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domingo, 30 de noviembre de 2014

SIN POPULISMO por Salvador Moret

Cerca de diez años hacía que Alemania había capitulado cuando José Fuster llegó a Suiza. Pero él no era plenamente consciente del desastre. Como muchos, en esa época.
Gran parte de Europa estaba arrasada, y solo Alemania contabilizaba unos ocho millones de víctimas. Suiza, en cambio, por su neutralidad, mantenía todo su potencial humano e industrial intacto, y tras la contienda pasó a cooperar activamente en la reconstrucción, no solamente de Alemania, sino de los demás países de su entorno. Y así se iniciaba una recuperación que duraría más de cuarenta años de prosperidad constante, y que traería un gran cambio en las formas de vida y de pensar de los pueblos.
José Fuster encontró en Suiza esa sensación de bienestar todavía desconocido en España, lo que sirvió para que las primeras impresiones fueran sorprendentemente halagadoras y muy esperanzadoras.
Pero los rescoldos de la guerra todavía humeaban y en Suiza, pese a su neutralidad, seguía hablándose de la guerra tal cual ellos la habían vivido; del general Guisan todavía se hablaba con mucho entusiasmo. José se acostumbró a ver la fotografía de este personaje en los lugares públicos. Lo consideraban el gran héroe, el defensor de Suiza ante los arrolladores ejércitos de la Wehrmacht.
A José le parecía de cuento. No entendía cómo un país pequeño e insignificante como Suiza presentara cara al gigante teutón. Pero las razones que escuchaba eran moderadamente convincentes. El general Guisan dio muestras de ser un buen estratega cuando dispuso volar las principales vías de comunicación entre Italia y Alemania, el Gran San Bernardo, el San Bernardino y el Gothard, es decir, los pasos entre el norte y el sur de Europa, si Suiza era invadida por los alemanes. Al mismo tiempo se perforaron importantes macizos en las zonas más inaccesibles de los Alpes para habilitar hospitales y espacios para albergar a gran parte de la población a resguardo de los invasores.
Bien es cierto que los comentarios acerca de los hospitales discrepaban entre los mismos suizos, y José Fuster dedujo que probablemente estas historias contendrían más leyenda que realidad. Pero muchos años más tarde, lo que ciertos documentales sacaron a la luz, al contrario de lo que él pensaba, contenían más realidad que leyenda.
La parte oscura de esa época, de la que los suizos hablaban menos, fueron los partidarios de la doctrina nacional socialista alemana, que existían y amenazaban en convertirse en quinta columna. El general Guisan, convencido de los peligros de las tendencias totalitarias, los persiguió y, con algunos fusilamientos, cortó de raíz la propagación del nazismo en suelo helvético.
A José Fuster no le sorprendía la presencia de la fotografía del general Guisan en las instituciones. Estaba acostumbrado a ver la del generalísimo en todas partes, por lo que le parecía normal ver la de este general también a menudo aquí en Suiza. Pero esa visión distorsionaba la realidad: la veneración al personaje, y menos si éste es político, no es la forma de entender lo cotidiano en Suiza, como pronto se percataría. El populismo es rechazado por los suizos por principio.
La reputación del general Guisan era fruto de la época; una época difícil a la que este militar supo poner los medios para que no acabara siendo aciaga, y finalizando los años cincuenta, cuando lentamente se iban apagando los recuerdos de la guerra, las fotografías del general, lentamente, sin manifestaciones ni celebraciones, también fueron sustituyéndose por cuadros acordes con los vientos de bienestar.
El general Guisan pasó a los libros de historia como héroe de una época. Punto.


