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Meses después de su llegada a
Suiza, a José seguían sorprendiéndole las costumbres de la gente. Claro que,
ahora no se trataba de aquellos escenarios del principio que le daban en la
cara brutalmente, como por ejemplo, la celeridad y eficacia de los obreros
arreglando una fuga de agua o un desperfecto en la calle. Ahora se trataba de
aspectos más íntimos: la relación entre personas de distintos entornos
sociales.
Para José Fuster, este proceder
no era tan elemental como cabría pensar. Él estaba acostumbrado a otros
comportamientos, por eso le extrañaban tanto los suizos; y por eso también,
después del tiempo que llevaba en Suiza, todavía seguía creyendo que estos
tipos eran muy raros.
Observaba conductas que le
transportaban a los tiempos en Valencia; no porque le recordaran alguna
anécdota de su juventud, que bien le habría gustado, sino al contrario.
Lo que veía aquí era lo opuesto a
la jactancia tan habitual que, con gestos o de palabra, había visto tantas veces
en Valencia. Y el joven se preguntaba: ¿tendrá que ver nuestra conducta con eso
que dicen del orgullo español?
Era una pregunta entre otras
muchas. También hacía comparaciones. Y en esas circunstancias se percató que
observando a los suizos, estaba descubriendo facetas de los españoles nunca
tenidas en cuenta.
El dueño de la tienda donde
trabajaba, hombre entrado en años, tenía gestos que le sorprendían
continuamente. La tienda se encontraba cerca de la catedral, en el casco
antiguo de Zúrich, cerca de la Bodega, en una callejuela con pendiente
pronunciada. José, que se enfrentaba al primer invierno en Suiza, temblaba de
antemano por el frío que se avecinaba. Todavía era otoño, pero copiosas nevadas
ya cubrían las calles, no de blanco, como él esperaba, sino de nieve oscura y
grasienta. Su gran desilusión, por cierto. Nada que ver con lo que había visto
en las películas, donde la nieve lo envolvía todo de blanco y los impolutos
paisajes hacían soñar en paraísos, fríos, pero paraísos.
La sorpresa, y grande, fue cuando
vio a su jefe coger una pala, que al parecer tenía en su despacho para esas
ocasiones, y de la forma más natural, sin decir nada a nadie, se puso el
sombrero, se abrigó y salió a la calle a quitar la nieve de la acera. Y esta
operación la repetía cada vez que la nieve comenzaba a cubrir la acera.
A José le costó creer lo que
estaba viendo; era éste un proceder que rompía su visión de la lógica. Ese tipo
de actuaciones era precisamente lo que le descolocaba. Él había visto siempre
que en la escala social, el superior nunca hacía un trabajo que debía hacer un
inferior. Y lo había presenciado, y también experimentado en sus propias carnes
tan a menudo que no podía entender que fuera de otra manera.
Tal era así que, al principio,
estos ejemplos le creaban agresiones. Pensaba que ese proceder –lo había escuchado
muchas veces en Valencia –era falta de categoría del propietario. Y es que en
aquel entonces, José aún no había captado la personalidad de un pueblo, cuya
dignidad reside, precisamente, en no mostrarse por encima del inferior.
Cuando estos ejemplos de
sociabilidad se convirtieron en algo habitual, José Fuster vislumbró las
diferencias. Las formas y el trato de los suizos no tenían nada que ver con lo
que él conocía, y, en ese horizonte claro y diáfano que se abría ante él
percibió un grado sumamente alto de tolerancia, al tiempo que advertía la
vanidad que acompaña a los españoles constantemente, que siempre necesitan un
inferior a su alrededor.
Y en esta introversión se vio
como reflejado en un espejo. No se le escapaba que él formaba parte de esos
acomplejados españoles. Y se ruborizaba solo de pensarlo.
Tuvo que sonreír ante los
irónicos pensamientos que brotaban de lo más profundo: ¡Tener que venir a Suiza
para conocer a los españoles, y de paso, entender cómo soy!
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