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martes, 30 de julio de 2013

DESCONOCIMIENTOS por Salvador Moret

Supongo que no seré el único y que muchos otros se habrán planteado las mismas preguntas que me planteo yo sobre lo que desconocemos.
Resulta que, a veces, miramos a nuestro alrededor y observamos a vecinos, conocidos, compañeros de trabajo, gente, en suma, con quien tratamos a diario o casi, y nos preguntamos: ¿cuántas lagunas de desconocimiento les acompañan?
Porque, en realidad, se puede vivir muy bien, por ejemplo, sin saber hacer una raíz cuadrada.
Naturalmente podemos invertir la pregunta. ¿Cuánta de esa misma gente con la que tratamos diariamente posee amplísimos conocimientos de materias de las que no tenemos ni idea?
O sea, que conocemos muy poco de nuestro prójimo, y aun así, nos apresuramos a ubicar a la gente en un escalón determinado de esa escalera imaginaria que parte desde nuestra perspectiva. Y lo hacemos guiados por signos externos que muchas veces nos llevan a estrellarnos estrepitosamente.
Probablemente tendemos a posicionar a los demás por la simple razón de saber dónde estamos nosotros.
Las apariencias, sin apenas haber cruzado más de diez palabras con esa persona en cuestión, estimulan a formarnos una imagen, con el riesgo, claro está, que si la casualidad nos lo permite y un día tenemos ocasión de escuchar sus opiniones, es posible que nos caigamos de espaldas.
Puedo imaginarme que también usted haya tenido la experiencia de haberse cruzado a menudo con un vecino en el ascensor, muy atento, educado, prudente, y de repente encontrárselo en una reunión, oírle hablar y resultar un patán.
O totalmente lo contrario. Ese chico del barrio, con pendientes, siempre con pantalones rotos, descuidado, y un día se topa usted con su fotografía en el periódico local con el titular que le anuncia como primer violín de la orquesta municipal.
Con todo, es bien cierto que desconocemos más que sabemos, cuestión por lo demás natural, simplemente porque es imposible abarcar todos los campos ni siquiera superficialmente.
Y está bien que asumamos con humildad esta realidad: no podemos saber de todo. Pero los hay que se acogen con fuerza a este principio y, dejándose llevar de la comodidad, se abandonan a la indolencia y viven la mar de a gusto en la ignorancia.
En otras épocas, cuando el conocimiento era un trampolín para situarse en la sociedad, el afanarse por adquirir conocimientos era primordial, pero eso ha cambiado. Actualmente, las muestras que tienen a su alcance los jóvenes no siempre son un ejemplo a seguir.
Por lo demás, cada cual puede emplear su tiempo leyendo, jugando con la pelota o mirando cómo pasan las nubes, faltaría más.

Pero, cuando alguien que ha preferido el camino cómodo, sin esfuerzo y no sabe hacer la o ni con un canuto, debería prescindir de aspirar a un puesto en la administración del estado, en cualesquiera de sus variantes, porque es muy posible que no esté en condiciones de administrar adecuadamente los dineros de los impuestos. De los impuestos de todos, también los suyos y los míos. 