jueves, 27 de noviembre de 2014

¡QUE SE MOJEN ELLOS! por Salvador Moret

Ismael se quejaba de las dificultades que tenía para llegar a fin de mes.
-        Hace tres o cuatro años todavía me permitía ir al cine los domingos, ya lo sabes, pero últimamente he tenido que prescindir hasta de salir a tomar un café. No sé a dónde vamos a llegar si la vida sigue encareciéndose a este ritmo.
-        Sí, es cierto – convino su amigo Rafael – me pasa lo mismo; hay que reconocer que nos lo están poniendo difícil. Nos bajan los salarios, mientras que los recibos no dejan de subir. Pero, conformémonos, nosotros todavía mantenemos el puesto de trabajo. Otros, ni eso tienen.
-        ¡Oye, eso a mí no me consuela!
-        Pues, debería. Si tú, con un salario, lo estás pasando mal, ¿cómo piensas que lo estarán pasando ellos?
-        La comparación me parece injusta de tu parte, porque me estás tachando de egoísta e insolidario.
-        Nada de eso. Solo intento mostrar que muy frecuentemente nos quejamos sin tener suficientes motivos, porque si pusiéramos atención en lo que nos rodea, probablemente recapacitaríamos y seríamos más comedidos.
-        Lo que tú quieras, pero tus razonamientos a mí ni me consuelan ni me solucionan la precariedad en la que estoy viviendo.
-        ¿Acaso quejarte es una solución?
-        Sí, porque me desahogo. Y a lo mejor, un día encuentro a alguien que me entienda y no solo se limite a darme lecciones de moralidad.
-        Como yo – replicó Rafael.
-        Sí, como tú – respondió Ismael.
Se podría pensar que el diálogo había alcanzado un tono de enfado, pero no era tal. Ellos se conocían muchos años y cada uno sabía cómo pensaba el otro. Por eso los dos preveían el desarrollo de la conversación. No era la primera vez, aunque en esta ocasión, para sorpresa de ambos, el diablo podía depararles una jugarreta.
La conversación siguió su curso en ese tono de impotencia, para ir acercándose cada vez más a la rabieta.
-        Si tan explotado te sientes – apuntaba Rafael ante la pataleta de su amigo – te recomiendo lo siguiente: debes cambiar tu forma de enfocar la cuestión, por tu bien, porque la situación que tenemos no la vas a poder cambiar.
-        ¡Cómo que no puedo cambiar la situación, y tanto que puedo! Todavía tengo facetas que desconoces de mí.
-        ¿Y qué te propones hacer – rio sarcástico Rafael – acaso piensas hacer una revolución por tu cuenta? ¡A las barricadas, que vienen los nuestros!
-        Yo, no, por supuesto que no; pero la pueden hacer los que no tienen trabajo. Motivos tienen, según tú.
-        Ahora te estás saliendo de madre. O sea, tú lo que quieres es que se mojen los otros y tú quedarte a recoger los frutos. Es cierto que no conocía esta faceta de listo que muestras ahora.

-        ¡Hombre, entiéndelo! Alguien tendrá que dirigirles, ¿no? Digo yo.

