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sábado, 30 de noviembre de 2013

LA FE CURÓ A MARTA... por Salvador Moret

Marta se conocía el camino del hospital tan bien que habría podido acercarse con los ojos cerrados. Cada día sabía de antemano las dificultades que iba a encontrar para llegar y para aparcar, las plantas y pasillos por los que tenía que transitar hasta alcanzar la consulta, y estaba al tanto de la amabilidad o la falta de ella de cada facultativo.
Tantas visitas acabaron por resultarle aburridas. Por supuesto no fue así al principio. A las primeras consultas acudía preocupada, después con temor, y más tarde comenzaron a parecerle un fastidio. Marta tenía su preocupación, claro, ¡cómo no la iba a tener! Pero también tenía confianza en los médicos. Hasta hoy.
Le hubieran podido prevenir con un poco de delicadeza. Pero no, al parecer el escrúpulo no figuraba en el manual. Tanto tiempo diciéndole que el mal remitía, que no se preocupara, que todo ería bien, y hoy, de repente, el desahucio.
Por su mente, veloz como solo el pensamiento es capaz, pasó la película de su vida y se dispuso a ver la próxima secuencia, la última: “FIN”.
Pero Marta, acostumbrada a afrontar la adversidad con espíritu de vencedora, tampoco en esta ocasión lo dio todo por perdido. Sin pensar más en los médicos, desde luego. Éstos la habían entretenido durante más de un año y no quería volver a empezar. No, ahora buscaría otros medios.
Posiblemente la enfermedad seguía haciendo su camino, pero ella todavía se encontraba con fuerzas para hacer frente al destino. Y se introdujo en los círculos esotéricos que tanto había oído hablar.
Se sorprendió de la oferta que existía, y superada ésta comenzó a escribir direcciones, porque no quería llamar por teléfono, sino ir personalmente. Y de los consejos que escuchó, de lo más variopinto, por cierto, enseguida puso alguno en práctica. Pero como si lloviera. Otros ni los tuvo en cuenta. Y hasta los hubo, los menos, tan extravagantes que le hicieron reír.
En su peregrinaje, un día tropezó con un santurrón cuyo aspecto echaba para atrás, cargado de cruces y medallas, quien le dijo:
-         El único remedio que puede curar tu mal es tocar la madera de la barca en la que pescaban los apóstoles cuando Jesucristo les invitó a seguirle.
Un tanto extraño le pareció a Marta el consejo, pero lo aceptó, tal vez por el aspecto tragicómico que le hizo el santurrón. Y allá que se puso a buscar.
Siempre con el ánimo presente y sin perder la esperanza, caminó, preguntó, viajó por países extraños, visitó pueblos y aldeas. Su fortaleza moral no desfallecía, pero sí la fuerza física que sentía cómo el cansancio se iba cargando sobre sus espaldas, y sus piernas casi le impedían dar un paso más. Pero el destino quiso que en sus últimas jornadas de peregrinaje encontrara la barca.
La tocó e inmediatamente se sintió curada. ¡Qué dicha, sentirse bien de nuevo!
Regresó a su ciudad, y contenta contaba a todo el mundo cómo se había recuperado. Fue a ver al santurrón para agradecer su consejo.
-         Me alegro de verte curada, pero piensa que la barca que encontraste no era la de Jesucristo y sus apóstoles. Comprenderás que de ello hace muchos años.


… Y NO LA MADERA DE LA BARCA.