martes, 23 de julio de 2013

LO QUE VALE NUESTRA OPINIÓN por Salvador Moret

En España tenemos la costumbre, la mala costumbre, de precipitarnos a la hora de juzgar. Y lo peor es que lo hacemos dejándonos llevar de las simpatías o ausencia de ellas. O simplemente porque alguien que no nos cae bien opina lo contrario. ¡Cómo voy a estar de acuerdo con ese indeseable!
Y, naturalmente, de inmediato encontramos un sinfín de motivos que justifican nuestra posición, contraria a la de ese berzotas y los que le acompañan, por supuesto.
Es cierto que esa mala costumbre de juzgar precipitadamente y sin pruebas no es exclusividad nuestra, pero ya lo dice ese refrán tan sabio y del que deberíamos aprender a ser más prudentes, “en todos los países cuecen habas, y en el mío a calderadas”.
Pues eso.
Es muy frecuente en nosotros apresurarnos a emitir un veredicto sin dar una oportunidad a la sensatez. A menudo no reflexionamos de un modo objetivo las conductas o los actos de los demás antes de expresar nuestra opinión y, sin más, allá va, soltamos nuestro parecer y, sin tener en cuenta las consecuencias, nos quedamos más anchos que altos.
Y a continuación sale lo más característico, porque una vez pronunciada la primera expresión, nos posicionamos ante los hechos de forma dramática y pase lo que pase ya nadie nos hará retroceder. Y si por aquello de la casualidad surgiesen indicios de que pudiéramos estar equivocados, nosotros seguiremos erre que erre, y encontraremos argumentos y justificaciones que, aun siendo ridículas, excusaremos con tal de no volver sobre nuestros pasos. Cualquier cosa antes que aceptar que los demás pudieran tener razón.
No es extraño, pues, que vivamos en continuo enfrentamiento, porque dar un paso atrás y reconocer nuestro posible error nos lo tomamos como afrenta, como vergüenza, como el honor perdido, como falta de hidalguía, y cosas ridículas de ese estilo.
Y si llega el caso, que sucede, que los jueces emiten un veredicto opuesto al nuestro, antes que aceptarlo como bueno nos sentiremos defraudados por la justicia, y acto seguido, muy ofendidos saldremos a proclamar a los cuatro vientos que los jueces son injustos, que están comprados, que son enchufados y que solo hacen lo que les dictan, y así una sarta de calificaciones a cada cual peor, todo para que nuestra opinión no desmerezca.
No es extraño que fuera de España nos consideren orgullosos, y no siempre en el mejor de los sentidos. A nosotros, que no valoramos igual el calificativo, nos ciega la vanidad y nos sentimos muy orgullosos de esa singularidad. Faltaría más.
Ya dejó constancia de ello Benedicto XIII, más conocido como el Papa Luna, a principios del siglo XV, cuando el gran cisma de occidente, que se mantuvo en sus trece sin dar un paso atrás. Y bien que lo defienden y ensalzan todavía hoy muchos de nuestro entorno.

O sea, que nuestro proceder no es novedoso, sino que nos viene de cuna, y no falta quien asegura, indudablemente los de afuera, esos que no nos quieren bien, que eso de empecinarnos en nuestra opinión aunque sea equivocada, es la muestra más absurda de orgullo. 

domingo, 21 de julio de 2013

¿TE HARÁ FELIZ LA IGNORANCIA? por Salvador Moret

Hace muchos años oí decir que para ser feliz había que ser muy ignorante; cuanto más ignorante mayor felicidad. Me pareció una salvajada, y durante mucho tiempo siguió pareciéndomelo.
Sigo pensando igual, aunque a veces me pregunto si aquel que dijo aquella barbaridad pensaba lo mismo que esa gente que hoy se empeñada en confirmar tal aserto, a saber: que estar al corriente de los acontecimientos es estar abocado a la depresión.
Algunos aseguran que escuchar las noticias les arrastra a ese estado de ánimo del que ha desaparecido toda esperanza de sentirse medianamente contento.
No pongo en duda esas malas noticias que nos traen a diario los profesionales de la información, pero el raciocinio me dice que, además, deben suceder otros muchos acontecimientos que aporten confianza y que estimulen al ciudadano a ilusionarse por un futuro menos agobiante.
Tal vez todo sea cuestión de rentabilidad, es decir, que las buenas noticias no vendan y haya que hacer uso de las otras, y precisamente por eso, el periodista de hoy en día, en vez de buscar el lado positivo de la noticia, recurre al pavor. O a lo peor es que no sabe más que alarmar, embadurnar la noticia con colores chillones y hacer uso de esas expresiones que asustan, principalmente en los titulares, que es a lo máximo que alcanzan a leer los más exaltados.
Porque, en la era de la precipitación no hay tiempo para pararse en minucias. Uno lee el titular y considera que ya está al corriente del tema. Además, no se puede entretener, porque no tendría tiempo para leer los otros veinticinco titulares que siguen a continuación.
Lo curioso es que si al lector un día se le ocurre adentrarse en la noticia, rápidamente se percata que la alarma que le suscitó el título se reduce a bien poco, casi a la nada, y eso le produce decepción. Pero, entonces ya es tarde, porque el objetivo del periódico o del periodista se ha conseguido, que no era otro que contar con un cliente más.
Conozco gente que devora periódicos, titulares, debiera matizar, y les veo siempre atemorizados, prestos a transmitirme la última mala noticia con ademanes y contorsiones derrotistas. Ha sido hoy así; también ayer y, por supuesto, también la semana pasada. El recelo, la sospecha, la desconfianza y el temor es su estado natural. Viven en un estado de alarma continuo. Y para mi desgracia, quieren hacerme partícipe de ella.
 Lo cierto es que pocas veces he visto alegría en el semblante de estos tipos; la tristeza les acompaña a todos los lugares. Me he encontrado a alguno en la playa, de vacaciones, y le ha faltado el tiempo para venir a contarme, con el periódico en la mano, faltaría más, las últimas novedades. Nefastas, naturalmente.
 Llevan la bandera de la tragedia como emblema, y por mucho que intento alejarme de ellos, no lo consigo, porque me persiguen allá donde saben que me encuentran.
Seguramente es mi error, porque al contrario de escucharles prudentemente, debería darles una brusca respuesta y así, con un exabrupto, por fin quitármelos de encima.

