Las casas reales europeas
presentan hojas de ruta aparentemente muy similares, y sin embargo, los matices
las hacen muy distintas.
En la actualidad tenemos,
por ejemplo, a la princesa de Noruega Metti Marit muy apreciada por su pueblo,
cuando hace poco más de un año, por aquello de su pasado y sus maneras
plebeyas, pocos ofrecían un céntimo por ella.
En cambio, si observamos la
trayectoria de la princesa española Letizia, ésta ha seguido el camino a la
inversa. Muy apreciada por el pueblo hace cosa de dos años y actualmente la
mayoría de comentarios que se escuchan sobre ella la ponen a los pies de los
caballos.
Uno supone que habrá motivos
para que así sea. Pero, ¿sobre quién recae la responsabilidad de ese saldo,
sobre las protagonistas o sobre sus respectivos pueblos? Probablemente viene a
ser lo mismo, porque tanto una como la otra, estas princesas salen del pueblo,
son el pueblo, por lo tanto cualquier otra en su lugar tendría un
comportamiento similar.
¿Y el pueblo? Pues, ahí
están las diferencias.
Hoy en día creemos que el
proceder de los hombres es el mismo no importe dónde, y creer eso es alimentar
un error, porque no es cierto. Por las fronteras, esos muros inexistentes pero
potentes, franquean muy fácilmente cualquier tipo de mercancía dañina – también
de la otra, por supuesto – capitales fraudulentos, personajes buscados por la
policía de medio mundo y personajes con las más diversas cargas sobre sus
espaldas. Lo que no pasa con tanta facilidad son las costumbres ni la forma de
pensar, y mucho menos los matices cotidianos. O si lo hacen es en un nivel
inapreciable.
Un ejemplo práctico lo
encontramos cuando nos ponemos al volante en un país que no es el nuestro. Las
señales son las mismas, la interpretación también, pero pequeños matices lo
hacen diferente, tanto es así que durante los primeros minutos de rodaje hemos
de poner mucha atención en el tráfico si no queremos ser arrollados o arrollar
a alguien.
Y el ejemplo de las dos
princesas anteriormente mencionadas viene a demostrar que cada país tiene
formas de enjuiciar los actos de sus personajes representativos según su
idiosincrasia.
Si nos fijamos en la casa
real inglesa, cuyos miembros, algunos de ellos al menos, han tenido conductas nada
ejemplares en los últimos años, comportamientos nefastos cabría decir, que para
los españoles serían inaceptables, y sin embargo, los ingleses, y también muchos
que no lo son, los adoran.
No quiero imaginarme lo que
sucedería en España si nuestros príncipes hubieran presentado conductas de ese
estilo. Como muestra, y para hacernos una idea de lo que podría llegar a ser, tomemos
como ejemplo los últimos deslices del Rey. Surgieron críticas de todos los
rincones; se cuestionaron aspectos que nada tenían que ver con la monarquía y sí
con la persona; se mezclaron intereses políticos y humanos; y se confundió a la
opinión pública con exigencias del regreso a la república.
Ciertamente, los españoles
no dudamos de las andanzas extramatrimoniales de nuestro monarca; es más, es de
público conocimiento que lo lleva el apellido. Y lo aseguramos con la mayor
naturalidad, aunque pocos, muy pocos, lo sepan con certeza. Lo curioso del caso
es que los comentarios los acompañamos con una sonrisa.
La gracia de este asunto es
que nosotros criticamos los actos del monarca sin darnos cuenta que adoramos la
hipocresía.