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Los últimos tramos fueron de gran expectación
para el joven. En Lyon, todavía era oscuro cuando partía el tren, y a medida
que se acercaban a Ginebra una luz tenue comenzó a marcar siluetas en el
paisaje.
Había amanecido. A través de la ventanilla se veían
casas, prados, algún que otro bosque, todo envuelto en una neblina y, por la
cantidad de verde que adivinaba, el chico supuso que al salir el sol
disfrutarían de un paisaje maravilloso.
Pero el sol que esperaba ver muy pronto tardaría
algunos días en aparecer, y no sería tan luminoso como el de Valencia. Aunque
eso, él no lo sabía todavía.
Lo que sí supo de inmediato fue el frío que hacía
en Ginebra. Antes de poner los pies en el suelo, su cuerpo comenzó a tiritar.
Lloviznaba, y la ligera brisa que les recibió cortaba como cuchillas. Él no lo
comprendía. Dos días antes, el siete de abril, había salido de Valencia con un
sol radiante y temperatura casi veraniega.
Los viajeros iban pasando sin mayor dificultad la
frontera; pero a él, cuando mostró su pasaporte español, se lo retuvieron y le hicieron
esperar en una sala contigua. Allí encontró a tres españoles más en
circunstancias parecidas.
En la sala, bien climatizada, dejó de tiritar de
frío, pero la incertidumbre seguía haciéndole temblar. ¿Qué era aquello? –se
preguntaba. Él traía una carta de la empresa que le garantizaba un puesto de
trabajo.
Tras él todavía entraron cuatro españoles más en
la sala. Todos se preguntaban lo mismo, ¿qué hacemos aquí? ¿Por qué nos
retienen? Y en todos se apreciaba la misma perplejidad. El que más y el que
menos temía que allí terminaría el trayecto y comenzaba el regreso.
Nadie les daba una explicación y el recelo no
tardó en convertirse en desconfianza.
Una hora más tarde entró una joven en la sala y
les pidió que le acompañaran. Cargados con sus maletas, salieron a una gran
plaza, y una ráfaga de viento helado les recordó que el invierno seguía allí.
¡Qué fría bofetada les dio en la cara! Su cuerpo volvió a temblar, pero ahora
no sabía si era por incertidumbre, por miedo a que no le permitieran seguir el
trayecto o por el viento frío que cortaba la respiración.
Llovía con insistencia, y las gotas de agua caían
sobre su rostro como alfileres.
El frío y el tiritar desaparecieron nada más
entraron en un edificio de despachos al otro extremo de la plaza. La chica les
dijo que esperasen en una pequeña sala, y allí, aislados del mundo, sin que
nadie se dignara darles una explicación, solo les llegaba el murmullo de
apagadas conversaciones y el teclear de las máquinas de escribir.
Es cierto que en la sala se sentían cobijados a
resguardo de la lluvia y el frío, pero la incertidumbre seguía martirizando sus
conciencias.
Les permitieron salir a tomar un bocadillo. Era
medio día, pero negros nubarrones cubrían la ciudad y el ambiente parecía de
media noche. El joven, que tenía conocimientos de francés, se defendió y
todavía ayudó a alguno de sus compañeros de desventura. Sus comentarios eran de
desánimo, casi de derrota. A esas horas ya nadie confiaba en una solución feliz.
Pero no hay mal que cien años dure.
Hacia las tres de la tarde, la misma chica de
antes llegó con unos papeles en la mano, preguntó por José Fuster. El joven,
con el alma en vilo, esperó el veredicto.
—
Le llamo el primero –dijo la joven en un buen
español –porque todavía tiene un largo viaje hasta Zúrich.
No prestó atención a los comentarios que vinieron
a continuación, era innecesario. Al joven, con el primero era suficiente: le
sonó a gloria.
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