jueves, 20 de noviembre de 2014

LA ENTREVISTA por Salvador Moret

-        Y sobre este apasionante tema, tenemos hoy en nuestros estudios al prestigioso profesor Manzano de la Universidad GEMAR, para hablarnos del paso a otra vida. El profesor Manzano es también famoso por sus libros, con títulos como “la muerte dulce”, su última obra, muy solicitada, por cierto, con la décima edición ya en la calle. Buenas noches, profesor, y bienvenido a nuestro programa de la radio más escuchada. ¿He omitido algún título?
-        Sí, dos más, pero no tiene…
-        Perdone usted mi descuido… A ver, sí, me pasan la nota… sí, tiene usted razón, y le pido mil perdones por el desliz. El profesor Manzano es también – ¡cómo habrá sido posible mi olvido! – muy conocido en los círculos de la preparación al paso final, donde es presidente de la asociación “vivir y morir bien”. Pero, díganos profesor: Según sus experiencias, ¿cómo deberíamos enfrentarnos a esa hora final?
-        Después de más de doscientas conferencias en diversas universidades europeas, y escuchar a…
-        Sí, amables oyentes, he de advertirles que el profesor Manzano no solo es una eminencia en nuestro país por sus conocimientos y experiencias sobre el comportamiento del hombre ante situaciones extremas, sino también es reconocido más allá de nuestras fronteras como la máxima autoridad en cuanto al tema que hoy nos ocupa. Y bien que lo refleja el hecho que todos sus libros hayan sido traducidos a más de quince idiomas. ¿Y qué tiene usted que decir, profesor, a este éxito?
-        En mi opinión, el hecho que mis trabajos se hayan traducido a diversos idiomas, es porque el hombre actual…
-        Exactamente, queridos oyentes, lo están ustedes escuchando. El profesor Manzano, presente en nuestros estudios, nos está diciendo que hoy más que nunca, la gente quiere saber qué opina el experto sobre eso que tanto le acucia: cómo enfrentarse a la muerte. Y, díganos, profesor, ¿le parece a usted correcto ese interés de la gente?
-        Naturalmente. Y solo como muestra, dos detalles. El primero…
-        Es prodigioso, el profesor Manzano nos demuestra la sencillez de sus teorías con solo dos detalles, cuando la tendencia general en la actualidad es abrumar a la gente con un montón de suposiciones, hipótesis, conjeturas y toda una serie de especulaciones que lo único que consiguen en confundir al oyente. Pero, no; el profesor Manzano, hoy presente en nuestros estudios para deleite de nuestros oyentes, está respondiendo a un amplio cuestionario que, sin lugar a dudas, aclarará muchas de las preguntas que están en la mente de la mayor parte de ustedes. Porque, dígame, profesor, ¿es cierto que la gente se plantea con asiduidad estas preguntas?
-        Sí, pero habría que especificar que…
-        Es lo que me temía. Ya lo han escuchado ustedes, queridos oyentes. El profesor nos ha dado una gran lección de nuestro comportamiento ante las últimas horas de vida. Y, querido profesor, tenemos que terminar esta interesante charla. Ya sabe, el tiempo, que nos condiciona en la radio. Le agradezco su presencia en mi programa y cuento en volver a verle muy pronto en nuestros estudios de la radio más escuchada. Muchas gracias, profesor Manzano.
-        Muchas gracias a ustedes.

domingo, 2 de noviembre de 2014

¿LA CAÍDA DE LOS MUROS? por Salvador Moret

¿Se acuerdan ustedes las caras de asombro que poníamos allá por los primeros años noventa?
Sí, cuando tras muchos años de incógnitas, dudas y especulaciones acerca de lo que existía más allá del telón de acero, por fin tuvimos acceso a la realidad de lo que allí se había cocinado, y, ¡oh, espanto! Lo que descubrimos nos horrorizó.
Hasta entonces, el mundo occidental estuvo dividido en cuanto a las bondades del comunismo. Unos las ensalzaban, o más justo sería decir que las exageraban, y otros las negaban rotundamente. Cabe advertir que ni unos ni otros tenían motivos para defender sus teorías; hablaban sin conocimiento de causa, más bien guiados por la pasión. Porque las autoridades soviéticas sí que sabían lavar los trapos sucios en casa.
El hecho de haber sido un soviético quien primero saltó al espacio; las medallas que conseguían los atletas de los países comunistas en las competiciones internacionales; los rumores que corrían de lo avanzados que estaban aquellos países – que automáticamente se traducía en qué bien vivían –  todo ello contribuía a tenernos en vilo provocando interminables discusiones a favor y en contra de ese hipotético bienestar, hasta el punto que, incluso los que no creían en el comunismo, y pese a sus feroces discusiones, tenían sus dudas.   
Y cuando se desmoronó el tan vergonzoso y denigrante muro, el mundo comunista sufrió una hecatombe, y su ideología, tambaleante, amenazó desmoronarse con el mismo estruendo que los bloques del denostado muro. Los comunistas más prudentes, los menos, hay que reconocer, se retiraron a sus cuarteles de invierno avergonzados.
Los más, los no tan juiciosos, por aquello que de algo tenían que vivir si querían seguir viviendo sin demasiado esfuerzo, fueron acomodándose bajo otras siglas, y como para éstos la ideología cuenta menos que ir contra lo establecido, como bien ha demostrado el correr del tiempo, siguieron con su labor de emponzoñar y defender lo indefendible.
Ejemplos los hay en abundancia, Corea del Norte, Cuba, Venezuela. Esos paraísos cuyos defensores declaran que son la vanguardia del progreso y bienestar del pueblo, donde no existe el paro, y la sanidad y la educación son servicios gratuitos para todos, pero se olvidan de mencionar que no pueden ir a la tienda porque no hay nada que comprar y, naturalmente, hacen oídos sordos ante las denuncias de los oponentes cuando alegan  que a pesar de tantos beneficios nadie quiere ir a vivir allí. En fin, el dilema de siempre.
Por eso, el día que se desmorone el paralelo 38, o cuando podamos beber un cubalibre, verdaderamente libre, o los venezolanos puedan decir alto y claro lo que piensan – que no lo duden, ese día llegará, simplemente porque no hay nada eterno – y nos enteremos de lo que realmente sucedía entre muros, probablemente nos horroricemos de nuevo, y volvamos a asombrarnos.

