Buscar este blog

martes, 30 de septiembre de 2014

¿SOLO INJUSTO?



No me sucede cada día; ni tampoco a menudo; pero sí alguna que otra vez. Y aunque no siempre es igual, mi raciocinio se desmocha siempre, en cada ocasión, y soy incapaz de comprender cómo es posible que asumamos con tanta naturalidad la estructura social que nos hemos montado.
Me refiero a ese dispar destino de las personas. El príncipe Adolfo, que nació entre algodones, cuidado y reverenciado desde el primer día, tiene fama de ser caritativo, coopera en organizaciones humanitarias, es un buen deportista, sus aventuras mujeriegas, pese a los intentos de ocultarlas son de general conocimiento, algunas rayando el escándalo, y no obstante es admirado, su fotografía aparece cada semana en las revistas de mayor tirada de todo el mundo, y llegará un día que, aclamado por la muchedumbre, heredará el reinado junto con una fortuna incalculable.
Nada que ver con ese pequeñajo que desde que llegó a este mundo en algún remoto país del sur de América, o de África, tal vez de Asia, jamás ha recibido una caricia, ¡qué digo! ni siquiera una alimentación adecuada. Los primeros años a espaldas de su madre, como una mochila, mientras ella perdía sus fuerzas con trabajos duros, propios de los asnos. Posteriormente y desde muy pronto, mocoso todavía, tuvo que buscárselas para subsistir, disputándose con otros iguales la pequeña miseria que les quedaba a su alcance; maltratado, explotado y nunca reconocido; y sin acceso a la cultura será de por vida catalogado como ignorante.
Y dicen que todos los hombres somos iguales.
El ejemplo es realmente extremado, pero no por eso irreal. Y no hace falta viajar, lo estamos viendo a diario a través de esa prodigiosa ventana que es la televisión. Y, probablemente, el ejemplo no refleje la realidad en toda su crudeza.
Esos arquetipos que presenciamos sentados cómodamente en el salón de nuestras casas nos sublevan, no cabe duda, pero poco rato, porque a continuación el paisaje de esa misma ventana nos invita a unas felices vacaciones o unas ventajosas rebajas. O tal vez porque el espectáculo, de tanto repetirse, nos ha endurecido la piel y ya no sentimos. También es posible que el motivo de nuestra indiferencia sea que esas historias nos quedan muy lejos.
Parece una contradicción: nos subleva y al mismo tiempo nos abrazamos a la indiferencia; y el hecho es que es así, no importe las causas que lo motiven.
Otro aspecto del dispar destino de los humanos lo tenemos al alcance de la mano y nos envuelve a diario, cuyas diferencias también nos enfurecen, pero también por poco rato. Aunque, al afectarnos más de cerca, nuestro furor se prolonga unos minutos más. Posiblemente porque hemos asumido que es así y, sí es cierto que nos quejamos, nos enfadamos y lo criticamos, pero eso es todo lo que se nos ocurre.
La misma ventana que nos transporta a lugares lejanos y paradisíacos; que nos muestra la desventura de pueblos enteros; que nos informa de fiestas y alegrías de los privilegiados; esa misma ventana, digo, nos enseña también los desperfectos de la sociedad más cercana, cuando para aumentar tres euros el salario de los empleados, las partes discuten durante medio año, y en una sola sesión el consejo de administración acuerda repartirse una suma similar o superior a la que, posiblemente, un empleado no ingresará en toda su trayectoria laboral.
Injusto. Pero, ¿solo injusto?

*****

LA HISTORIA por Salvador Moret

LA HISTORIA
Se contaba que un mentiroso una mañana, cuando regresaba del puerto, con grandes aspavientos iba diciendo que acababa de ver un tiburón de quince metros y más de cuatro toneladas de peso.
Los que les escuchaban, extrañados, manifestaban que no querían perderse esa curiosidad, y todos, sin excepción, se iban hacia el puerto a ver al monstruo.
El mentiroso reía como un canalla.
Por la tarde vio que la gente andaba alborotada, contando que se había visto un gran monstruo en el puerto. Nadie lo había visto, pero nadie ponía en duda que fuera cierto. Y lo decían tan convencidos que al mentiroso le picó la curiosidad. Y al puerto que se dirigió a ver al monstruo.
Anécdotas como esta las estamos viviendo cada día. Suceden de continuo, porque pocos analizamos qué grado de veracidad tienen las barbaridades que nos cuentan. Se lanza al aire un rumor y cuando éste, al día siguiente, bien sazonado regresa al autor, el rumor ha dejado de serlo para convertirse en un suceso, de tal forma que nadie, ni siquiera el mismo autor del bulo, lo pone en duda.
La credulidad del inocente es inaudita. Tanto como la del ignorante. Y como el afán de protagonismo está en la naturaleza humana, cada disparate que oímos nos falta tiempo para ir a contarlo al más próximo. Naturalmente con una buena parte de cosecha propia.
Si esta reflexión la extrapolamos a nuestro cotidiano ir y venir por la vida, probablemente también usted se haya preguntado en más de una ocasión: ¿cuánto de realidad hay en las historias que nos cuentan cada día? ¿Y cuánta verdad existe en la Historia que nos han contado? O planteado a la inversa. ¿Cuántos sucesos de la Historia se nos han ocultado?
Seguramente habrá de todo, sucesos que por intereses, siempre por intereses, nunca salieron a la luz, y otros, y esto es lo más alarmante, con una mínima parte de realidad, se nos ha montado una gran historia.
La Historia está plagada de aberraciones, pero por desidia, tal vez por comodidad, asumimos lo que dicen los libros con la mayor naturalidad. Y no nos extrañemos, puesto que a menudo oímos: “lo ha dicho la tele”, dando valor de veracidad indiscutible al comentario, simplemente porque lo ha dicho la tele.
Sucede lo mismo con los libros; tampoco nos paramos a analizar qué grado de veracidad contienen las historias que nos cuentan, no de aquellos que ya de antemano nos advierten “ficción”, no, sino de esos otros que con cuatro datos más o menos adaptados a lo que interpretamos como sucedido, nos anuncian Histórico.
Es un atrevimiento de insensatez enorme no poner en tela de juicio la Historia. Por varias razones. Pensemos, por ejemplo, cómo se desvirtúa la realidad con las traducciones. Pero lo que más adultera la verdad son los intereses, siempre los intereses. Ese afán de aportar al suceso nuestro punto de vista.  
¿Quién no conoce ese dicho popular que afirma que la Historia la escriben los vencedores? Pues, eso.
Lo malo de esta cuestión es que, al final, como en la anécdota del inicio, los mismos embusteros acaban creyéndose la mentira.


*****