La vida, que puede ser un encanto, acaba siendo lo que nosotros hacemos de ella, por eso yo no pretendo ser feliz por desconocimiento, sino prefiero ser moderadamente infeliz con algún conocimiento.

sábado, 13 de julio de 2013

VIAJES DE VACACIONES por Salvador Moret

Una vez más nos encontramos en el verano de noches de calor sofocante, cuando ir a la cama es un suplicio, y para levantarnos por las mañanas nos cuesta un esfuerzo casi sobrehumano. Pero nos lo exige el trabajo, esa obligación que nos hemos creado bajo el título de sentido de responsabilidad.
No todos, pero la gran mayoría llevamos la responsabilidad inoculada en el cuerpo.
Pero algunos trazos de esperanza nos ayudan a soportar el sacrificio, por ejemplo, las vacaciones estivales que ya están al alcance da la mano.
Es un mes entero dedicado a la holganza; que antes solo eran quince días; y mucho antes solo una semana. Y no hace tanto, pero antes de todo eso, nada.
En la actualidad  muchos prefieren disfrutar ese tiempo de descanso repartido en diversas épocas del año: Navidades, Pascuas, y la mayor parte, naturalmente para el verano.
Tiempo para viajar.
Antes de las vacaciones de quince días, y antes también de las de una semana, los trabajadores reivindicaban unos días de vacaciones al año para el descanso. El trabajo, más duro entonces que ahora, lo requería.
La lucha para conseguir ese mes de vacaciones que disfrutamos ahora cada año fue larga y no fácil, y una vez conseguido, la gente pronto se percató que treinta días era mucho tiempo para pasarlo sin hacer nada. Y descubrió el encanto de viajar. Eso  tan antiguo como es desplazarse de un lugar a otro, que hasta entonces el motivo era casi exclusivamente emigrar, buscar el lugar donde para vivir uno no tuviera que estar muriéndose poco a poco por desnutrición, o simplemente por discrepar de la autoridad.
Viajar por placer era un privilegio que solo lo conocían unos pocos. 
Y eso cambió, ¡y cómo! Si recordamos, en la época de la reconstrucción de Europa, allá por los años cincuenta, más en los sesenta, llegado el verano, las carreteras que cruzan el continente de norte a sur se convertían en ríos de coches corriendo en busca del sol, la playa y el buen tiempo. La época que prometía progreso y bienestar.
En España, ese afán de viajar durante las vacaciones llegó algo más tarde, como casi todo. Cierto que cuando comenzamos a viajar, buscar el buen tiempo no era el motivo para nosotros, de eso teníamos mucho, sino conocer, ver algo nuevo.
Y durante años las agencias de viajes no daban abasto a la demanda, que era variopinta; ningún rincón del mundo quedó inexplorado por recóndito que estuviera, de donde la gente, por cierto, regresaba más cansada que antes de partir.
Es cierto que el trabajo entonces ya no era tan duro como antes, y tal vez por eso, muchos aprovechaban las vacaciones para buscar deportes de riesgo, de cansancio. Las reivindicaciones de antaño, claro está, dejaron de tener sentido.
Con la dichosa crisis, la gente viaja menos ahora, pero aquellos que viajaron tienen sus recuerdos distorsionados, como suele suceder, y atrevidos; hasta se oye decir que conocen La Habana, por ejemplo, por una semana que disfrutaron de sus magníficas playas. O que conocen Nueva York, por un viaje de fin de semana que hicieron. Y lo más audaz que se escucha es cuando alguien asegura conocer el carácter de, por ejemplo, los austriacos, porque pasó quince días en Salzburgo.

