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Aquellos primeros días en Zúrich fueron
un cúmulo de sorpresas para José Fuster. La inexplicable retención de diez
horas en Ginebra le dio muy mala espina, es cierto, y hasta llegó a pensar que
los tentáculos del régimen militar del que huía se alargaban hasta los Alpes.
Fue una falsa alarma; y no le costó
mucho comprender la explicación que le dieron llegado a su destino. En Suiza
solo entraban aquellos que venían a trabajar y traían un contrato consigo.
Un tanto rígido, pensó José al
principio, pero eran ellos quienes marcaban las condiciones y a él no le
quedaba más que aceptarlas o regresar. Y no tardó en comprender que era una
forma de autoprotección, cuando observó que en Suiza no existían mendigos. Las
viviendas solían tener puertas de cristal; en las estaciones de tren de las
pequeñas localidades la gente dejaba la bicicleta por la mañana, sin cadena ni
candado, y la recogía por la tarde al regreso del trabajo; los periódicos,
apilados sobre un taburete en puntos estratégicos de la ciudad y sin vendedor a
la vista, la gente los tomaba y dejaba el dinero en una cajita. ¡Inaudito! –
exclamaba José Fuster, que no salía de su asombro. Eran muchos los detalles que
observaba, y muchos también los que no veía. Por ejemplo, no veía policía a la
puerta de las sucursales bancarias; no veía escupideras en las salas públicas,
como tampoco gente escupiendo en la calle; no veía a la gente discutir a voz en
grito con palabras soeces; nadie tiraba papeles al suelo.
Pese a su juventud, José estaba
acostumbrado a actitudes y comportamientos muy distintos a los de aquí, y eso
le desorientaba. Y como no entendía el proceder de los suizos, juzgó que eran
unos tipos muy raros.
Más adelante, un español que
voluntariamente también había emigrado a Suiza, se quejaría de que este país
era de corte totalmente policial.
—
Aquí
todo el mundo está controlado por la policía, pero a los extranjeros es que nos
miran con lupa –decía el inconformista.
Tal vez no le faltara razón a este renegón,
pero nadie le había llamado; solo le quedaba aceptar las reglas. El invitado no
suele marcar las normas en casa del anfitrión.
Otro aspecto que sorprendió a José
Fuster fue el clima. Se imaginó que en el país de las nieves perpetuas, tal
cual había aprendido en la escuela, el frío sería una constante, más o menos
como el día de su llegada, pero las temperaturas que se alcanzaban en verano,
sin ser de bochorno, invitaban a meterse en las frías aguas del lago, cuyas
playas rebosaban de bañistas.
A pesar de todo, una reseña más bien
pueril le llamó fuertemente la atención. Su lugar de trabajo lindaba con un
instituto, y cada día veía pasar a los chicos y chicas cargados con sus libros.
Para su sorpresa, las chicas, mayorcitas y atractivas, seguían yendo a escuela.
Y pensó con tristeza: ¡Cuántas de su entorno en Valencia habrían deseado
asistir a la escuela, por lo menos, hasta los doce o trece años!
Eran muchas las diferencias, no cabía
duda. E importantes. En algunas llegó a sentir punzadas en el corazón. Había
dejado atrás una España meciéndose en las costumbres previas a la Restauración,
y ahora se hallaba en el futuro; un futuro al que todavía no había llegado a
imaginar, y que le mareaba.
Lo curioso era que dos o tres españoles
que había conocido, no comentaban nada de lo que él observaba, hasta que descubrió
que a ninguno de ellos les interesaban esos detalles. Ellos habían venido a
trabajar y ganar dinero. Cada franco que ahorraban eran siete pesetas, casi una
fortuna.