lunes, 9 de septiembre de 2013

POLIGLOTA, ¿QUÉ ES ESO? por Salvador Moret

Que en los tiempos que corren el conocimiento de idiomas es imprescindible, es algo que pocos discuten. El mundo se está quedando pequeño y uno no puede limitarse a hablar la jerga que se habla en su barrio y al mismo tiempo creerse un hombre de mundo.
Podemos tomar las ofertas de trabajo como ejemplo de que conocer idiomas es necesario. No se prodigan las ofertas de trabajo, es cierto, pero las que se anuncian, casi todas exigen conocimiento de inglés, principalmente inglés, para no importe qué puesto.
También es cierto que cada vez son más los que conocen bastante bien o muy bien alguna lengua extranjera, el inglés ante todo, y también alemán o italiano. Y en casos exóticos, ruso, chino o árabe. El francés, de imprescindible conocimiento en otros tiempos, está de capa caída y a excepción de los mayores, son pocos los que lo hablan. Entre los jóvenes, a juzgar por las escuelas de idiomas, hay muy pocas solicitudes.
Con todo y a pesar de que la gran mayoría aceptamos esa conveniencia de conocer idiomas, los españoles continuamos muy cómodos con el nuestro, y solo las exigencias profesionales nos empujan a hacer algún que otro curso intensivo, las más veces deprisa y corriendo, para poder cubrir el expediente. Bien lo saben los de recursos humanos, cuando el candidato de turno que aspira al puesto de trabajo en cuyo currículo respondía a la pregunta de conocimiento de inglés con “bueno”, en el reconocimiento personal, el resultado no es ni bueno ni malo, sino deficiente o nulo.
Hay diferentes teorías de por qué somos poco interesados en conocer idiomas extranjeros. Algunos dicen que al no conocer bien el propio, no hay interés en conocer los otros; también hay quien opina que es cuestión geográfica, España queda lejos de ese galimatías de dialectos centro europeos, y con el nuestro nos entendemos que da gloria; los hay que opinan que todo se reduce a aquello que se decía de que inventen ellos, cedido aquí a que aprendan ellos.
Probablemente haya de todo un poco. En cualquier caso, sería maravilloso si con el nuestro nos entendiéramos, pero la historia nos demuestra que los españoles nunca nos hemos entendido muy bien entre nosotros.
Pero los tiempos cambian y las tendencias también. Ahora, la emigración no se orienta hacia América como era tradicional en España, sino que ahora se dirige hacia Europa, y en ese cambio de tendencia se aprecia, mucho más que en los viajes de fin de semana o de quince días más allá de los Pirineos, que se rompe con esa tradición de pleno desconocimiento de lenguas extranjeras.
Y como la emigración se ha centrado en unos círculos determinados de la sociedad, cuyas causas, ya sabemos, siempre ha sido encontrar un puesto de trabajo, son esos círculos y no otros los que han abierto la brecha de los idiomas.
Los que siguen reacios a los idiomas son aquellos que no tienen necesidad de salir al extranjero a buscar un puesto de trabajo, entre los que se cuentan los políticos. Ellos hacen su carrera sin necesidad de otros idiomas, muy particular el suyo, por cierto, que consta en maquinar, urdir, engañar, conspirar, enredar. Ese es su idioma preferido. Además, ¿otros idiomas, para qué?
Por eso, cuando alguno de ellos asciende y tiene que enfrentarse a sus colegas internacionales, ¡uf, qué pena oírles!

Y encima, todavía se ufanan de disponer de un vasallo que les tenga que traducir.

martes, 3 de septiembre de 2013

CRITERIOS INTERESADOS por Salvador Moret

Los famosos cuentos que durante muchos años han sido la delicia de los niños y orientación de una moralidad ejemplar, de pronto nuevas formas y nuevos criterios se pronuncian en contra y nos dicen que todo aquello era falso, engañoso y manipulador de masas. Los siete enanitos ni eran trabajadores ni bonachones, sino fornicadores rayando en lo sádico, y Blancanieves, ay, poco menos que una prostituta. Y Caperucita, la pobre, de inocente muchachita como la creíamos, de pronto resulta que era una seductora que con sus zalamerías seducía al lobo. Y del flautista de Hammelin nos dicen…
En fin, todo aquello que nos enseñaron y que años más tarde enseñamos, un engaño. Varias generaciones viviendo en el error. Tantos años transcurridos, y, ¿cómo nadie se dio cuenta del equívoco? ¿Cómo fue eso posible? ¿O tal vez el equívoco es la visión actual?
Probablemente estamos rizando el rizo, como suele decirse, y podría ser que la falta de imaginación y escasa originalidad que nos envuelve y nos incapacita para nuevas ideas, nos remolca a entretenernos en sacar punta a los descubrimientos que otros nos legaron.
Ocurre otro tanto con muchos pasajes de la Historia. Durante muchos años nos han enseñado epopeyas de nuestros antepasados y ahora, para nuestro desengaño, surgen teorías que vienen a deshacer todo el encanto con el que nos habíamos recreado.
Al contrario que en el caso de los cuentos, que solo es ficción, nos enteramos ahora que aquellas heroicidades que creíamos, resulta que escondían aspectos no tan heroicos y a menudo deleznables.
Muy de lamentar eso de que según el gobierno de turno, en base a su forma de pensar, o por sus intereses, o tal vez por motivos varios que quedan lejos de nuestro entendimiento, la Historia nos llega cercenada, para resaltar hasta la exageración una parte, la conveniente, la interesada, que solo transmite media realidad, porque la otra mitad que ocultan no aporta beneficios para sus teorías, o peor, que las pudiere perjudicar, lo que nos lleva al común mortal a transitar por la vida con la mayor ignorancia.
Es cierto también, y así hay que reconocerlo, al contrario que en los cuentos, que en los hechos históricos, en las gestas, no es fácil separar el blanco del negro. Lo repudiable, sin embargo, es ocultar deliberadamente la realidad, no importe los motivos.
Así tenemos, por ejemplo, el descubrimiento de América, que muchos y durante muchos años hemos creído como la grandiosa gesta del estado más poderoso de la Tierra en aquel entonces, que con las mejores y más nobles intenciones quiso enseñar y cristianizar a aquellos pueblos ignorantes, mientras que a esa primera parte, las nuevas teorías añaden el avasallamiento que se exigió a aquellos pueblos, no tan ignorantes, y el expolio al que fueron sometidos.
Otro tanto sucede con la expulsión de los judíos, que durante muchos años, nada menos que quinientos, se nos ha estado diciendo la acertada decisión para bien de España y del cristianismo, y ahora aparecen teorías que, muy al contrario, nos dicen el gran error, cultural y financiero, que se cometió con aquella política equivocada.

