Marta se conocía el camino del
hospital tan bien que habría podido acercarse con los ojos cerrados. Cada día
sabía de antemano las dificultades que iba a encontrar para llegar y para
aparcar, las plantas y pasillos por los que tenía que transitar hasta alcanzar
la consulta, y estaba al tanto de la amabilidad o la falta de ella de cada
facultativo.
Tantas visitas acabaron por
resultarle aburridas. Por supuesto no fue así al principio. A las primeras
consultas acudía preocupada, después con temor, y más tarde comenzaron a
parecerle un fastidio. Marta tenía su preocupación, claro, ¡cómo no la iba a
tener! Pero también tenía confianza en los médicos. Hasta hoy.
Le hubieran podido prevenir con
un poco de delicadeza. Pero no, al parecer el escrúpulo no figuraba en el
manual. Tanto tiempo diciéndole que el mal remitía, que no se preocupara, que
todo ería bien, y hoy, de repente, el desahucio.
Por su mente, veloz como solo
el pensamiento es capaz, pasó la película de su vida y se dispuso a ver la
próxima secuencia, la última: “FIN”.
Pero Marta, acostumbrada a
afrontar la adversidad con espíritu de vencedora, tampoco en esta ocasión lo
dio todo por perdido. Sin pensar más en los médicos, desde luego. Éstos la
habían entretenido durante más de un año y no quería volver a empezar. No,
ahora buscaría otros medios.
Posiblemente la enfermedad
seguía haciendo su camino, pero ella todavía se encontraba con fuerzas para
hacer frente al destino. Y se introdujo en los círculos esotéricos que tanto
había oído hablar.
Se sorprendió de la oferta que
existía, y superada ésta comenzó a escribir direcciones, porque no quería
llamar por teléfono, sino ir personalmente. Y de los consejos que escuchó, de
lo más variopinto, por cierto, enseguida puso alguno en práctica. Pero como si
lloviera. Otros ni los tuvo en cuenta. Y hasta los hubo, los menos, tan
extravagantes que le hicieron reír.
En su peregrinaje, un día
tropezó con un santurrón cuyo aspecto echaba para atrás, cargado de cruces y
medallas, quien le dijo:
-
El único remedio que puede curar tu mal es tocar
la madera de la barca en la que pescaban los apóstoles cuando Jesucristo les
invitó a seguirle.
Un tanto extraño le pareció a
Marta el consejo, pero lo aceptó, tal vez por el aspecto tragicómico que le
hizo el santurrón. Y allá que se puso a buscar.
Siempre con el ánimo presente y
sin perder la esperanza, caminó, preguntó, viajó por países extraños, visitó
pueblos y aldeas. Su fortaleza moral no desfallecía, pero sí la fuerza física
que sentía cómo el cansancio se iba cargando sobre sus espaldas, y sus piernas
casi le impedían dar un paso más. Pero el destino quiso que en sus últimas
jornadas de peregrinaje encontrara la barca.
La tocó e inmediatamente se
sintió curada. ¡Qué dicha, sentirse bien de nuevo!
Regresó a su ciudad, y contenta
contaba a todo el mundo cómo se había recuperado. Fue a ver al santurrón para
agradecer su consejo.
-
Me alegro de verte curada, pero piensa que la
barca que encontraste no era la de Jesucristo y sus apóstoles. Comprenderás que
de ello hace muchos años.
… Y NO LA MADERA DE
LA BARCA.