Efectivamente, durante los primeros
meses fueron muchas las novedades con las que topaba. Casi a diario le
sorprendía algún que otro detalle. Lógico, pensaría más tarde. El clima marca
formas de vida, y las temperaturas de Valencia no tienen nada que ver con las
de Zúrich. Pero muchas novedades no tenían nada que ver con los fenómenos
atmosféricos, como pudo comprobar una mañana de mediados de junio, apenas dos meses
desde su llegada. En La Bodega encontró al señor José preparando las mesas de
la sala, un hombre mayor, a punto de jubilarse, que llevaba trabajando allí toda
la vida, según él mismo decía.
El joven José Fuster se sentó a una de
esas mesas.
—
Esa
es la mesa de los clientes asiduos y no debería sentarse usted ahí –dijo el
hombre sin resentimiento alguno, y añadió –pero como no hay nadie todavía, no
importa, puede quedarse.
El chico, un tanto azorado, se disculpó
enseguida, diciendo que no sabía de qué le hablaba y que no tenía noción de lo
que significaba la mesa de los clientes asiduos.
—
No
tiene importancia –le tranquilizó el señor José –pero ese letrero de “stammtisch”
–y el hombre señaló el anuncio que colgaba de la pared –advierte de que la mesa
está reservada para los clientes asiduos.
Tras la explicación, José Fuster seguía
sin entender nada, pero no rechistó. En ese momento solo alcanzó a pensar otra
vez lo raros que eran los suizos. El incidente permitió abrir un diálogo que
acabó siendo la mar de interesante. Tantos años trabajando en aquel ambiente
bohemio, centro de reunión de gente del cine y de la música, al señor José le permitió
acumular gran cantidad de sabrosas anécdotas.
—
Esta
casa la compró un catalán hace más de cien años, –contaba el señor José, para
asombro del joven –se llamaba Gorgot, que es como la conocen todavía los
mayores, y cuando hace unos diez años la adquirió el señor Winistörfer, un
suizo entusiasta de lo español, pasó a llamarse La Bodega.
A José Fuster le pareció muy curioso que
un suizo sintiera atracción hacia lo español cuando él estaba contento de haberse
distanciado de España; y una vez más pensó lo raros que son esta gente. Pero
tanto o más le sorprendió el personaje Gorgot, un catalán que allá por los años
mil ochocientos y tantos arribó a Zúrich y abrió un establecimiento típico
español. Debía de sentirse muy español, pensó José Fuster guiado por la
decoración con aires moriscos y los escudos de las provincias españolas, donde
montó su negocio de importación de vinos, Alicante, Málaga y Valdepeñas
principalmente, y que pronto serían muy apreciados por los suizos.
Pero el señor José aún tenía reservada
otra sorpresa para su joven interlocutor.
—
En
esa misma mesa donde está usted sentado ahora, solía sentarse Lenin.
—
¿Lenin;
se refiere usted a Lenin, el ruso, el de la revolución? –exclamó el chico con
un sobresalto, e incrédulo, miró al viejo esperando una afirmación.
Lenin fue un personaje muy ensalzado en
casa de José Fuster, y por el que siempre sintió devoción. Nunca se cuestionó
su simpatía hacia él. Todo lo contrario: que nadie se atreviera a
menospreciarlo. Y ahora, arrebolado por una alegría inmensa, no salía de su
asombro. No podía creer estar sentado en el mismo lugar que su ídolo.
—
Sí,
sí, claro –oyó que decía el señor José –el mismo de la revolución. Por las
tardes venía a tomar unos vasitos de vino de Alicante, siempre rodeado de mucha
gente. Tenía un don de palabra que embaucaba a quien le escuchaba. Vivía muy
cerca; al lado del Turm. Hay una placa en recuerdo de los años que vivió en
Zúrich.
—
¿Usted
le conoció? –inquirió el chico, presa de la emoción, y enseguida se percató de
su error.
—
No,
pero cuando comencé a trabajar aquí, su recuerdo estaba aún vivo.
José Fuster flipaba escuchando al señor
José, y muy contento decía: ¡la de cosas que se aprenden en un nuevo entorno!
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