Hay muchos episodios en nuestra Historia que tal vez por sí mismos no sean dignos o indignos, sino que son reprobables porque se nos cuentan con criterios interesados.

martes, 27 de agosto de 2013

LAS REALEZAS EUROPEAS por Salvador Moret

Las casas reales europeas presentan hojas de ruta aparentemente muy similares, y sin embargo, los matices las hacen muy distintas.
En la actualidad tenemos, por ejemplo, a la princesa de Noruega Metti Marit muy apreciada por su pueblo, cuando hace poco más de un año, por aquello de su pasado y sus maneras plebeyas, pocos ofrecían un céntimo por ella.
En cambio, si observamos la trayectoria de la princesa española Letizia, ésta ha seguido el camino a la inversa. Muy apreciada por el pueblo hace cosa de dos años y actualmente la mayoría de comentarios que se escuchan sobre ella la ponen a los pies de los caballos.
Uno supone que habrá motivos para que así sea. Pero, ¿sobre quién recae la responsabilidad de ese saldo, sobre las protagonistas o sobre sus respectivos pueblos? Probablemente viene a ser lo mismo, porque tanto una como la otra, estas princesas salen del pueblo, son el pueblo, por lo tanto cualquier otra en su lugar tendría un comportamiento similar.
¿Y el pueblo? Pues, ahí están las diferencias.
Hoy en día creemos que el proceder de los hombres es el mismo no importe dónde, y creer eso es alimentar un error, porque no es cierto. Por las fronteras, esos muros inexistentes pero potentes, franquean muy fácilmente cualquier tipo de mercancía dañina – también de la otra, por supuesto – capitales fraudulentos, personajes buscados por la policía de medio mundo y personajes con las más diversas cargas sobre sus espaldas. Lo que no pasa con tanta facilidad son las costumbres ni la forma de pensar, y mucho menos los matices cotidianos. O si lo hacen es en un nivel inapreciable.
Un ejemplo práctico lo encontramos cuando nos ponemos al volante en un país que no es el nuestro. Las señales son las mismas, la interpretación también, pero pequeños matices lo hacen diferente, tanto es así que durante los primeros minutos de rodaje hemos de poner mucha atención en el tráfico si no queremos ser arrollados o arrollar a alguien.
Y el ejemplo de las dos princesas anteriormente mencionadas viene a demostrar que cada país tiene formas de enjuiciar los actos de sus personajes representativos según su idiosincrasia.
Si nos fijamos en la casa real inglesa, cuyos miembros, algunos de ellos al menos, han tenido conductas nada ejemplares en los últimos años, comportamientos nefastos cabría decir, que para los españoles serían inaceptables, y sin embargo, los ingleses, y también muchos que no lo son, los adoran.
No quiero imaginarme lo que sucedería en España si nuestros príncipes hubieran presentado conductas de ese estilo. Como muestra, y para hacernos una idea de lo que podría llegar a ser, tomemos como ejemplo los últimos deslices del Rey. Surgieron críticas de todos los rincones; se cuestionaron aspectos que nada tenían que ver con la monarquía y sí con la persona; se mezclaron intereses políticos y humanos; y se confundió a la opinión pública con exigencias del regreso a la república.
Ciertamente, los españoles no dudamos de las andanzas extramatrimoniales de nuestro monarca; es más, es de público conocimiento que lo lleva el apellido. Y lo aseguramos con la mayor naturalidad, aunque pocos, muy pocos, lo sepan con certeza. Lo curioso del caso es que los comentarios los acompañamos con una sonrisa.

La gracia de este asunto es que nosotros criticamos los actos del monarca sin darnos cuenta que adoramos la hipocresía.  