Mucha gente sabe hoy algo más de algunos lugares que tiempo atrás, aunque en realidad solo cree saber. Haber estado allí, aunque solo de paso, le da derecho a creerlo. 

martes, 9 de julio de 2013

LA HISTORIA por Salvador Moret

Se contaba que un mentiroso una mañana, cuando regresaba del puerto, con grandes aspavientos iba diciendo que acababa de ver un tiburón de quince metros y más de cuatro toneladas de peso.
Los que les escuchaban, extrañados, manifestaban que no querían perderse esa curiosidad, y todos, sin excepción, se iban hacia el puerto a ver al monstruo.
El mentiroso reía como un canalla.
Por la tarde vio que la gente andaba alborotada, contando que se había visto un gran monstruo en el puerto. Nadie lo había visto, pero nadie ponía en duda que fuera cierto. Y lo decían tan convencidos que al mentiroso le picó la curiosidad.
Y el mentiroso, al puerto que se dirigió a ver al monstruo.
Anécdotas como esta las estamos viviendo cada día. Suceden de continuo, porque pocos analizamos qué grado de veracidad tienen las barbaridades que nos cuentan. Se lanza al aire un rumor y cuando éste, al día siguiente, bien sazonado regresa al autor, el rumor ha dejado de serlo para convertirse en un suceso, de tal forma que nadie, ni siquiera el mismo autor del bulo, lo pone en duda.
La credulidad del inocente es inaudita. Tanto como la del ignorante. Y como el afán de protagonismo está en la naturaleza humana, cada disparate que oímos nos falta tiempo para ir a contarlo al más próximo. Naturalmente con una buena parte de cosecha propia.
Si esta reflexión la extrapolamos a nuestro cotidiano ir y venir por la vida, probablemente también usted se haya preguntado en más de una ocasión: ¿cuánto de realidad hay en las historias que nos cuentan cada día? ¿Y cuánta verdad existe en la Historia que nos han contado? O planteado a la inversa. ¿Cuántos sucesos de la Historia se nos han ocultado?
Seguramente habrá de todo, sucesos que por intereses, siempre por intereses, nunca salieron a la luz, y otros, y esto es lo más alarmante, con una mínima parte de realidad, se nos ha montado una gran historia.
La Historia está plagada de aberraciones, pero por desidia, tal vez por comodidad, asumimos lo que dicen los libros con la mayor naturalidad. Y no nos extrañemos, puesto que a menudo oímos: “lo ha dicho la tele”, dando valor de veracidad indiscutible al comentario, simplemente porque lo ha dicho la tele.
Sucede lo mismo con los libros; tampoco nos paramos a analizar qué grado de veracidad contienen las historias que nos cuentan, no de aquellos que ya de antemano nos advierten “ficción”, no, sino de esos otros que con cuatro datos más o menos adaptados a lo que interpretamos como sucedido, nos anuncian Histórico.
Es un atrevimiento de insensatez enorme no poner en tela de juicio la Historia. Por varias razones. Pensemos, por ejemplo, cómo se desvirtúa la realidad con las traducciones. Pero lo que más adultera la verdad son los intereses, siempre los intereses. Ese afán de aportar al suceso nuestro punto de vista.  
¿Quién no conoce ese dicho popular que afirma que la Historia la escriben los vencedores? Pues, eso.

