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martes, 27 de agosto de 2013

LAS REALEZAS EUROPEAS por Salvador Moret

Las casas reales europeas presentan hojas de ruta aparentemente muy similares, y sin embargo, los matices las hacen muy distintas.
En la actualidad tenemos, por ejemplo, a la princesa de Noruega Metti Marit muy apreciada por su pueblo, cuando hace poco más de un año, por aquello de su pasado y sus maneras plebeyas, pocos ofrecían un céntimo por ella.
En cambio, si observamos la trayectoria de la princesa española Letizia, ésta ha seguido el camino a la inversa. Muy apreciada por el pueblo hace cosa de dos años y actualmente la mayoría de comentarios que se escuchan sobre ella la ponen a los pies de los caballos.
Uno supone que habrá motivos para que así sea. Pero, ¿sobre quién recae la responsabilidad de ese saldo, sobre las protagonistas o sobre sus respectivos pueblos? Probablemente viene a ser lo mismo, porque tanto una como la otra, estas princesas salen del pueblo, son el pueblo, por lo tanto cualquier otra en su lugar tendría un comportamiento similar.
¿Y el pueblo? Pues, ahí están las diferencias.
Hoy en día creemos que el proceder de los hombres es el mismo no importe dónde, y creer eso es alimentar un error, porque no es cierto. Por las fronteras, esos muros inexistentes pero potentes, franquean muy fácilmente cualquier tipo de mercancía dañina – también de la otra, por supuesto – capitales fraudulentos, personajes buscados por la policía de medio mundo y personajes con las más diversas cargas sobre sus espaldas. Lo que no pasa con tanta facilidad son las costumbres ni la forma de pensar, y mucho menos los matices cotidianos. O si lo hacen es en un nivel inapreciable.
Un ejemplo práctico lo encontramos cuando nos ponemos al volante en un país que no es el nuestro. Las señales son las mismas, la interpretación también, pero pequeños matices lo hacen diferente, tanto es así que durante los primeros minutos de rodaje hemos de poner mucha atención en el tráfico si no queremos ser arrollados o arrollar a alguien.
Y el ejemplo de las dos princesas anteriormente mencionadas viene a demostrar que cada país tiene formas de enjuiciar los actos de sus personajes representativos según su idiosincrasia.
Si nos fijamos en la casa real inglesa, cuyos miembros, algunos de ellos al menos, han tenido conductas nada ejemplares en los últimos años, comportamientos nefastos cabría decir, que para los españoles serían inaceptables, y sin embargo, los ingleses, y también muchos que no lo son, los adoran.
No quiero imaginarme lo que sucedería en España si nuestros príncipes hubieran presentado conductas de ese estilo. Como muestra, y para hacernos una idea de lo que podría llegar a ser, tomemos como ejemplo los últimos deslices del Rey. Surgieron críticas de todos los rincones; se cuestionaron aspectos que nada tenían que ver con la monarquía y sí con la persona; se mezclaron intereses políticos y humanos; y se confundió a la opinión pública con exigencias del regreso a la república.
Ciertamente, los españoles no dudamos de las andanzas extramatrimoniales de nuestro monarca; es más, es de público conocimiento que lo lleva el apellido. Y lo aseguramos con la mayor naturalidad, aunque pocos, muy pocos, lo sepan con certeza. Lo curioso del caso es que los comentarios los acompañamos con una sonrisa.

La gracia de este asunto es que nosotros criticamos los actos del monarca sin darnos cuenta que adoramos la hipocresía.  

