El inicio
Era la época del estraperlo y de los
engaños miserables. Se compraba de fiado, y el sábado por la tarde, cuando
regresaba el marido con el salario, la mujer se apresuraba a ir al ultramarinos
y saldar la cuenta de la semana.
Eran los años cuarenta.
Unos años más tarde, antes de cumplir
los catorce, el chico comenzó a trabajar en Lámparas Soriano. Quería aprender
un oficio, que en aquel entonces estaba muy bien visto, y se mantuvo atractivo
durante un tiempo. Después se introdujo el trabajo en cadena, y el oficio pasó
de ser interesante a embrutecedor.
Por esa época el joven comenzó a pensar
en cambiar de empresa. Pero los amigos decían que era igual en todas partes, y
aclaraban que eso de cambiar era como salir de las llamas para entrar en el
fuego.
La indecisión todavía le acompañó unos
cuantos años más; luchaba entre arriesgarse a la aventura y no hacer nada. Y
aunque no pasaba un solo día sin quejarse de su mala suerte, era más cómodo no
hacer nada.
Su frustración pronto encontró al
culpable de todos sus males: el gobierno.
De familia republicana, en su casa no
oía otra cosa que críticas contra el gobierno. Y contra la iglesia, claro, que
para ellos, una y otra cosa era lo mismo.
Tuvo ofertas que le aseguraban algunos
beneficios si vestía la camisa azul, pero las rechazó sin pensárselo dos veces.
Los comentarios que oía en casa le
posicionaron desde el inicio en un extremo del semicírculo. Era la doctrina de
los que habían perdido la contienda, que se impartía a escondidas y entre gente
de confianza. Porque es sabido, que los que ganan son los que escriben la
historia.
La infelicidad era el estado natural del
joven, lo que no impedía que los domingos se juntara con sus amigos y, durante
cuatro o cinco horas, entre cine, baile y risas, olvidara las más de setenta
que trabajaba durante la semana.
Las primas y las horas extraordinarias
incrementaban considerablemente los ingresos, lo que le permitía tener cuatro
pesetas para gastar. Y una ventaja que se añadió al incremento salarial fue
tener libre las tardes de los sábados.
Pero el descontento seguía atormentando
al infeliz que, obsesionado con cambiar, nada le consolaba, hasta el punto que
consideró que toda la felicidad del mundo consistía en un cambio.
Aquella ilusión por aprender un oficio
había desaparecido. Cierto que los primeros tiempos fueron aleccionadores e
interesantes, pero después comenzó el declive y la desesperación, y por último,
la resignación. Perdida toda esperanza de salir de aquel agujero, se veía
condenado a pasar el resto de su vida como un autómata montando las piezas de
las lámparas, haciendo siempre lo mismo: un tornillo, otro tornillo. Nueva
pieza: un tornillo, otro tornillo. Y así hasta el infinito.
Y cuando ya no confiaba que su vida
pudiera dar un giro, vino la sorpresa. Aunque muy diferente a lo que él pudo
imaginar.
Un amigo con quien compartía las tardes de los
domingos, se marchaba a Suiza.
-
¿Por
qué no te vienes?
Al
joven le dio un vuelco el corazón. Se le abrían las puertas del cambio, pero el
salto le parecía demasiado arriesgado. ¡Tanto tiempo deseándolo, y ahora que lo
tenía al alcance de la mano sentía vértigo!
Fueron unos días de nervios y de noches
en vela, pero… un mes más tarde el tren le llevaba hacia los Pirineos, y su
sueño se tornaba realidad.
*****