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lunes, 20 de marzo de 2017

3 Emigrantes - (contin)

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Aquellos primeros días en Zúrich fueron un cúmulo de sorpresas para José Fuster. La inexplicable retención de diez horas en Ginebra le dio muy mala espina, es cierto, y hasta llegó a pensar que los tentáculos del régimen militar del que huía se alargaban hasta los Alpes.
Fue una falsa alarma; y no le costó mucho comprender la explicación que le dieron llegado a su destino. En Suiza solo entraban aquellos que venían a trabajar y traían un contrato consigo.
Un tanto rígido, pensó José al principio, pero eran ellos quienes marcaban las condiciones y a él no le quedaba más que aceptarlas o regresar. Y no tardó en comprender que era una forma de autoprotección, cuando observó que en Suiza no existían mendigos. Las viviendas solían tener puertas de cristal; en las estaciones de tren de las pequeñas localidades la gente dejaba la bicicleta por la mañana, sin cadena ni candado, y la recogía por la tarde al regreso del trabajo; los periódicos, apilados sobre un taburete en puntos estratégicos de la ciudad y sin vendedor a la vista, la gente los tomaba y dejaba el dinero en una cajita. ¡Inaudito! – exclamaba José Fuster, que no salía de su asombro. Eran muchos los detalles que observaba, y muchos también los que no veía. Por ejemplo, no veía policía a la puerta de las sucursales bancarias; no veía escupideras en las salas públicas, como tampoco gente escupiendo en la calle; no veía a la gente discutir a voz en grito con palabras soeces; nadie tiraba papeles al suelo.
Pese a su juventud, José estaba acostumbrado a actitudes y comportamientos muy distintos a los de aquí, y eso le desorientaba. Y como no entendía el proceder de los suizos, juzgó que eran unos tipos muy raros.
Más adelante, un español que voluntariamente también había emigrado a Suiza, se quejaría de que este país era de corte totalmente policial.
    Aquí todo el mundo está controlado por la policía, pero a los extranjeros es que nos miran con lupa –decía el inconformista.
Tal vez no le faltara razón a este renegón, pero nadie le había llamado; solo le quedaba aceptar las reglas. El invitado no suele marcar las normas en casa del anfitrión.
Otro aspecto que sorprendió a José Fuster fue el clima. Se imaginó que en el país de las nieves perpetuas, tal cual había aprendido en la escuela, el frío sería una constante, más o menos como el día de su llegada, pero las temperaturas que se alcanzaban en verano, sin ser de bochorno, invitaban a meterse en las frías aguas del lago, cuyas playas rebosaban de bañistas.
A pesar de todo, una reseña más bien pueril le llamó fuertemente la atención. Su lugar de trabajo lindaba con un instituto, y cada día veía pasar a los chicos y chicas cargados con sus libros. Para su sorpresa, las chicas, mayorcitas y atractivas, seguían yendo a escuela. Y pensó con tristeza: ¡Cuántas de su entorno en Valencia habrían deseado asistir a la escuela, por lo menos, hasta los doce o trece años!
Eran muchas las diferencias, no cabía duda. E importantes. En algunas llegó a sentir punzadas en el corazón. Había dejado atrás una España meciéndose en las costumbres previas a la Restauración, y ahora se hallaba en el futuro; un futuro al que todavía no había llegado a imaginar, y que le mareaba.
Lo curioso era que dos o tres españoles que había conocido, no comentaban nada de lo que él observaba, hasta que descubrió que a ninguno de ellos les interesaban esos detalles. Ellos habían venido a trabajar y ganar dinero. Cada franco que ahorraban eran siete pesetas, casi una fortuna.
Efectivamente, durante los primeros meses fueron muchas las novedades con las que topaba. Casi a diario le sorprendía algún que otro detalle. Lógico, pensaría más tarde. El clima marca formas de vida, y las temperaturas de Valencia no tienen nada que ver con las de Zúrich. Pero muchas novedades no tenían nada que ver con los fenómenos atmosféricos, como pudo comprobar una mañana de mediados de junio, apenas dos meses desde su llegada. En La Bodega encontró al señor José preparando las mesas de la sala, un hombre mayor, a punto de jubilarse, que llevaba trabajando allí toda la vida, según él mismo decía.
El joven José Fuster se sentó a una de esas mesas.
    Esa es la mesa de los clientes asiduos y no debería sentarse usted ahí –dijo el hombre sin resentimiento alguno, y añadió –pero como no hay nadie todavía, no importa, puede quedarse.
El chico, un tanto azorado, se disculpó enseguida, diciendo que no sabía de qué le hablaba y que no tenía noción de lo que significaba la mesa de los clientes asiduos.
    No tiene importancia –le tranquilizó el señor José –pero ese letrero de “stammtisch” –y el hombre señaló el anuncio que colgaba de la pared –advierte de que la mesa está reservada para los clientes asiduos.
Tras la explicación, José Fuster seguía sin entender nada, pero no rechistó. En ese momento solo alcanzó a pensar otra vez lo raros que eran los suizos. El incidente permitió abrir un diálogo que acabó siendo la mar de interesante. Tantos años trabajando en aquel ambiente bohemio, centro de reunión de gente del cine y de la música, al señor José le permitió acumular gran cantidad de sabrosas anécdotas.
    Esta casa la compró un catalán hace más de cien años, –contaba el señor José, para asombro del joven –se llamaba Gorgot, que es como la conocen todavía los mayores, y cuando hace unos diez años la adquirió el señor Winistörfer, un suizo entusiasta de lo español, pasó a llamarse La Bodega.
A José Fuster le pareció muy curioso que un suizo sintiera atracción hacia lo español cuando él estaba contento de haberse distanciado de España; y una vez más pensó lo raros que son esta gente. Pero tanto o más le sorprendió el personaje Gorgot, un catalán que allá por los años mil ochocientos y tantos arribó a Zúrich y abrió un establecimiento típico español. Debía de sentirse muy español, pensó José Fuster guiado por la decoración con aires moriscos y los escudos de las provincias españolas, donde montó su negocio de importación de vinos, Alicante, Málaga y Valdepeñas principalmente, y que pronto serían muy apreciados por los suizos.
Pero el señor José aún tenía reservada otra sorpresa para su joven interlocutor.
    En esa misma mesa donde está usted sentado ahora, solía sentarse Lenin.
    ¿Lenin; se refiere usted a Lenin, el ruso, el de la revolución? –exclamó el chico con un sobresalto, e incrédulo, miró al viejo esperando una afirmación.
Lenin fue un personaje muy ensalzado en casa de José Fuster, y por el que siempre sintió devoción. Nunca se cuestionó su simpatía hacia él. Todo lo contrario: que nadie se atreviera a menospreciarlo. Y ahora, arrebolado por una alegría inmensa, no salía de su asombro. No podía creer estar sentado en el mismo lugar que su ídolo.
    Sí, sí, claro –oyó que decía el señor José –el mismo de la revolución. Por las tardes venía a tomar unos vasitos de vino de Alicante, siempre rodeado de mucha gente. Tenía un don de palabra que embaucaba a quien le escuchaba. Vivía muy cerca; al lado del Turm. Hay una placa en recuerdo de los años que vivió en Zúrich.
    ¿Usted le conoció? –inquirió el chico, presa de la emoción, y enseguida se percató de su error.
    No, pero cuando comencé a trabajar aquí, su recuerdo estaba aún vivo.
José Fuster flipaba escuchando al señor José, y muy contento decía: ¡la de cosas que se aprenden en un nuevo entorno!


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