Lo malo de esta cuestión es que, al final, como en la anécdota del inicio, los mismos embusteros acaban creyéndose la mentira.

jueves, 4 de julio de 2013

ENVIDIA por Salvado Moret

Haber vivido durante muchos años en otro país al de origen, permite a uno hacer comparaciones cuyos resultados a menudo resultan curiosos, que sin que sea bueno ni malo, unas veces provocan el orgullo y otras la envidia.
En España he oído decir a menudo que algo tendremos los españoles de bueno para que tantos extranjeros nos visiten cada año, y que muchos de ellos se queden. Y se olvidan mis compatriotas que muchos de los que se quedan viven en sus círculos privados, bien sean pensionistas o los que vienen buscando un puesto de trabajo.
Tanto unos como otros tienen sus colonias, sus periódicos, sus tiendas. Y se relacionan poco o nada con los lugareños.
Igual que los españoles cuando emigraban en masa. He conocido a centenares de españoles que después de llevar muchos años en el país de acogida, apenas podían entenderse con los habitantes del lugar. Y es que no tenían voluntad, ni tampoco necesidad de esforzarse para aprender el idioma, porque su vida, más allá del trabajo, transcurría entre los suyos. Ellos también tenían sus tiendas, escuchaban emisoras de radio españolas y seguían sus costumbres de origen.
Esto era así porque el motivo de la emigración era cuestión económica, solo económica, como lo es para la mayoría de los que llegan aquí.
Es cierto que actualmente, para muchos de esos pensionistas que se han asentado por nuestras costas mediterráneas, la parte económica ya no representa la ventaja que significó años atrás. España ha encarecido y las pensiones se han equilibrado bastante entre los países. Pero, en gran medida, para ellos lo seductor es el benigno clima mediterráneo y la gran cantidad de días al año que luce el sol. Hay que haber vivido muchos años en países septentrionales para saber lo que significan los largos y fríos inviernos con ausencia de sol durante días y semanas enteras.
Y para los que vienen buscando un puesto de trabajo se les abre el cielo cuando lo encuentran, porque por mucho que nosotros nos quejemos de nuestras miserias, para ellos vivimos como ricos. O sea, las diferencias de lo que encuentran aquí y lo que tienen en sus lugares de origen, sean éstas sociales, económicas o políticas, son abismales.
Sin embargo, hay un aspecto de comportamiento que tal vez nosotros seamos un caso especial, y que no es otro que el masoquismo. Es decir, la perversión con que tratamos lo nuestro.
Y no es solo consecuencia de los separatismos. España no es el único país con regiones que aspiran a separarse. Otros países tienen también que bregar con regiones que buscan lo mismo.
Lo que nos sucede a nosotros lo llevamos en la sangre desde muchas generaciones. Los españoles, desde siempre, vivimos enfrentados; de una parte monarquías, clero, militares, o sea la clase dominante que, no lo olvidemos, siempre ha vivido a su aire, y de otra los vasallos, agricultores y artesanos.
Hoy, que creemos que vivimos en democracia, ya no son la monarquía, el clero o los militares las clases dominantes, pero ¡qué importa!, otros han ocupado su puesto que, para no variar, siguen viviendo a su aire.
No es extraño, pues, que la gente viva en constante enfado con las instituciones. Más exactamente, la mitad nunca estará dispuesta a aceptar como buena ninguna iniciativa del gobierno, y la otra mitad tal vez ponga mala cara, pero callará.

Nadie nos ha enseñado nunca a querer a nuestros dirigentes, o al menos a respetarlos. Lo triste es que tampoco ellos lo han intentado, y origina envidia ver que en otros países, la gente, que también critica a sus gobernantes, suele ser más tolerante con ellos. Y sobre todo, no se hiere en sus propias carnes.