren que le conduciría a Zúrich, se durmió de inmediato, y por la mañana ya no recordaría haber estado en Núremberg.
Necesitó su tiempo hasta que asumió su experiencia. Después, pasó por el consulado español en Zúrich y denunció la pérdida del pasaporte. Los españoles, y bien que lo expresaba el documento, tenían prohibido viajar a países de influencia soviética, por lo que volver a España con él le habría podido acarrear alguna sorpresa ingrata.

No podía olvidar que el gobierno de España también era de pensamiento único.

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