jueves, 22 de agosto de 2013

LA VENDA EN LOS OJOS por Salvador Moret

Me lo pregunto muchas veces, ¿cuándo le caerá a la gente la venda de los ojos? Esa que impide razonar.
A menudo tengo la impresión de que se dan algunos pasos en esa dirección, pero de pronto observo que mi impresión es solo una quimera. Y es que la cabra acaba tirando al monte.
Los abusos de poder que la prensa denuncia a diario, al parecer no bastan para abrir los ojos a la gente. Tampoco sirven las evidencias de una corrupción galopante que para nuestra desgracia viene de muy antiguo. Y además, cada día nos desayunamos con noticias que alteran el sosiego de las personas, y no obstante, tampoco son motivo suficiente para que la gente despierte de su somnolencia.
Sí, claro, muchos se quejan, se enfadan, hasta despotrican, pero, ¡ah!, solo cuando esas denuncias van dirigidas a los de enfrente. Principio éste que resume la gran cuestión.
Esa es mi frustración. Y esa es también la pregunta del inicio.
Y sigo preguntándome, ¿es que la gente no lo ve, no lo quiere ver, o quizás son otras causas?
Ha quedado demostrado, y constantemente tenemos ejemplos de los abusos que se permiten por las altas esferas, pero como si lloviera. Tengo la impresión de que para mucha gente todavía es válida aquella filosofía de que la doctrina de izquierdas es la solución del pueblo, y a su vez, la filosofía de la derecha es  la explotación del pueblo, al que solo quieren esquilmar. Para otros, la izquierda no aporta progreso y la derecha es la que produce riqueza.
Y no ven que no es así. ¿Porque no quieren verlo o porque el motivo principal es el arrebato? Parece que pasiones ocultas impiden que aflore la razón, y por eso muchos todavía ven a sus personajes con algún defectillo, pero disculpable, y a los otros, a los de enfrente, como malvados y corruptos, dignos del fuego eterno, sin querer admitir que no hay nadie mejor que otro, por no decir que no hay nadie bueno.
O sea, malvados los hay aquí, y también allí. Y corruptos también.
No hay razón objetiva para defender ni a unos ni a otros, pero tal vez por inercia, lo hacemos; o más probable todavía porque las ataduras de las creencias nos hacen ver una realidad distorsionada, algo así como reza ese dicho tan antiguo que viene a decir que no hay peor ciego que el que no quiere ver.
O tal vez sea aquello de que es más fácil ver la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio.
Considero una tragedia que veamos a nuestros adversarios como enemigos, cuando el enemigo, que no adversario, es otro. El verdadero enemigo es ese malvado que manipula para que los ciudadanos estemos siempre enfrentados, siempre a la greña, y así beneficiarse de nuestras diferencias. Y mientras no entendamos que somos juguetes en sus manos, seguirán gobernando los corruptos, y así reafirmar que tenemos lo que nos merecemos.
Pero si un día la luz nos ilumina la mente y la inteligencia nos sitúa por encima de nuestras absurdas ataduras, los que viven a costa del sudor de los que producen no tendrán razón de ser y desaparecerán.

Pero, ¿caerá algún día esa venda de los ojos?

viernes, 16 de agosto de 2013

EL CHIVATO por Salvador Moret

No es un personaje el chivato que pueda vanagloriarse de serlo. El chivato, también llamado soplón, aunque no es exactamente lo mismo porque hay matices que lo diferencian, está mal visto, criticado y hasta menospreciado. Y, sin embargo, muchos pecamos de ello, a veces inconscientemente, a veces con cierta malicia, y otras veces por vanidad. Eso de ser el primero en dar una noticia viste mucho.
Y a pesar de estar mal visto, viene una ministra a pedirnos que trabajemos para ella en el puesto de chivato. Sin remuneración alguna, por supuesto.
Que esta ministra sea miembro de un partido político demuestra que también ellos son humanos, porque igual que un futbolista compite hoy contra los que ayer eran sus compañeros, o un vendedor pasa a vender el producto que ayer era su feroz competencia, los políticos alternan de progres a moderados o viceversa sin mayores trastornos de conciencia. Y es que en la práctica, el ciudadano no advierte diferencias.
Es su profesión, y si pueden incrementar sus ingresos, igual que el futbolista o el vendedor, ¿por qué no van a poder cambiar a la competencia?
Quiero decir con ello que igual podría ser un ministro del ala progresista o conservadora quien deseara contratarnos para ese puesto no remunerado de chivato.
Así, sin pagar salarios, cualquiera puede emprender un negocio.
Esta petición de denunciar al infractor – que no exigencia, al menos por el momento, aunque con el tiempo todo es posible – la ministra nos la presenta casi como un deber de ciudadano, porque el defraudador – nos dice la ministra – nos perjudica a todos.
Y es cierto, nos perjudica a todos. Lo que se calla la ministra es la coletilla de “no a todos por igual”.
Reconoceremos, no obstante, los rasgos humanos de la ministra. Porque, ¿a quien se le escapa que la acción de pedir es muy humana? Y es que, aunque tengamos el buche lleno, no solemos hacer ascos a lo que podamos añadir sin coste alguno.
Como decía, la ministra nos invita a hacer un trabajo sin remunerar, ¡qué desfachatez! ¡Si para eso ya tiene a sus empleados, que cobran y no poco, y además dispone de un enjambre de enchufados, llamados asesores, que podrían salir a la calle y producir!
Pero lo más triste de este asunto está más allá de la cuestión económica. Porque no nos olvidemos, llevamos trece años del siglo veintiuno, y esas prácticas del chivatazo fueron famosas en el siglo pasado y llevadas a cabo por regímenes autoritarios, despóticos y tiranos.
El olvido es otro rasgo humano de la ministra. Se olvida que esos hábitos de espionaje, practicados hasta en el seno de las familias, eran propios de las dictaduras; y la ministra, dejándose llevar de ese pronto humano, nos incita a denunciar a esos amigos, vecinos o familiares que trabajan para mal vivir sin pagar impuestos, tal vez porque si los pagaran tendrían que vivir mucho peor que mal.
Puede parecer injusto que mientras unos pagan impuestos, otros no lo hagan, es posible, pero más injusto parece que muchas familias hayan trabajado toda su vida, hayan ahorrado cuatro perras y lleguen a la vejez y, por despilfarros de los políticos, leyes arbitrarias y corrupción desbocada, se vean abocados a la miseria.

