7
Cuando José Fuster llegó a Zúrich
a primeros de abril, con un frío que pelaba, por mucho que su amigo le dijera
que el invierno tocaba a su fin, él lo dudaba. El clima polar que le recibió en
Ginebra lo desmentía, y además, antes de finalizar el mes todavía vio nevar dos
veces. Por lo tanto, de invierno concluido nada.
—
¡Cómo te atreves a
decir que ha terminado el invierno con el frío que está haciendo! –clamaba José
tiritando.
—
¡Ay, qué sabrás!
Cuando llegue el invierno, ya verás que esto no es nada.
Su amigo no dio importancia a las
quejas de José y siguieron caminando hacia los grandes almacenes EPA; el recién
llegado necesitaba comprar urgentemente ropa más acorde con el clima de Suiza.
No hablaron más del frío, principalmente
porque el clima era una más entre otras muchas sorpresas, y José saltaba de una
a otra sin tener tiempo de asimilar ninguna. Tal vez influyera también que en
esos días un tímido sol comenzaba a dejarse ver y lentamente empujaba al frío a
su retiro.
No obstante, a José le quedó un
oculto desasosiego del que no se liberó en muchos días: “Si en primavera hace
tanto frío –era la pregunta que se hacía – ¿cómo será el invierno?”
Y con la llegada del buen tiempo,
José se olvidó de que en invierno suele hacer frío. Lo que ahora le atraía era
pasear por la orilla del lago, y no se cansaba de mirar, entusiasmado, aquella
masa de agua.
A veces se paraba en el puente
del hotel Storchen y, extasiado, miraba cómo corría el agua. Miles de litros
por segundo, calculaba. Y con cierta tristeza recordaba su rio, el Turia,
siempre seco, excepto en sus avalanchas, que venían con fuerza a arrasar sin
clemencia lo que pillaban por delante.
Su asombro aumentó cuando supo
que el lago tenía más de treinta kilómetros de largo por una media de kilómetro
y medio de ancho. Y en tono de lamento, exclamó: “¡Lo que se podría hacer con
tanto agua y el buen clima de Valencia!”
El invierno regresó mucho antes
de lo que José esperaba. Finalizando septiembre ya se dejaron sentir los
primeros zarpazos del frío y, en un rasgo de nostalgia, recordó que en esas
mismas fechas del año anterior, él estaba merendando en la playa de Nazaret, en
Valencia. Y se echó a temblar cuando especuló cómo sería en invierno.
Pero no era solamente el frío,
sino la ausencia de sol lo que socavaba el humor de José. El ambiente era una
densa y constante niebla que robaba el color de los paisajes, lo envolvía todo
en un monótono y aburrido gris y entristecía a la gente.
A mediados de octubre, el frío ya
era intenso. Él no sabía de grados y termómetros más allá del que poseía el
médico, y no tenía necesidad de oír a la gente que, no exenta de ansiedad,
hablaba de cómo bajaban los grados, puesto que bien que lo acusaba: pocos minutos en la calle y comenzaban a
dolerle las orejas.
En noviembre la gente hablaba de
posible congelación del lago.
—
Si se mantienen unos
días más estos treinta grados centígrados bajo cero, pronto veremos el lago helado
–oía decir a sus compañeros de trabajo.
Todavía no era capaz de entender muy
bien lo que decían, pero lo repetían tantas veces que no cabían dudas. Aparte
que, los gestos eran suficientemente significativos.
Y, efectivamente, antes de
finalizar noviembre, siempre con esas temperaturas que cortaban la respiración,
José vio que no quedaba ningún barco en los embarcaderos, mientras comenzaba a formarse
una capa blanca sobre la superficie del lago.
Los comentarios se propagaron
rápidamente, y la gente, alborotada, repetía que el lago se estaba helando. Y
era cierto, José, que pasaba todos los días por Bürkliplatz veía cómo la capa
de hielo era más firme cada día.
