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José Fuster comprendió muy pronto que si
quería conocer a los suizos, tenía que aprender su idioma. El francés le servía
muy poco en el cantón de Zúrich, donde se habla alemán; si acaso el italiano,
que aprendió pronto, pero tampoco era una solución satisfactoria. Así que no
dudó en meterse con el alemán.
Ardua tarea, porque en Suiza no se
escucha alemán, sino dialecto. Más exacto, dialectos, algunos muy difícil de
seguir.
No obstante, contra todo pronóstico de
sus compañeros, en pocos meses José ya se entendía con la gente. Y tan seguro
se sentía que en las primeras vacaciones decidió desplazarse a zonas germánicas.
Primero visitó Viena, donde quedó
prendado de los grandes maestros de la música, presentes en todos los rincones;
allá donde fuera, del aire pendía un ambiente melodioso, cantarín y
versallesco; la música se respiraba en todos los lugares. El Danubio fue la
decepción; no tenía nada de azul.
Pero los vieneses tenían algo que
celebrar: la ocupación rusa tocaba a su fin.
De Viena viajó a Praga, donde se confirmó
el encontronazo sufrido previamente en la embajada Checoeslovaca. Fue aquí
donde comenzaron a desmoronarse sus convicciones acerca del comunismo.
De Praga se trasladó a Berlín, colofón
inexcusable de su viaje.
En aquella época, el desconocimiento de
lo que sucedía en los países de influencia soviética era total, y las opiniones
al respecto contradictorias. Aunque para José, que desde casa le acompañaba la
certeza de los adelantos y prosperidad del comunismo, no existían dudas. Por
eso le sorprendió tanto que para conseguir un visado, la embajada checoeslovaca
le hiciera esperar todo un día. Un día perdido en medio de una multitud
descontenta, que veía cómo corrían las horas mientras los funcionarios,
indolentes, miraban con indiferencia a los que esperaban sin importarles su
desesperación.
José Fuster no era consciente todavía,
pero el tiempo que llevaba en Suiza, donde la presteza es prioritaria, y más
cuando de atención al público se trata, había calado en su espíritu. No era
extraño, pues, que no entendiera esa parsimonia, esa burocracia lenta y
desesperante. Y hacinado en aquella vetusta sala, viendo correr las horas
recordó cuánto parecido guardaban estas vivencias con las ya casi olvidadas de
Valencia.
Tenía mucho interés en conocer de primera mano
cómo se vivía en esos países comunistas. No dudaba que mucho mejor que en
España, pero se olvidaba de su otro punto de referencia: Suiza, donde las
condiciones de vida no tenían nada que ver con las de España. Nada extraño,
pues, que el choque con sus convicciones fuera estrepitoso.
A las deprimentes sorpresas de la
embajada, que José al principio intentó disculpar, se sumaron algunas más
durante el trayecto hasta Praga. En las estaciones, militares patrullaban con
el fusil al hombro, mientras las puertas de los vagones permanecían cerradas,
excepto una, única entrada y salida del convoy. En la estación de Praga, las
ratas, como conejos, pululaban a placer y, algunos vagones estaban equipados
con rejas en las ventanillas.
Tanto exceso de control lastimaba su
sensibilidad, pero José seguía buscando excusas; quería justificar su decepción
y requería de disculpas inaceptables.
La ciudad le pareció oscura, triste, sin
alegría. Tal vez, pensó, era debido al mal tiempo. Estuvo lloviendo los tres
días que permaneció en Praga.
Pero las iglesias abundaban, y eso le
extrañó sobremanera. Le habían explicado machaconamente que el comunismo era
una escuela anticlerical, que perseguía a los católicos con saña, y como el
estado checoeslovaco era comunista, él no tenía más que sumar dos más dos.
Pero, si era así, ¿qué sentido tenían las iglesias?
No lo entendía. Más tarde comprendería
que lo que le habían enseñado en su niñez, le hizo creer que Checoeslovaquia
había sido siempre comunista.
Berlín era otra cosa. Era la ciudad de
los contrastes. La ciudad, dividida en cuatro sectores, que en realidad se
reducían a dos, era una ruina; los efectos de la guerra estaban vivos todavía,
con un sinfín de edificios derruidos por todas partes, que mostraban la crudeza
de las últimas semanas de la contienda. Y, al igual que en Valencia, también
aquí José vio mucha gente mutilada.
Pero los clubs nocturnos, puntos de
reunión de extranjeros, militares y aventureros de quienes poco se sabía,
estaban en pleno auge.
Con ese afán casi enfermizo de conocer,
el joven José Fuster no hacía más que observar las diferencias entre un sector
y el otro, y con gran dolor de corazón tuvo que reconocer que en el occidental
llevaban un ritmo de recuperación apreciable, mientras que en el soviético
parecía que la guerra todavía no había terminado. Le dio pena ver a la gente
caminar con la tristeza escrita en el rostro, siempre observada por los soldados
que patrullaban las calles. Nada que ver con la vitalidad y alegría que
mostraba la gente del sector occidental.
A José le resultó curioso llegar a la
estación de metro del “Zoogarten” y topar con una barrera que impedía seguir
adelante, mientras que a la otra parte de la barrera, otro convoy con otros
colores continuaba el trayecto. Se percató, sin necesidad de leer los tantos
carteles que lo anunciaban en diversos idiomas, que había llegado a la línea
divisoria de la ciudad.
Tras el control, largo, concienzudo y
tedioso, José pudo seguir el trayecto, lo que, naturalmente, no estaba
permitido a los alemanes.
Cruzó la línea una sola vez, y fue tan
exhaustivo y penoso el protocolo para entrar, y mucho más para salir –siempre
bajo la atenta mirada de los soldados que vigilaban metralleta en ristre –que,
con ganas de volver, desistió de repetir la experiencia.
Con un día de estancia en Berlín este,
lo observado fue suficiente para calmar sus ansias de conocer. Y regresó a
Berlín oeste muy confuso. Se negaba a aceptar lo que había visto; las vivencias
chocaban de frente con lo que él esperó encontrar. ¿Cómo era posible tanta
apatía? –se preguntaba. En el futuro sonreiría cada vez que recordara el nombre
de la nueva nación: República Democrática de Alemania. Y, tras la irónica sonrisa,
pensaría que a cualquier cosa le llaman democracia.
La indolencia, la dejadez, el descuido
de las camareras en la cafetería, o los obreros poniendo las alambradas,
siempre vigilados por los soldados, ya no le sorprendieron. Eran las mismas
escenas de la embajada checoeslovaca en Viena y más tarde en Praga. Y para
aumentar su desaliento, recordó que era lo que ya conocía de Valencia.
Emprendió el regreso nueve días más
tarde, al anochecer, y a primeras horas de la mañana llegó a Núremberg. El
viaje resultó incómodo, principalmente por los constantes controles que le
impidieron conciliar el sueño mientras atravesaban la zona de Alemania
oriental.
Entre el cansancio y el profundo
desengaño del sistema comunista, deambuló pensativo por la ciudad sin retener
nada de lo que miraba. Cuando por la noche se sentó en el tren que le
conduciría a Zúrich, se durmió de inmediato, y por la mañana ya no recordaría
haber estado en Núremberg.
Necesitó su tiempo hasta que asumió su
experiencia. Después, pasó por el consulado español en Zúrich y denunció la
pérdida del pasaporte. Los españoles, y bien que lo expresaba el documento,
tenían prohibido viajar a países de influencia soviética, por lo que volver a
España con él le habría podido acarrear alguna sorpresa ingrata.
No podía olvidar que el gobierno de
España también era de pensamiento único.
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