jueves, 22 de agosto de 2013

LA VENDA EN LOS OJOS por Salvador Moret

Me lo pregunto muchas veces, ¿cuándo le caerá a la gente la venda de los ojos? Esa que impide razonar.
A menudo tengo la impresión de que se dan algunos pasos en esa dirección, pero de pronto observo que mi impresión es solo una quimera. Y es que la cabra acaba tirando al monte.
Los abusos de poder que la prensa denuncia a diario, al parecer no bastan para abrir los ojos a la gente. Tampoco sirven las evidencias de una corrupción galopante que para nuestra desgracia viene de muy antiguo. Y además, cada día nos desayunamos con noticias que alteran el sosiego de las personas, y no obstante, tampoco son motivo suficiente para que la gente despierte de su somnolencia.
Sí, claro, muchos se quejan, se enfadan, hasta despotrican, pero, ¡ah!, solo cuando esas denuncias van dirigidas a los de enfrente. Principio éste que resume la gran cuestión.
Esa es mi frustración. Y esa es también la pregunta del inicio.
Y sigo preguntándome, ¿es que la gente no lo ve, no lo quiere ver, o quizás son otras causas?
Ha quedado demostrado, y constantemente tenemos ejemplos de los abusos que se permiten por las altas esferas, pero como si lloviera. Tengo la impresión de que para mucha gente todavía es válida aquella filosofía de que la doctrina de izquierdas es la solución del pueblo, y a su vez, la filosofía de la derecha es  la explotación del pueblo, al que solo quieren esquilmar. Para otros, la izquierda no aporta progreso y la derecha es la que produce riqueza.
Y no ven que no es así. ¿Porque no quieren verlo o porque el motivo principal es el arrebato? Parece que pasiones ocultas impiden que aflore la razón, y por eso muchos todavía ven a sus personajes con algún defectillo, pero disculpable, y a los otros, a los de enfrente, como malvados y corruptos, dignos del fuego eterno, sin querer admitir que no hay nadie mejor que otro, por no decir que no hay nadie bueno.
O sea, malvados los hay aquí, y también allí. Y corruptos también.
No hay razón objetiva para defender ni a unos ni a otros, pero tal vez por inercia, lo hacemos; o más probable todavía porque las ataduras de las creencias nos hacen ver una realidad distorsionada, algo así como reza ese dicho tan antiguo que viene a decir que no hay peor ciego que el que no quiere ver.
O tal vez sea aquello de que es más fácil ver la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio.
Considero una tragedia que veamos a nuestros adversarios como enemigos, cuando el enemigo, que no adversario, es otro. El verdadero enemigo es ese malvado que manipula para que los ciudadanos estemos siempre enfrentados, siempre a la greña, y así beneficiarse de nuestras diferencias. Y mientras no entendamos que somos juguetes en sus manos, seguirán gobernando los corruptos, y así reafirmar que tenemos lo que nos merecemos.
Pero si un día la luz nos ilumina la mente y la inteligencia nos sitúa por encima de nuestras absurdas ataduras, los que viven a costa del sudor de los que producen no tendrán razón de ser y desaparecerán.

Pero, ¿caerá algún día esa venda de los ojos?