La señora ministra, si quiere chivatos, debería comenzar por denunciar los desmanes que seguramente se acumulan dentro de casa.

miércoles, 14 de agosto de 2013

¿SOLO INJUSTO? por Salvador Moret

No me sucede cada día; ni tampoco a menudo; pero sí alguna que otra vez. Y aunque no siempre es igual, mi raciocinio se desmocha siempre, en cada ocasión, y soy incapaz de comprender cómo es posible que asumamos con tanta naturalidad la estructura social que nos hemos montado.
Me refiero a ese dispar destino de las personas. El príncipe Adolfo, que nació entre algodones, cuidado y reverenciado desde el primer día, tiene fama de ser caritativo, coopera en organizaciones humanitarias, es un buen deportista, sus aventuras mujeriegas, pese a los intentos de ocultarlas son de general conocimiento, algunas rayando el escándalo, y no obstante es admirado, su fotografía aparece cada semana en las revistas de mayor tirada de todo el mundo, y llegará un día que, aclamado por la muchedumbre, heredará el reinado junto con una fortuna incalculable.
Nada que ver con ese pequeñajo que desde que llegó a este mundo en algún remoto país del sur de América, o de África, tal vez de Asia, jamás ha recibido una caricia, ¡qué digo! ni siquiera una alimentación adecuada. Los primeros años a espaldas de su madre, como una mochila, mientras ella perdía sus fuerzas con trabajos duros, propios de los asnos. Posteriormente y desde muy pronto, mocoso todavía, tuvo que buscárselas para subsistir, disputándose con otros iguales la pequeña miseria que les quedaba a su alcance; maltratado, explotado y nunca reconocido; y sin acceso a la cultura será de por vida catalogado como ignorante.
Y dicen que todos los hombres somos iguales.
El ejemplo es realmente extremado, pero no por eso irreal. Lo estamos viendo a diario a través de esa prodigiosa ventana que es la televisión. Y, probablemente, el ejemplo no refleje la realidad en toda su crudeza.
Esos arquetipos que presenciamos sentados cómodamente en el salón de nuestras casas nos sublevan, no cabe duda, pero poco rato, porque a continuación el paisaje de esa misma ventana nos invita a unas felices vacaciones o unas ventajosas rebajas. O tal vez porque el espectáculo, de tanto repetirse, nos ha ido endureciendo la piel y ya supera a la de un cocodrilo. Aunque lo más seguro sea que esas historias nos quedan muy lejos.
Parece una contradicción: nos subleva y al mismo tiempo nos abrazamos a la indiferencia, sean las que sean las causas que lo motivan. El hecho es que es así.
Otro aspecto del dispar destino de los humanos lo tenemos al alcance de la mano y nos envuelve a diario, cuyas diferencias también nos enfurecen, pero también por poco rato. Aunque, al afectarnos más de cerca, nuestro furor se prolonga unos minutos más. No mucho más, desde luego. Posiblemente porque hemos asumido que es así y, sí es cierto que nos quejamos, nos enfadamos y lo criticamos, pero eso es todo lo que se nos ocurre.
La misma ventana que nos transporta a lugares lejanos y paradisíacos; que nos muestra la desventura de pueblos enteros; que nos informa de fiestas y alegrías de los privilegiados; esa misma ventana, digo, nos enseña también los desperfectos de la sociedad más cercana, cuando para aumentar tres euros el salario de los empleados, las partes discuten durante medio año, y en una sola sesión el consejo de administración acuerda repartirse una suma similar o superior a la que, posiblemente, un empleado no ingresará en toda su trayectoria laboral.

¿Injusto? ¿Solo injusto?