Y es que el hombre, muy a menudo, se resiste a creer lo que está viendo. De lo contrario no tendría tanta aceptación los cantos de sirena que nos adormecen los oídos. Tal vez sea por eso que necesitemos llevar siempre encima una punta de lápiz, por corta que sea, porque siempre será más larga que la memoria.

miércoles, 8 de octubre de 2014

RECUERDOS DE UN VIAJE por Salvador Moret

El inicio
Era la época del estraperlo y de los engaños miserables. Se compraba de fiado, y el sábado por la tarde, cuando regresaba el marido con el salario, la mujer se apresuraba a ir al ultramarinos y saldar la cuenta de la semana.
Eran los años cuarenta.
Unos años más tarde, antes de cumplir los catorce, el chico comenzó a trabajar en Lámparas Soriano. Quería aprender un oficio, que en aquel entonces estaba muy bien visto, y se mantuvo atractivo durante un tiempo. Después se introdujo el trabajo en cadena, y el oficio pasó de ser interesante a embrutecedor.
Por esa época el joven comenzó a pensar en cambiar de empresa. Pero los amigos decían que era igual en todas partes, y aclaraban que eso de cambiar era como salir de las llamas para entrar en el fuego.
La indecisión todavía le acompañó unos cuantos años más; luchaba entre arriesgarse a la aventura y no hacer nada. Y aunque no pasaba un solo día sin quejarse de su mala suerte, era más cómodo no hacer nada.
Su frustración pronto encontró al culpable de todos sus males: el gobierno.
De familia republicana, en su casa no oía otra cosa que críticas contra el gobierno. Y contra la iglesia, claro, que para ellos, una y otra cosa era lo mismo.
Tuvo ofertas que le aseguraban algunos beneficios si vestía la camisa azul, pero las rechazó sin pensárselo dos veces.
Los comentarios que oía en casa le posicionaron desde el inicio en un extremo del semicírculo. Era la doctrina de los que habían perdido la contienda, que se impartía a escondidas y entre gente de confianza. Porque es sabido, que los que ganan son los que escriben la historia.
La infelicidad era el estado natural del joven, lo que no impedía que los domingos se juntara con sus amigos y, durante cuatro o cinco horas, entre cine, baile y risas, olvidara las más de setenta que trabajaba durante la semana.
Las primas y las horas extraordinarias incrementaban considerablemente los ingresos, lo que le permitía tener cuatro pesetas para gastar. Y una ventaja que se añadió al incremento salarial fue tener libre las tardes de los sábados.
Pero el descontento seguía atormentando al infeliz que, obsesionado con cambiar, nada le consolaba, hasta el punto que consideró que toda la felicidad del mundo consistía en un cambio.
Aquella ilusión por aprender un oficio había desaparecido. Cierto que los primeros tiempos fueron aleccionadores e interesantes, pero después comenzó el declive y la desesperación, y por último, la resignación. Perdida toda esperanza de salir de aquel agujero, se veía condenado a pasar el resto de su vida como un autómata montando las piezas de las lámparas, haciendo siempre lo mismo: un tornillo, otro tornillo. Nueva pieza: un tornillo, otro tornillo. Y así hasta el infinito.
Y cuando ya no confiaba que su vida pudiera dar un giro, vino la sorpresa. Aunque muy diferente a lo que él pudo imaginar.
 Un amigo con quien compartía las tardes de los domingos, se marchaba a Suiza.
-        ¿Por qué no te vienes? 
 Al joven le dio un vuelco el corazón. Se le abrían las puertas del cambio, pero el salto le parecía demasiado arriesgado. ¡Tanto tiempo deseándolo, y ahora que lo tenía al alcance de la mano sentía vértigo!
Fueron unos días de nervios y de noches en vela, pero… un mes más tarde el tren le llevaba hacia los Pirineos, y su sueño se tornaba realidad.

