No me sucede cada día; ni
tampoco a menudo; pero sí alguna que otra vez. Y aunque no siempre es igual, mi
raciocinio se desmocha siempre, en cada ocasión, y soy incapaz de comprender
cómo es posible que asumamos con tanta naturalidad la estructura social que nos
hemos montado.
Me refiero a ese dispar
destino de las personas. El príncipe Adolfo, que nació entre algodones, cuidado
y reverenciado desde el primer día, tiene fama de ser caritativo, coopera en
organizaciones humanitarias, es un buen deportista, sus aventuras mujeriegas,
pese a los intentos de ocultarlas son de general conocimiento, algunas rayando
el escándalo, y no obstante es admirado, su fotografía aparece cada semana en
las revistas de mayor tirada de todo el mundo, y llegará un día que, aclamado por
la muchedumbre, heredará el reinado junto con una fortuna incalculable.
Nada que ver con ese
pequeñajo que desde que llegó a este mundo en algún remoto país del sur de
América, o de África, tal vez de Asia, jamás ha recibido una caricia, ¡qué
digo! ni siquiera una alimentación adecuada. Los primeros años a espaldas de su
madre, como una mochila, mientras ella perdía sus fuerzas con trabajos duros,
propios de los asnos. Posteriormente y desde muy pronto, mocoso todavía, tuvo
que buscárselas para subsistir, disputándose con otros iguales la pequeña
miseria que les quedaba a su alcance; maltratado, explotado y nunca reconocido;
y sin acceso a la cultura será de por vida catalogado como ignorante.
Y dicen que todos los
hombres somos iguales.
El ejemplo es realmente extremado,
pero no por eso irreal. Y no hace falta viajar, lo estamos viendo a diario a
través de esa prodigiosa ventana que es la televisión. Y, probablemente, el
ejemplo no refleje la realidad en toda su crudeza.
Esos arquetipos que
presenciamos sentados cómodamente en el salón de nuestras casas nos sublevan,
no cabe duda, pero poco rato, porque a continuación el paisaje de esa misma
ventana nos invita a unas felices vacaciones o unas ventajosas rebajas. O tal
vez porque el espectáculo, de tanto repetirse, nos ha endurecido la piel y ya
no sentimos. También es posible que el motivo de nuestra indiferencia sea que
esas historias nos quedan muy lejos.
Parece una contradicción:
nos subleva y al mismo tiempo nos abrazamos a la indiferencia; y el hecho es
que es así, no importe las causas que lo motiven.
Otro aspecto del dispar
destino de los humanos lo tenemos al alcance de la mano y nos envuelve a
diario, cuyas diferencias también nos enfurecen, pero también por poco rato.
Aunque, al afectarnos más de cerca, nuestro furor se prolonga unos minutos más.
Posiblemente porque hemos asumido que es así y, sí es cierto que nos quejamos,
nos enfadamos y lo criticamos, pero eso es todo lo que se nos ocurre.
La misma ventana que nos
transporta a lugares lejanos y paradisíacos; que nos muestra la desventura de
pueblos enteros; que nos informa de fiestas y alegrías de los privilegiados;
esa misma ventana, digo, nos enseña también los desperfectos de la sociedad más
cercana, cuando para aumentar tres euros el salario de los empleados, las
partes discuten durante medio año, y en una sola sesión el consejo de
administración acuerda repartirse una suma similar o superior a la que,
posiblemente, un empleado no ingresará en toda su trayectoria laboral.
Injusto. Pero, ¿solo
injusto?
*****