lunes, 5 de agosto de 2013

DERECHOS DE AUTOR por Salvador Moret

Nunca me ha gustado la expresión “derechos de autor”, y la verdad es que no sé muy bien por qué. O tal vez sí, pero inconscientemente. Creo que es por eso de derechos, palabra que me repele, y que de pronunciarla tan a menudo y para tan diversos motivos ha llegado a perder el significado de su origen.
Los derechos de autor es una más de esas variedades, que por cierto, tampoco me gusta la existencia de la sociedad de autores ni lo que defiende.
¡Qué es eso de derechos de autor! O mejor expresado sería: ¿por qué unos autores sí, y otros no?
Me parece que esos derechos son más bien privilegios; derechos creados, que aquellos que se benefician callan y van viviendo; los perjudicados directamente, con la pistola ante sus narices, callan y van pagando; y los demás, que no se enteran ni lo pretenden, no opinan.
En realidad, los derechos de autor es un club para intelectuales, o así se cree. Es una variedad con grandes y pertinentes diferencias, por supuesto, de lo que significan las patentes, que tiene mejor justificación como recompensa por el esfuerzo, tiempo y capital invertido.
Pero el intelectual, que también invierte esfuerzo y tiempo, lo que significa capital, tiene su recompensa con la divulgación de su obra, como el industrial con la venta de su producto, por lo que la sociedad de autores debería vigilar que no se cometiera plagio, pero quedar ajena a cobros y repartos de dineros.
Y esa es la gran cuestión, el dinero.
Porque si de premiar la originalidad se trata, esta sociedad de autores debería acoger también a todos aquellos que lanzan al mercado una innovación, sea cual fuera el producto. Pensemos, si no, en ese diseñador de moda que ha construido un sillón para que en las sesiones de televisión nos sintamos más cómodos.
Si nos paramos a pensar, la lista de artículos es larga, pero a excepción de los intelectuales, los demás quedan excluidos. Algo injusto, ¿no le parece? Porque es una discriminación.
Y uno se pregunta, ¿qué tendrán los intelectuales? ¿No será que ese privilegio les viene de tiempos pasados cuando el mundo era muy diferente, cuando las condiciones de vida en absoluto se parecían a las actuales, y que en aquel entonces esa dispensa, posiblemente, tuviera razón de ser?
El mundo progresa y los intelectuales siguen anticuados, con hábitos de un pasado que se ha quedado obsoleto, pese a que ellos se definen vanguardistas.

No cabe duda que a día de hoy, el club de intelectuales que defiende los derechos de autor todavía sigue vigente con una tradición arcaica solo por desinterés de unos e intereses de otros. O dicho de otro modo, porque para muchos es más cómodo mirar a otra parte, y simplemente por la indolencia de la mayoría, que no se atreve a denunciar que esos derechos están fuera de lugar porque el club ha quedado convertido en un poder abusivo que solo beneficia a unos pocos.

martes, 30 de julio de 2013

DESCONOCIMIENTOS por Salvador Moret

Supongo que no seré el único y que muchos otros se habrán planteado las mismas preguntas que me planteo yo sobre lo que desconocemos.
Resulta que, a veces, miramos a nuestro alrededor y observamos a vecinos, conocidos, compañeros de trabajo, gente, en suma, con quien tratamos a diario o casi, y nos preguntamos: ¿cuántas lagunas de desconocimiento les acompañan?
Porque, en realidad, se puede vivir muy bien, por ejemplo, sin saber hacer una raíz cuadrada.
Naturalmente podemos invertir la pregunta. ¿Cuánta de esa misma gente con la que tratamos diariamente posee amplísimos conocimientos de materias de las que no tenemos ni idea?
O sea, que conocemos muy poco de nuestro prójimo, y aun así, nos apresuramos a ubicar a la gente en un escalón determinado de esa escalera imaginaria que parte desde nuestra perspectiva. Y lo hacemos guiados por signos externos que muchas veces nos llevan a estrellarnos estrepitosamente.
Probablemente tendemos a posicionar a los demás por la simple razón de saber dónde estamos nosotros.
Las apariencias, sin apenas haber cruzado más de diez palabras con esa persona en cuestión, estimulan a formarnos una imagen, con el riesgo, claro está, que si la casualidad nos lo permite y un día tenemos ocasión de escuchar sus opiniones, es posible que nos caigamos de espaldas.
Puedo imaginarme que también usted haya tenido la experiencia de haberse cruzado a menudo con un vecino en el ascensor, muy atento, educado, prudente, y de repente encontrárselo en una reunión, oírle hablar y resultar un patán.
O totalmente lo contrario. Ese chico del barrio, con pendientes, siempre con pantalones rotos, descuidado, y un día se topa usted con su fotografía en el periódico local con el titular que le anuncia como primer violín de la orquesta municipal.
Con todo, es bien cierto que desconocemos más que sabemos, cuestión por lo demás natural, simplemente porque es imposible abarcar todos los campos ni siquiera superficialmente.
Y está bien que asumamos con humildad esta realidad: no podemos saber de todo. Pero los hay que se acogen con fuerza a este principio y, dejándose llevar de la comodidad, se abandonan a la indolencia y viven la mar de a gusto en la ignorancia.
En otras épocas, cuando el conocimiento era un trampolín para situarse en la sociedad, el afanarse por adquirir conocimientos era primordial, pero eso ha cambiado. Actualmente, las muestras que tienen a su alcance los jóvenes no siempre son un ejemplo a seguir.
Por lo demás, cada cual puede emplear su tiempo leyendo, jugando con la pelota o mirando cómo pasan las nubes, faltaría más.