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martes, 30 de septiembre de 2014

¿SOLO INJUSTO?



No me sucede cada día; ni tampoco a menudo; pero sí alguna que otra vez. Y aunque no siempre es igual, mi raciocinio se desmocha siempre, en cada ocasión, y soy incapaz de comprender cómo es posible que asumamos con tanta naturalidad la estructura social que nos hemos montado.
Me refiero a ese dispar destino de las personas. El príncipe Adolfo, que nació entre algodones, cuidado y reverenciado desde el primer día, tiene fama de ser caritativo, coopera en organizaciones humanitarias, es un buen deportista, sus aventuras mujeriegas, pese a los intentos de ocultarlas son de general conocimiento, algunas rayando el escándalo, y no obstante es admirado, su fotografía aparece cada semana en las revistas de mayor tirada de todo el mundo, y llegará un día que, aclamado por la muchedumbre, heredará el reinado junto con una fortuna incalculable.
Nada que ver con ese pequeñajo que desde que llegó a este mundo en algún remoto país del sur de América, o de África, tal vez de Asia, jamás ha recibido una caricia, ¡qué digo! ni siquiera una alimentación adecuada. Los primeros años a espaldas de su madre, como una mochila, mientras ella perdía sus fuerzas con trabajos duros, propios de los asnos. Posteriormente y desde muy pronto, mocoso todavía, tuvo que buscárselas para subsistir, disputándose con otros iguales la pequeña miseria que les quedaba a su alcance; maltratado, explotado y nunca reconocido; y sin acceso a la cultura será de por vida catalogado como ignorante.
Y dicen que todos los hombres somos iguales.
El ejemplo es realmente extremado, pero no por eso irreal. Y no hace falta viajar, lo estamos viendo a diario a través de esa prodigiosa ventana que es la televisión. Y, probablemente, el ejemplo no refleje la realidad en toda su crudeza.
Esos arquetipos que presenciamos sentados cómodamente en el salón de nuestras casas nos sublevan, no cabe duda, pero poco rato, porque a continuación el paisaje de esa misma ventana nos invita a unas felices vacaciones o unas ventajosas rebajas. O tal vez porque el espectáculo, de tanto repetirse, nos ha endurecido la piel y ya no sentimos. También es posible que el motivo de nuestra indiferencia sea que esas historias nos quedan muy lejos.
Parece una contradicción: nos subleva y al mismo tiempo nos abrazamos a la indiferencia; y el hecho es que es así, no importe las causas que lo motiven.
Otro aspecto del dispar destino de los humanos lo tenemos al alcance de la mano y nos envuelve a diario, cuyas diferencias también nos enfurecen, pero también por poco rato. Aunque, al afectarnos más de cerca, nuestro furor se prolonga unos minutos más. Posiblemente porque hemos asumido que es así y, sí es cierto que nos quejamos, nos enfadamos y lo criticamos, pero eso es todo lo que se nos ocurre.
La misma ventana que nos transporta a lugares lejanos y paradisíacos; que nos muestra la desventura de pueblos enteros; que nos informa de fiestas y alegrías de los privilegiados; esa misma ventana, digo, nos enseña también los desperfectos de la sociedad más cercana, cuando para aumentar tres euros el salario de los empleados, las partes discuten durante medio año, y en una sola sesión el consejo de administración acuerda repartirse una suma similar o superior a la que, posiblemente, un empleado no ingresará en toda su trayectoria laboral.
Injusto. Pero, ¿solo injusto?

