Después de tantos años con la tendencia a la baja, Pablo reflexionaba y
no salía de su asombro sorprendido de no haberse percatado del hecho durante
todo ese tiempo.
O tal vez sí era consciente de ello. Lo que ocurre es que, también él,
encontró siempre más cómodo mirar hacia otro lado y no prestarle atención a la
cuestión.
El acontecimiento no era otro que a pesar de la carestía de la vida que aumentaba
cada año – y también sus ingresos, con lo que se consideraba compensado –
algunos artículos, principalmente los textiles, no solamente no aumentaban sus
precios, sino que bajaban. Y bajaban a importes incomprensiblemente ridículos.
Unos pantalones por quince euros, por ejemplo.
No hacía falta ser muy avezado para entender que algo no cuadraba.
Porque, cuando Pablo enviaba un paquete pequeño por correos, solo el envío le
costaba un par de euros.
Con voluntad de profundizar en el desfase que saltaba a la vista y
golpeaba con fuerza al sentido práctico, Pablo habría encontrado rápidamente
las causas de esa llamada de atención. Porque, con una pequeña regla de tres, y
siguiendo con el ejemplo de los pantalones, enseguida habría comprendido el
descuadre comercial. Solo era cuestión de tener en cuenta los costes de la
materia prima, la confección, el transporte, el beneficio del fabricante, el
del intermediario y el del comerciante, para llegar a una única conclusión. A
saber: alguien de todos ellos perdía dinero.
Los perdedores, nadie lo ignoraba, tampoco Pablo, eran los de la mano de
obra barata. Condiciones laborales rayando en esclavitud. Sueldos de vergüenza.
Escasez total de derechos humanos. Ausencia de contratos laborales; sin
descanso semanal; sin vacaciones; catorce o dieciocho horas de trabajo diario.
Pero comprar a buen precio ahuyenta preocupaciones y, ¡quién se queja de
lo que le beneficia!
Y como decíamos, durante todos esos años, Pablo, como casi todos a su
alrededor, no se ocupó en plantearse esa regla de tres. Y eso que, de vez en
cuando aparecían voces que denunciaban las causas de esas aberraciones, pero
pocos eran los que las escuchaban. Como tampoco se hacía mucho caso de las
advertencias que se vertían en la opinión pública acerca de los componentes
dañinos, tóxicos las más veces, de esas prendas.
Al parecer, tanto Pablo como los de su entorno, que a pesar de la
toxicidad de esas prendas siguen comprándolas, sufren del mismo mal que los
fabricantes: la codicia. Éstos, que sin tener en cuenta las condiciones
infrahumanas de sus empleados solo se ocupan de los beneficios. Y aquellos, que
con tal de comprar barato, no solamente no les importa las circunstancias de
los empleados, sino que es tan elevado el grado de egoísmo, que tampoco les afecta
poner en riesgo su salud con tal de gastar menos.
Para que encima critiquen a los explotadores.
Solo un suceso gravísimo en el que fallecieron cerca de quinientas
personas en el desplome de una de esas fábricas en las que los empleados,
hacinados, consumían sus vidas, sirvió para que Pablo despertara a la realidad
y decidiera cambiar sus hábitos de compra.
Aunque, cabe preguntarse, ¿por cuánto tiempo?Después de tantos años con la tendencia a la baja, Pablo reflexionaba y
no salía de su asombro sorprendido de no haberse percatado del hecho durante
todo ese tiempo.
O tal vez sí era consciente de ello. Lo que ocurre es que, también él,
encontró siempre más cómodo mirar hacia otro lado y no prestarle atención a la
cuestión.
El acontecimiento no era otro que a pesar de la carestía de la vida que aumentaba
cada año – y también sus ingresos, con lo que se consideraba compensado –
algunos artículos, principalmente los textiles, no solamente no aumentaban sus
precios, sino que bajaban. Y bajaban a importes incomprensiblemente ridículos.
Unos pantalones por quince euros, por ejemplo.
No hacía falta ser muy avezado para entender que algo no cuadraba.
Porque, cuando Pablo enviaba un paquete pequeño por correos, solo el envío le
costaba un par de euros.
Con voluntad de profundizar en el desfase que saltaba a la vista y
golpeaba con fuerza al sentido práctico, Pablo habría encontrado rápidamente
las causas de esa llamada de atención. Porque, con una pequeña regla de tres, y
siguiendo con el ejemplo de los pantalones, enseguida habría comprendido el
descuadre comercial. Solo era cuestión de tener en cuenta los costes de la
materia prima, la confección, el transporte, el beneficio del fabricante, el
del intermediario y el del comerciante, para llegar a una única conclusión. A
saber: alguien de todos ellos perdía dinero.
Los perdedores, nadie lo ignoraba, tampoco Pablo, eran los de la mano de
obra barata. Condiciones laborales rayando en esclavitud. Sueldos de vergüenza.
Escasez total de derechos humanos. Ausencia de contratos laborales; sin
descanso semanal; sin vacaciones; catorce o dieciocho horas de trabajo diario.
Pero comprar a buen precio ahuyenta preocupaciones y, ¡quién se queja de
lo que le beneficia!
Y como decíamos, durante todos esos años, Pablo, como casi todos a su
alrededor, no se ocupó en plantearse esa regla de tres. Y eso que, de vez en
cuando aparecían voces que denunciaban las causas de esas aberraciones, pero
pocos eran los que las escuchaban. Como tampoco se hacía mucho caso de las
advertencias que se vertían en la opinión pública acerca de los componentes
dañinos, tóxicos las más veces, de esas prendas.
Al parecer, tanto Pablo como los de su entorno, que a pesar de la
toxicidad de esas prendas siguen comprándolas, sufren del mismo mal que los
fabricantes: la codicia. Éstos, que sin tener en cuenta las condiciones
infrahumanas de sus empleados solo se ocupan de los beneficios. Y aquellos, que
con tal de comprar barato, no solamente no les importa las circunstancias de
los empleados, sino que es tan elevado el grado de egoísmo, que tampoco les afecta
poner en riesgo su salud con tal de gastar menos.
Para que encima critiquen a los explotadores.
Solo un suceso gravísimo en el que fallecieron cerca de quinientas
personas en el desplome de una de esas fábricas en las que los empleados,
hacinados, consumían sus vidas, sirvió para que Pablo despertara a la realidad
y decidiera cambiar sus hábitos de compra.
Aunque, cabe preguntarse, ¿por cuánto tiempo?