Pero, cuando alguien que ha preferido el camino cómodo, sin esfuerzo y no sabe hacer la o ni con un canuto, debería prescindir de aspirar a un puesto en la administración del estado, en cualesquiera de sus variantes, porque es muy posible que no esté en condiciones de administrar adecuadamente los dineros de los impuestos. De los impuestos de todos, también los suyos y los míos. 

martes, 23 de julio de 2013

LO QUE VALE NUESTRA OPINIÓN por Salvador Moret

En España tenemos la costumbre, la mala costumbre, de precipitarnos a la hora de juzgar. Y lo peor es que lo hacemos dejándonos llevar de las simpatías o ausencia de ellas. O simplemente porque alguien que no nos cae bien opina lo contrario. ¡Cómo voy a estar de acuerdo con ese indeseable!
Y, naturalmente, de inmediato encontramos un sinfín de motivos que justifican nuestra posición, contraria a la de ese berzotas y los que le acompañan, por supuesto.
Es cierto que esa mala costumbre de juzgar precipitadamente y sin pruebas no es exclusividad nuestra, pero ya lo dice ese refrán tan sabio y del que deberíamos aprender a ser más prudentes, “en todos los países cuecen habas, y en el mío a calderadas”.
Pues eso.
Es muy frecuente en nosotros apresurarnos a emitir un veredicto sin dar una oportunidad a la sensatez. A menudo no reflexionamos de un modo objetivo las conductas o los actos de los demás antes de expresar nuestra opinión y, sin más, allá va, soltamos nuestro parecer y, sin tener en cuenta las consecuencias, nos quedamos más anchos que altos.
Y a continuación sale lo más característico, porque una vez pronunciada la primera expresión, nos posicionamos ante los hechos de forma dramática y pase lo que pase ya nadie nos hará retroceder. Y si por aquello de la casualidad surgiesen indicios de que pudiéramos estar equivocados, nosotros seguiremos erre que erre, y encontraremos argumentos y justificaciones que, aun siendo ridículas, excusaremos con tal de no volver sobre nuestros pasos. Cualquier cosa antes que aceptar que los demás pudieran tener razón.
No es extraño, pues, que vivamos en continuo enfrentamiento, porque dar un paso atrás y reconocer nuestro posible error nos lo tomamos como afrenta, como vergüenza, como el honor perdido, como falta de hidalguía, y cosas ridículas de ese estilo.
Y si llega el caso, que sucede, que los jueces emiten un veredicto opuesto al nuestro, antes que aceptarlo como bueno nos sentiremos defraudados por la justicia, y acto seguido, muy ofendidos saldremos a proclamar a los cuatro vientos que los jueces son injustos, que están comprados, que son enchufados y que solo hacen lo que les dictan, y así una sarta de calificaciones a cada cual peor, todo para que nuestra opinión no desmerezca.
No es extraño que fuera de España nos consideren orgullosos, y no siempre en el mejor de los sentidos. A nosotros, que no valoramos igual el calificativo, nos ciega la vanidad y nos sentimos muy orgullosos de esa singularidad. Faltaría más.
Ya dejó constancia de ello Benedicto XIII, más conocido como el Papa Luna, a principios del siglo XV, cuando el gran cisma de occidente, que se mantuvo en sus trece sin dar un paso atrás. Y bien que lo defienden y ensalzan todavía hoy muchos de nuestro entorno.

O sea, que nuestro proceder no es novedoso, sino que nos viene de cuna, y no falta quien asegura, indudablemente los de afuera, esos que no nos quieren bien, que eso de empecinarnos en nuestra opinión aunque sea equivocada, es la muestra más absurda de orgullo. 