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LA HISTORIA por Salvador Moret

LA HISTORIA
Se contaba que un mentiroso una mañana, cuando regresaba del puerto, con grandes aspavientos iba diciendo que acababa de ver un tiburón de quince metros y más de cuatro toneladas de peso.
Los que les escuchaban, extrañados, manifestaban que no querían perderse esa curiosidad, y todos, sin excepción, se iban hacia el puerto a ver al monstruo.
El mentiroso reía como un canalla.
Por la tarde vio que la gente andaba alborotada, contando que se había visto un gran monstruo en el puerto. Nadie lo había visto, pero nadie ponía en duda que fuera cierto. Y lo decían tan convencidos que al mentiroso le picó la curiosidad. Y al puerto que se dirigió a ver al monstruo.
Anécdotas como esta las estamos viviendo cada día. Suceden de continuo, porque pocos analizamos qué grado de veracidad tienen las barbaridades que nos cuentan. Se lanza al aire un rumor y cuando éste, al día siguiente, bien sazonado regresa al autor, el rumor ha dejado de serlo para convertirse en un suceso, de tal forma que nadie, ni siquiera el mismo autor del bulo, lo pone en duda.
La credulidad del inocente es inaudita. Tanto como la del ignorante. Y como el afán de protagonismo está en la naturaleza humana, cada disparate que oímos nos falta tiempo para ir a contarlo al más próximo. Naturalmente con una buena parte de cosecha propia.
Si esta reflexión la extrapolamos a nuestro cotidiano ir y venir por la vida, probablemente también usted se haya preguntado en más de una ocasión: ¿cuánto de realidad hay en las historias que nos cuentan cada día? ¿Y cuánta verdad existe en la Historia que nos han contado? O planteado a la inversa. ¿Cuántos sucesos de la Historia se nos han ocultado?
Seguramente habrá de todo, sucesos que por intereses, siempre por intereses, nunca salieron a la luz, y otros, y esto es lo más alarmante, con una mínima parte de realidad, se nos ha montado una gran historia.
La Historia está plagada de aberraciones, pero por desidia, tal vez por comodidad, asumimos lo que dicen los libros con la mayor naturalidad. Y no nos extrañemos, puesto que a menudo oímos: “lo ha dicho la tele”, dando valor de veracidad indiscutible al comentario, simplemente porque lo ha dicho la tele.
Sucede lo mismo con los libros; tampoco nos paramos a analizar qué grado de veracidad contienen las historias que nos cuentan, no de aquellos que ya de antemano nos advierten “ficción”, no, sino de esos otros que con cuatro datos más o menos adaptados a lo que interpretamos como sucedido, nos anuncian Histórico.
Es un atrevimiento de insensatez enorme no poner en tela de juicio la Historia. Por varias razones. Pensemos, por ejemplo, cómo se desvirtúa la realidad con las traducciones. Pero lo que más adultera la verdad son los intereses, siempre los intereses. Ese afán de aportar al suceso nuestro punto de vista.  
¿Quién no conoce ese dicho popular que afirma que la Historia la escriben los vencedores? Pues, eso.
Lo malo de esta cuestión es que, al final, como en la anécdota del inicio, los mismos embusteros acaban creyéndose la mentira.


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