La temperatura seguía bajando,
José oía decir de treinta y tantos grados bajo cero, y para su asombro, con ese
frío capaz de paralizar el pensamiento, nadie alteraba su ritmo de vida; la
gente asistía a sus obligaciones diarias como si tal cosa, y acudía al cine y
demás centros de diversión, despreciando las bajas temperaturas. Pero a él no
se le escapaba lo abrigados que iban, con gorros y abrigos de pieles, siempre caminando
deprisa, sin pararse a charlar en la calle.
José Fuster estaba sorprendido de
lo bien que soportaba el frío. En realidad era como decía su amigo: se pasa
menos frío aquí en Suiza que en Valencia. La primera vez que se lo dijo pensó
que Luis estaba de broma; pero era cierto. La calefacción, en los edificios
como en los medios de transporte, proporcionaba temperaturas confortables.
El lago, definitivamente helado,
se había convertido en la gran atracción; todo el mundo hablaba de ello, y todo
el mundo quería verlo. José lo veía todos los días, pero desde el tranvía. Lo
bonito, le decían los compañeros, es entrar en el lago. Intrigado, quiso hacer
la experiencia. Un domingo por la mañana allá que se fueron José y su amigo, y,
¡vaya sorpresa! El lago era una pista de patinaje repleta de gente que se
deslizaba sobre el hielo, y algunos hasta mostraban su habilidad haciendo graciosas
piruetas que a ellos les parecían la mar de arriesgadas. Se quedó mirando el
espectáculo y percibió que su mente se resistía a aceptar lo que estaba viendo:
ayer una masa de agua separaba las dos orillas, las mismas que ahora las unía
una plataforma sobre la que una multitud se divertía… y debajo, a pocos
centímetros, seguía corriendo el agua.
Sintió como un chasquido, y el
miedo recorrió su cuerpo. Por nada del mundo entraría él en el lago. Esa fue su
primera impresión, pero…
—
¿Entramos? – tentó a
su amigo, en un alarde de valor.
—
No, no; nunca en la
vida.
—
Yo también siento
miedo, pero mira cuánta gente se divierte sobre el hielo.
—
Lo que tú quieras,
pero yo tengo bastante con mirar. Además, hace mucho frío y lo mejor que
podemos hacer es marcharnos.
El frío, ciertamente, era
intenso, y aunque ellos creían que sus vestimentas eran adecuadas para el frío,
no lo eran para temperaturas tan extremas. Pero José no quería perderse esa
sensación de andar sobre el agua, así que insistió y, al final, con mucho miedo
y como si de una arriesgada aventura se tratara, se adentraron sobre las aguas
heladas, lentamente, como pisando huevos, procurando no resbalar.
La sensación que sintió José al
pisar el hielo, mezcla de temor y acto heroico, consciente de la profundidad
del lago, era grandiosa.
Parecía que ya no les importaba el
frío; su atención se concentraba completamente en la aventura. Caminaban con
tiento, cada vez más alejados de la orilla. El hielo se quejaba continuamente con
crujidos que ellos interpretaban como amenazas de romperse y tragárselos al
fondo. A su alrededor la gente seguía patinando y divirtiéndose. Eran pocos los
que, como ellos, solo caminaban.
—
Bueno, ahora ya
sabemos lo que es estar y andar sobre el agua –decía Luis, su amigo, haciendo
mención de regresar a la orilla –y como hemos hecho la experiencia, ya podemos
marcharnos, que en cualquier momento esto se rompe y aquí termina la historia.
—
Un ratito más –decía
José entre risas, con las que trataba de ocultar sus miedos.
Al llegar a la orilla y
desprendidos ya del miedo y demás prejuicios, se percataron de que el frío les
estaba paralizando. Encogidos, querían hablar y los labios no obedecían; las orejas
dolían con pinchazos agudos; las manos, enguantadas y embutidas en los bolsillos
del abrigo, no obedecían sus órdenes. Urgentemente buscaron una cafetería,
donde al calor del local revivieron sus cuerpos. Reían; la aventura mereció la
pena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario