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jueves, 6 de abril de 2017

EMIGRANTES 6 (Cont.)

6
Meses después de su llegada a Suiza, a José seguían sorprendiéndole las costumbres de la gente. Claro que, ahora no se trataba de aquellos escenarios del principio que le daban en la cara brutalmente, como por ejemplo, la celeridad y eficacia de los obreros arreglando una fuga de agua o un desperfecto en la calle. Ahora se trataba de aspectos más íntimos: la relación entre personas de distintos entornos sociales. 
Para José Fuster, este proceder no era tan elemental como cabría pensar. Él estaba acostumbrado a otros comportamientos, por eso le extrañaban tanto los suizos; y por eso también, después del tiempo que llevaba en Suiza, todavía seguía creyendo que estos tipos eran muy raros.
Observaba conductas que le transportaban a los tiempos en Valencia; no porque le recordaran alguna anécdota de su juventud, que bien le habría gustado, sino al contrario.
Lo que veía aquí era lo opuesto a la jactancia tan habitual que, con gestos o de palabra, había visto tantas veces en Valencia. Y el joven se preguntaba: ¿tendrá que ver nuestra conducta con eso que dicen del orgullo español?
Era una pregunta entre otras muchas. También hacía comparaciones. Y en esas circunstancias se percató que observando a los suizos, estaba descubriendo facetas de los españoles nunca tenidas en cuenta.
El dueño de la tienda donde trabajaba, hombre entrado en años, tenía gestos que le sorprendían continuamente. La tienda se encontraba cerca de la catedral, en el casco antiguo de Zúrich, cerca de la Bodega, en una callejuela con pendiente pronunciada. José, que se enfrentaba al primer invierno en Suiza, temblaba de antemano por el frío que se avecinaba. Todavía era otoño, pero copiosas nevadas ya cubrían las calles, no de blanco, como él esperaba, sino de nieve oscura y grasienta. Su gran desilusión, por cierto. Nada que ver con lo que había visto en las películas, donde la nieve lo envolvía todo de blanco y los impolutos paisajes hacían soñar en paraísos, fríos, pero paraísos.
La sorpresa, y grande, fue cuando vio a su jefe coger una pala, que al parecer tenía en su despacho para esas ocasiones, y de la forma más natural, sin decir nada a nadie, se puso el sombrero, se abrigó y salió a la calle a quitar la nieve de la acera. Y esta operación la repetía cada vez que la nieve comenzaba a cubrir la acera.
A José le costó creer lo que estaba viendo; era éste un proceder que rompía su visión de la lógica. Ese tipo de actuaciones era precisamente lo que le descolocaba. Él había visto siempre que en la escala social, el superior nunca hacía un trabajo que debía hacer un inferior. Y lo había presenciado, y también experimentado en sus propias carnes tan a menudo que no podía entender que fuera de otra manera.
Tal era así que, al principio, estos ejemplos le creaban agresiones. Pensaba que ese proceder –lo había escuchado muchas veces en Valencia –era falta de categoría del propietario. Y es que en aquel entonces, José aún no había captado la personalidad de un pueblo, cuya dignidad reside, precisamente, en no mostrarse por encima del inferior.
Cuando estos ejemplos de sociabilidad se convirtieron en algo habitual, José Fuster vislumbró las diferencias. Las formas y el trato de los suizos no tenían nada que ver con lo que él conocía, y, en ese horizonte claro y diáfano que se abría ante él percibió un grado sumamente alto de tolerancia, al tiempo que advertía la vanidad que acompaña a los españoles constantemente, que siempre necesitan un inferior a su alrededor.
Y en esta introversión se vio como reflejado en un espejo. No se le escapaba que él formaba parte de esos acomplejados españoles. Y se ruborizaba solo de pensarlo.

Tuvo que sonreír ante los irónicos pensamientos que brotaban de lo más profundo: ¡Tener que venir a Suiza para conocer a los españoles, y de paso, entender cómo soy!

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