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A
José Fuster le imponía entrar en un banco. No lo había hecho nunca, y lo peor
era su convicción de que a esas entidades acuden solo los que tienen mucho
dinero, y ese no era su caso.
Pero
cuando cobró el tercer salario se le juntó una cantidad de dinero como no había
visto junto en su vida. Y en algún sitio tenía que guardarlo.
—
Tendrás
que abrir una libreta –le aconsejó su amigo.
—
¿Una
libreta? ¿No crees que se burlarán cuando les muestre las cuatro perras que
tengo?
No
se burlaron, ni le miraron con desprecio, ¡qué va! Todo lo contrario. Y fueron
tantas las atenciones y la amabilidad que le concedieron, que José se ruborizó.
No estaba acostumbrado a tanto agasajo y le dio vergüenza el trato que recibió.
Es
cierto que no fue tanto el dinero que depositó, pero fue tratado como cualquier
otro cliente; la diferencia era que hasta llegar a Suiza pocas veces le habían
dado las gracias por nada, o le habían pedido algo por favor. Y menos un
desconocido.
Después,
cuando salió del banco, miraba y remiraba con asombro y regocijo la libreta que
le habían dado. Allí figuraba su nombre y la cantidad de francos que había
depositado. De repente le asaltó una preocupante duda.
—
Oye –le
dijo a su amigo mostrándole la libreta – ¿seguro que si un día necesito el
dinero me lo darán? Mira que en esto de los bancos he oído muchas cosas y
ninguna buena.
—
Sí, seguro.
También yo tuve esas dudas, pero pregunté, y aquí todos tienen el dinero en el
banco. Creo que podemos estar seguros.
José
confiaba en la palabra de su amigo y su comentario le tranquilizó, pero si éste
le hubiera dejado entrever alguna duda, inmediatamente habría ido corriendo al
banco a sacar todo el dinero.
Él
desconocía lo que es el ahorro, por la sencilla razón que siempre ganó menos de
lo que necesitaba para vivir. Por eso, las cuatro perras, como él decía,
depositadas en el banco cobraban una fuerza que no había conocido nunca antes.
Era el fruto de su esfuerzo, y eso tenía mucho valor.
Las
sensaciones que le produjeron este hecho las recordaría años más tarde como un
antes y un después en su vida, y serían dos las vertientes: la incorporación a
la rueda de la posesión, y la importancia de lo conseguido con el esfuerzo.
Eran
los primeros pasos hacia el bienestar, eso que todavía estaba por venir y
cuando llegó pocos se percataron de su llegada hasta que, muchos años más
tarde, declinó aceleradamente. José pensaría que son los aspectos cíclicos de
la vida.
José
Fuster jamás soñó en poseer dinero; el ahorro nunca estuvo en sus cálculos. Él
vivía feliz sin la libreta del banco; su única preocupación era su salud, y
bien que rogaba a Dios que no le faltara, porque teniendo salud tendría
trabajo, y teniendo trabajo tendría para comer. Con ello lo tenía todo, ¿qué
más podía desear?
Eso
era antes; ahora, cada vez que miraba la libreta de ahorros, de su instinto más
primitivo surgía el afán de ver crecer la suma ahorrada. Y hacía cálculos… y se
maravillaba de la cifra que podría alcanzar en tres meses más, en seis, en un
año. Casi no lo podía creer.
No
se daba cuenta, pero esta primera vertiente era el inicio del deseo de amasar.
No le gustaba la palabra y la desechaba inmediatamente, pero reconocía que era
así.
La
segunda lectura era más meritoria: sentir satisfacción por el trabajo realizado
y, en consecuencia, valorar en grado sumo lo que se posee como fruto del
trabajo.
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