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lunes, 10 de abril de 2017

EMIGRANTES 7 (Cont.)

7
Cuando José Fuster llegó a Zúrich a primeros de abril, con un frío que pelaba, por mucho que su amigo le dijera que el invierno tocaba a su fin, él lo dudaba. El clima polar que le recibió en Ginebra lo desmentía, y además, antes de finalizar el mes todavía vio nevar dos veces. Por lo tanto, de invierno concluido nada.
    ¡Cómo te atreves a decir que ha terminado el invierno con el frío que está haciendo! –clamaba José tiritando.
    ¡Ay, qué sabrás! Cuando llegue el invierno, ya verás que esto no es nada.
Su amigo no dio importancia a las quejas de José y siguieron caminando hacia los grandes almacenes EPA; el recién llegado necesitaba comprar urgentemente ropa más acorde con el clima de Suiza.
No hablaron más del frío, principalmente porque el clima era una más entre otras muchas sorpresas, y José saltaba de una a otra sin tener tiempo de asimilar ninguna. Tal vez influyera también que en esos días un tímido sol comenzaba a dejarse ver y lentamente empujaba al frío a su retiro.
No obstante, a José le quedó un oculto desasosiego del que no se liberó en muchos días: “Si en primavera hace tanto frío –era la pregunta que se hacía – ¿cómo será el invierno?”
Y con la llegada del buen tiempo, José se olvidó de que en invierno suele hacer frío. Lo que ahora le atraía era pasear por la orilla del lago, y no se cansaba de mirar, entusiasmado, aquella masa de agua.
A veces se paraba en el puente del hotel Storchen y, extasiado, miraba cómo corría el agua. Miles de litros por segundo, calculaba. Y con cierta tristeza recordaba su rio, el Turia, siempre seco, excepto en sus avalanchas, que venían con fuerza a arrasar sin clemencia lo que pillaban por delante.
Su asombro aumentó cuando supo que el lago tenía más de treinta kilómetros de largo por una media de kilómetro y medio de ancho. Y en tono de lamento, exclamó: “¡Lo que se podría hacer con tanto agua y el buen clima de Valencia!”
El invierno regresó mucho antes de lo que José esperaba. Finalizando septiembre ya se dejaron sentir los primeros zarpazos del frío y, en un rasgo de nostalgia, recordó que en esas mismas fechas del año anterior, él estaba merendando en la playa de Nazaret, en Valencia. Y se echó a temblar cuando especuló cómo sería en invierno.
Pero no era solamente el frío, sino la ausencia de sol lo que socavaba el humor de José. El ambiente era una densa y constante niebla que robaba el color de los paisajes, lo envolvía todo en un monótono y aburrido gris y entristecía a la gente.
A mediados de octubre, el frío ya era intenso. Él no sabía de grados y termómetros más allá del que poseía el médico, y no tenía necesidad de oír a la gente que, no exenta de ansiedad, hablaba de cómo bajaban los grados, puesto que bien que lo acusaba:  pocos minutos en la calle y comenzaban a dolerle las orejas.
En noviembre la gente hablaba de posible congelación del lago.
    Si se mantienen unos días más estos treinta grados centígrados bajo cero, pronto veremos el lago helado –oía decir a sus compañeros de trabajo.
Todavía no era capaz de entender muy bien lo que decían, pero lo repetían tantas veces que no cabían dudas. Aparte que, los gestos eran suficientemente significativos.
Y, efectivamente, antes de finalizar noviembre, siempre con esas temperaturas que cortaban la respiración, José vio que no quedaba ningún barco en los embarcaderos, mientras comenzaba a formarse una capa blanca sobre la superficie del lago.
Los comentarios se propagaron rápidamente, y la gente, alborotada, repetía que el lago se estaba helando. Y era cierto, José, que pasaba todos los días por Bürkliplatz veía cómo la capa de hielo era más firme cada día.
La temperatura seguía bajando, José oía decir de treinta y tantos grados bajo cero, y para su asombro, con ese frío capaz de paralizar el pensamiento, nadie alteraba su ritmo de vida; la gente asistía a sus obligaciones diarias como si tal cosa, y acudía al cine y demás centros de diversión, despreciando las bajas temperaturas. Pero a él no se le escapaba lo abrigados que iban, con gorros y abrigos de pieles, siempre caminando deprisa, sin pararse a charlar en la calle.
José Fuster estaba sorprendido de lo bien que soportaba el frío. En realidad era como decía su amigo: se pasa menos frío aquí en Suiza que en Valencia. La primera vez que se lo dijo pensó que Luis estaba de broma; pero era cierto. La calefacción, en los edificios como en los medios de transporte, proporcionaba temperaturas confortables.
El lago, definitivamente helado, se había convertido en la gran atracción; todo el mundo hablaba de ello, y todo el mundo quería verlo. José lo veía todos los días, pero desde el tranvía. Lo bonito, le decían los compañeros, es entrar en el lago. Intrigado, quiso hacer la experiencia. Un domingo por la mañana allá que se fueron José y su amigo, y, ¡vaya sorpresa! El lago era una pista de patinaje repleta de gente que se deslizaba sobre el hielo, y algunos hasta mostraban su habilidad haciendo graciosas piruetas que a ellos les parecían la mar de arriesgadas. Se quedó mirando el espectáculo y percibió que su mente se resistía a aceptar lo que estaba viendo: ayer una masa de agua separaba las dos orillas, las mismas que ahora las unía una plataforma sobre la que una multitud se divertía… y debajo, a pocos centímetros, seguía corriendo el agua.
Sintió como un chasquido, y el miedo recorrió su cuerpo. Por nada del mundo entraría él en el lago. Esa fue su primera impresión, pero…
    ¿Entramos? – tentó a su amigo, en un alarde de valor.
    No, no; nunca en la vida.
    Yo también siento miedo, pero mira cuánta gente se divierte sobre el hielo.
    Lo que tú quieras, pero yo tengo bastante con mirar. Además, hace mucho frío y lo mejor que podemos hacer es marcharnos.
El frío, ciertamente, era intenso, y aunque ellos creían que sus vestimentas eran adecuadas para el frío, no lo eran para temperaturas tan extremas. Pero José no quería perderse esa sensación de andar sobre el agua, así que insistió y, al final, con mucho miedo y como si de una arriesgada aventura se tratara, se adentraron sobre las aguas heladas, lentamente, como pisando huevos, procurando no resbalar.
La sensación que sintió José al pisar el hielo, mezcla de temor y acto heroico, consciente de la profundidad del lago, era grandiosa.
Parecía que ya no les importaba el frío; su atención se concentraba completamente en la aventura. Caminaban con tiento, cada vez más alejados de la orilla. El hielo se quejaba continuamente con crujidos que ellos interpretaban como amenazas de romperse y tragárselos al fondo. A su alrededor la gente seguía patinando y divirtiéndose. Eran pocos los que, como ellos, solo caminaban.
    Bueno, ahora ya sabemos lo que es estar y andar sobre el agua –decía Luis, su amigo, haciendo mención de regresar a la orilla –y como hemos hecho la experiencia, ya podemos marcharnos, que en cualquier momento esto se rompe y aquí termina la historia.
    Un ratito más –decía José entre risas, con las que trataba de ocultar sus miedos.

Al llegar a la orilla y desprendidos ya del miedo y demás prejuicios, se percataron de que el frío les estaba paralizando. Encogidos, querían hablar y los labios no obedecían; las orejas dolían con pinchazos agudos; las manos, enguantadas y embutidas en los bolsillos del abrigo, no obedecían sus órdenes. Urgentemente buscaron una cafetería, donde al calor del local revivieron sus cuerpos. Reían; la aventura mereció la pena.

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