viernes, 16 de agosto de 2013

EL CHIVATO por Salvador Moret

No es un personaje el chivato que pueda vanagloriarse de serlo. El chivato, también llamado soplón, aunque no es exactamente lo mismo porque hay matices que lo diferencian, está mal visto, criticado y hasta menospreciado. Y, sin embargo, muchos pecamos de ello, a veces inconscientemente, a veces con cierta malicia, y otras veces por vanidad. Eso de ser el primero en dar una noticia viste mucho.
Y a pesar de estar mal visto, viene una ministra a pedirnos que trabajemos para ella en el puesto de chivato. Sin remuneración alguna, por supuesto.
Que esta ministra sea miembro de un partido político demuestra que también ellos son humanos, porque igual que un futbolista compite hoy contra los que ayer eran sus compañeros, o un vendedor pasa a vender el producto que ayer era su feroz competencia, los políticos alternan de progres a moderados o viceversa sin mayores trastornos de conciencia. Y es que en la práctica, el ciudadano no advierte diferencias.
Es su profesión, y si pueden incrementar sus ingresos, igual que el futbolista o el vendedor, ¿por qué no van a poder cambiar a la competencia?
Quiero decir con ello que igual podría ser un ministro del ala progresista o conservadora quien deseara contratarnos para ese puesto no remunerado de chivato.
Así, sin pagar salarios, cualquiera puede emprender un negocio.
Esta petición de denunciar al infractor – que no exigencia, al menos por el momento, aunque con el tiempo todo es posible – la ministra nos la presenta casi como un deber de ciudadano, porque el defraudador – nos dice la ministra – nos perjudica a todos.
Y es cierto, nos perjudica a todos. Lo que se calla la ministra es la coletilla de “no a todos por igual”.
Reconoceremos, no obstante, los rasgos humanos de la ministra. Porque, ¿a quien se le escapa que la acción de pedir es muy humana? Y es que, aunque tengamos el buche lleno, no solemos hacer ascos a lo que podamos añadir sin coste alguno.
Como decía, la ministra nos invita a hacer un trabajo sin remunerar, ¡qué desfachatez! ¡Si para eso ya tiene a sus empleados, que cobran y no poco, y además dispone de un enjambre de enchufados, llamados asesores, que podrían salir a la calle y producir!
Pero lo más triste de este asunto está más allá de la cuestión económica. Porque no nos olvidemos, llevamos trece años del siglo veintiuno, y esas prácticas del chivatazo fueron famosas en el siglo pasado y llevadas a cabo por regímenes autoritarios, despóticos y tiranos.
El olvido es otro rasgo humano de la ministra. Se olvida que esos hábitos de espionaje, practicados hasta en el seno de las familias, eran propios de las dictaduras; y la ministra, dejándose llevar de ese pronto humano, nos incita a denunciar a esos amigos, vecinos o familiares que trabajan para mal vivir sin pagar impuestos, tal vez porque si los pagaran tendrían que vivir mucho peor que mal.
Puede parecer injusto que mientras unos pagan impuestos, otros no lo hagan, es posible, pero más injusto parece que muchas familias hayan trabajado toda su vida, hayan ahorrado cuatro perras y lleguen a la vejez y, por despilfarros de los políticos, leyes arbitrarias y corrupción desbocada, se vean abocados a la miseria.

La señora ministra, si quiere chivatos, debería comenzar por denunciar los desmanes que seguramente se acumulan dentro de casa.

miércoles, 14 de agosto de 2013

¿SOLO INJUSTO? por Salvador Moret

No me sucede cada día; ni tampoco a menudo; pero sí alguna que otra vez. Y aunque no siempre es igual, mi raciocinio se desmocha siempre, en cada ocasión, y soy incapaz de comprender cómo es posible que asumamos con tanta naturalidad la estructura social que nos hemos montado.
Me refiero a ese dispar destino de las personas. El príncipe Adolfo, que nació entre algodones, cuidado y reverenciado desde el primer día, tiene fama de ser caritativo, coopera en organizaciones humanitarias, es un buen deportista, sus aventuras mujeriegas, pese a los intentos de ocultarlas son de general conocimiento, algunas rayando el escándalo, y no obstante es admirado, su fotografía aparece cada semana en las revistas de mayor tirada de todo el mundo, y llegará un día que, aclamado por la muchedumbre, heredará el reinado junto con una fortuna incalculable.
Nada que ver con ese pequeñajo que desde que llegó a este mundo en algún remoto país del sur de América, o de África, tal vez de Asia, jamás ha recibido una caricia, ¡qué digo! ni siquiera una alimentación adecuada. Los primeros años a espaldas de su madre, como una mochila, mientras ella perdía sus fuerzas con trabajos duros, propios de los asnos. Posteriormente y desde muy pronto, mocoso todavía, tuvo que buscárselas para subsistir, disputándose con otros iguales la pequeña miseria que les quedaba a su alcance; maltratado, explotado y nunca reconocido; y sin acceso a la cultura será de por vida catalogado como ignorante.
Y dicen que todos los hombres somos iguales.
El ejemplo es realmente extremado, pero no por eso irreal. Lo estamos viendo a diario a través de esa prodigiosa ventana que es la televisión. Y, probablemente, el ejemplo no refleje la realidad en toda su crudeza.
Esos arquetipos que presenciamos sentados cómodamente en el salón de nuestras casas nos sublevan, no cabe duda, pero poco rato, porque a continuación el paisaje de esa misma ventana nos invita a unas felices vacaciones o unas ventajosas rebajas. O tal vez porque el espectáculo, de tanto repetirse, nos ha ido endureciendo la piel y ya supera a la de un cocodrilo. Aunque lo más seguro sea que esas historias nos quedan muy lejos.
Parece una contradicción: nos subleva y al mismo tiempo nos abrazamos a la indiferencia, sean las que sean las causas que lo motivan. El hecho es que es así.
Otro aspecto del dispar destino de los humanos lo tenemos al alcance de la mano y nos envuelve a diario, cuyas diferencias también nos enfurecen, pero también por poco rato. Aunque, al afectarnos más de cerca, nuestro furor se prolonga unos minutos más. No mucho más, desde luego. Posiblemente porque hemos asumido que es así y, sí es cierto que nos quejamos, nos enfadamos y lo criticamos, pero eso es todo lo que se nos ocurre.
La misma ventana que nos transporta a lugares lejanos y paradisíacos; que nos muestra la desventura de pueblos enteros; que nos informa de fiestas y alegrías de los privilegiados; esa misma ventana, digo, nos enseña también los desperfectos de la sociedad más cercana, cuando para aumentar tres euros el salario de los empleados, las partes discuten durante medio año, y en una sola sesión el consejo de administración acuerda repartirse una suma similar o superior a la que, posiblemente, un empleado no ingresará en toda su trayectoria laboral.

¿Injusto? ¿Solo injusto?

lunes, 5 de agosto de 2013

DERECHOS DE AUTOR por Salvador Moret

Nunca me ha gustado la expresión “derechos de autor”, y la verdad es que no sé muy bien por qué. O tal vez sí, pero inconscientemente. Creo que es por eso de derechos, palabra que me repele, y que de pronunciarla tan a menudo y para tan diversos motivos ha llegado a perder el significado de su origen.
Los derechos de autor es una más de esas variedades, que por cierto, tampoco me gusta la existencia de la sociedad de autores ni lo que defiende.
¡Qué es eso de derechos de autor! O mejor expresado sería: ¿por qué unos autores sí, y otros no?
Me parece que esos derechos son más bien privilegios; derechos creados, que aquellos que se benefician callan y van viviendo; los perjudicados directamente, con la pistola ante sus narices, callan y van pagando; y los demás, que no se enteran ni lo pretenden, no opinan.
En realidad, los derechos de autor es un club para intelectuales, o así se cree. Es una variedad con grandes y pertinentes diferencias, por supuesto, de lo que significan las patentes, que tiene mejor justificación como recompensa por el esfuerzo, tiempo y capital invertido.
Pero el intelectual, que también invierte esfuerzo y tiempo, lo que significa capital, tiene su recompensa con la divulgación de su obra, como el industrial con la venta de su producto, por lo que la sociedad de autores debería vigilar que no se cometiera plagio, pero quedar ajena a cobros y repartos de dineros.
Y esa es la gran cuestión, el dinero.
Porque si de premiar la originalidad se trata, esta sociedad de autores debería acoger también a todos aquellos que lanzan al mercado una innovación, sea cual fuera el producto. Pensemos, si no, en ese diseñador de moda que ha construido un sillón para que en las sesiones de televisión nos sintamos más cómodos.
Si nos paramos a pensar, la lista de artículos es larga, pero a excepción de los intelectuales, los demás quedan excluidos. Algo injusto, ¿no le parece? Porque es una discriminación.
Y uno se pregunta, ¿qué tendrán los intelectuales? ¿No será que ese privilegio les viene de tiempos pasados cuando el mundo era muy diferente, cuando las condiciones de vida en absoluto se parecían a las actuales, y que en aquel entonces esa dispensa, posiblemente, tuviera razón de ser?
El mundo progresa y los intelectuales siguen anticuados, con hábitos de un pasado que se ha quedado obsoleto, pese a que ellos se definen vanguardistas.

No cabe duda que a día de hoy, el club de intelectuales que defiende los derechos de autor todavía sigue vigente con una tradición arcaica solo por desinterés de unos e intereses de otros. O dicho de otro modo, porque para muchos es más cómodo mirar a otra parte, y simplemente por la indolencia de la mayoría, que no se atreve a denunciar que esos derechos están fuera de lugar porque el club ha quedado convertido en un poder abusivo que solo beneficia a unos pocos.