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miércoles, 8 de octubre de 2014

RECUERDOS DE UN VIAJE por Salvador Moret

El inicio
Era la época del estraperlo y de los engaños miserables. Se compraba de fiado, y el sábado por la tarde, cuando regresaba el marido con el salario, la mujer se apresuraba a ir al ultramarinos y saldar la cuenta de la semana.
Eran los años cuarenta.
Unos años más tarde, antes de cumplir los catorce, el chico comenzó a trabajar en Lámparas Soriano. Quería aprender un oficio, que en aquel entonces estaba muy bien visto, y se mantuvo atractivo durante un tiempo. Después se introdujo el trabajo en cadena, y el oficio pasó de ser interesante a embrutecedor.
Por esa época el joven comenzó a pensar en cambiar de empresa. Pero los amigos decían que era igual en todas partes, y aclaraban que eso de cambiar era como salir de las llamas para entrar en el fuego.
La indecisión todavía le acompañó unos cuantos años más; luchaba entre arriesgarse a la aventura y no hacer nada. Y aunque no pasaba un solo día sin quejarse de su mala suerte, era más cómodo no hacer nada.
Su frustración pronto encontró al culpable de todos sus males: el gobierno.
De familia republicana, en su casa no oía otra cosa que críticas contra el gobierno. Y contra la iglesia, claro, que para ellos, una y otra cosa era lo mismo.
Tuvo ofertas que le aseguraban algunos beneficios si vestía la camisa azul, pero las rechazó sin pensárselo dos veces.
Los comentarios que oía en casa le posicionaron desde el inicio en un extremo del semicírculo. Era la doctrina de los que habían perdido la contienda, que se impartía a escondidas y entre gente de confianza. Porque es sabido, que los que ganan son los que escriben la historia.
La infelicidad era el estado natural del joven, lo que no impedía que los domingos se juntara con sus amigos y, durante cuatro o cinco horas, entre cine, baile y risas, olvidara las más de setenta que trabajaba durante la semana.
Las primas y las horas extraordinarias incrementaban considerablemente los ingresos, lo que le permitía tener cuatro pesetas para gastar. Y una ventaja que se añadió al incremento salarial fue tener libre las tardes de los sábados.
Pero el descontento seguía atormentando al infeliz que, obsesionado con cambiar, nada le consolaba, hasta el punto que consideró que toda la felicidad del mundo consistía en un cambio.
Aquella ilusión por aprender un oficio había desaparecido. Cierto que los primeros tiempos fueron aleccionadores e interesantes, pero después comenzó el declive y la desesperación, y por último, la resignación. Perdida toda esperanza de salir de aquel agujero, se veía condenado a pasar el resto de su vida como un autómata montando las piezas de las lámparas, haciendo siempre lo mismo: un tornillo, otro tornillo. Nueva pieza: un tornillo, otro tornillo. Y así hasta el infinito.
Y cuando ya no confiaba que su vida pudiera dar un giro, vino la sorpresa. Aunque muy diferente a lo que él pudo imaginar.
 Un amigo con quien compartía las tardes de los domingos, se marchaba a Suiza.
-        ¿Por qué no te vienes? 
 Al joven le dio un vuelco el corazón. Se le abrían las puertas del cambio, pero el salto le parecía demasiado arriesgado. ¡Tanto tiempo deseándolo, y ahora que lo tenía al alcance de la mano sentía vértigo!
Fueron unos días de nervios y de noches en vela, pero… un mes más tarde el tren le llevaba hacia los Pirineos, y su sueño se tornaba realidad.

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