domingo, 21 de julio de 2013

¿TE HARÁ FELIZ LA IGNORANCIA? por Salvador Moret

Hace muchos años oí decir que para ser feliz había que ser muy ignorante; cuanto más ignorante mayor felicidad. Me pareció una salvajada, y durante mucho tiempo siguió pareciéndomelo.
Sigo pensando igual, aunque a veces me pregunto si aquel que dijo aquella barbaridad pensaba lo mismo que esa gente que hoy se empeñada en confirmar tal aserto, a saber: que estar al corriente de los acontecimientos es estar abocado a la depresión.
Algunos aseguran que escuchar las noticias les arrastra a ese estado de ánimo del que ha desaparecido toda esperanza de sentirse medianamente contento.
No pongo en duda esas malas noticias que nos traen a diario los profesionales de la información, pero el raciocinio me dice que, además, deben suceder otros muchos acontecimientos que aporten confianza y que estimulen al ciudadano a ilusionarse por un futuro menos agobiante.
Tal vez todo sea cuestión de rentabilidad, es decir, que las buenas noticias no vendan y haya que hacer uso de las otras, y precisamente por eso, el periodista de hoy en día, en vez de buscar el lado positivo de la noticia, recurre al pavor. O a lo peor es que no sabe más que alarmar, embadurnar la noticia con colores chillones y hacer uso de esas expresiones que asustan, principalmente en los titulares, que es a lo máximo que alcanzan a leer los más exaltados.
Porque, en la era de la precipitación no hay tiempo para pararse en minucias. Uno lee el titular y considera que ya está al corriente del tema. Además, no se puede entretener, porque no tendría tiempo para leer los otros veinticinco titulares que siguen a continuación.
Lo curioso es que si al lector un día se le ocurre adentrarse en la noticia, rápidamente se percata que la alarma que le suscitó el título se reduce a bien poco, casi a la nada, y eso le produce decepción. Pero, entonces ya es tarde, porque el objetivo del periódico o del periodista se ha conseguido, que no era otro que contar con un cliente más.
Conozco gente que devora periódicos, titulares, debiera matizar, y les veo siempre atemorizados, prestos a transmitirme la última mala noticia con ademanes y contorsiones derrotistas. Ha sido hoy así; también ayer y, por supuesto, también la semana pasada. El recelo, la sospecha, la desconfianza y el temor es su estado natural. Viven en un estado de alarma continuo. Y para mi desgracia, quieren hacerme partícipe de ella.
 Lo cierto es que pocas veces he visto alegría en el semblante de estos tipos; la tristeza les acompaña a todos los lugares. Me he encontrado a alguno en la playa, de vacaciones, y le ha faltado el tiempo para venir a contarme, con el periódico en la mano, faltaría más, las últimas novedades. Nefastas, naturalmente.
 Llevan la bandera de la tragedia como emblema, y por mucho que intento alejarme de ellos, no lo consigo, porque me persiguen allá donde saben que me encuentran.
Seguramente es mi error, porque al contrario de escucharles prudentemente, debería darles una brusca respuesta y así, con un exabrupto, por fin quitármelos de encima.

La vida, que puede ser un encanto, acaba siendo lo que nosotros hacemos de ella, por eso yo no pretendo ser feliz por desconocimiento, sino prefiero ser moderadamente infeliz con algún conocimiento.

sábado, 13 de julio de 2013

VIAJES DE VACACIONES por Salvador Moret

Una vez más nos encontramos en el verano de noches de calor sofocante, cuando ir a la cama es un suplicio, y para levantarnos por las mañanas nos cuesta un esfuerzo casi sobrehumano. Pero nos lo exige el trabajo, esa obligación que nos hemos creado bajo el título de sentido de responsabilidad.
No todos, pero la gran mayoría llevamos la responsabilidad inoculada en el cuerpo.
Pero algunos trazos de esperanza nos ayudan a soportar el sacrificio, por ejemplo, las vacaciones estivales que ya están al alcance da la mano.
Es un mes entero dedicado a la holganza; que antes solo eran quince días; y mucho antes solo una semana. Y no hace tanto, pero antes de todo eso, nada.
En la actualidad  muchos prefieren disfrutar ese tiempo de descanso repartido en diversas épocas del año: Navidades, Pascuas, y la mayor parte, naturalmente para el verano.
Tiempo para viajar.
Antes de las vacaciones de quince días, y antes también de las de una semana, los trabajadores reivindicaban unos días de vacaciones al año para el descanso. El trabajo, más duro entonces que ahora, lo requería.
La lucha para conseguir ese mes de vacaciones que disfrutamos ahora cada año fue larga y no fácil, y una vez conseguido, la gente pronto se percató que treinta días era mucho tiempo para pasarlo sin hacer nada. Y descubrió el encanto de viajar. Eso  tan antiguo como es desplazarse de un lugar a otro, que hasta entonces el motivo era casi exclusivamente emigrar, buscar el lugar donde para vivir uno no tuviera que estar muriéndose poco a poco por desnutrición, o simplemente por discrepar de la autoridad.
Viajar por placer era un privilegio que solo lo conocían unos pocos. 
Y eso cambió, ¡y cómo! Si recordamos, en la época de la reconstrucción de Europa, allá por los años cincuenta, más en los sesenta, llegado el verano, las carreteras que cruzan el continente de norte a sur se convertían en ríos de coches corriendo en busca del sol, la playa y el buen tiempo. La época que prometía progreso y bienestar.
En España, ese afán de viajar durante las vacaciones llegó algo más tarde, como casi todo. Cierto que cuando comenzamos a viajar, buscar el buen tiempo no era el motivo para nosotros, de eso teníamos mucho, sino conocer, ver algo nuevo.
Y durante años las agencias de viajes no daban abasto a la demanda, que era variopinta; ningún rincón del mundo quedó inexplorado por recóndito que estuviera, de donde la gente, por cierto, regresaba más cansada que antes de partir.
Es cierto que el trabajo entonces ya no era tan duro como antes, y tal vez por eso, muchos aprovechaban las vacaciones para buscar deportes de riesgo, de cansancio. Las reivindicaciones de antaño, claro está, dejaron de tener sentido.
Con la dichosa crisis, la gente viaja menos ahora, pero aquellos que viajaron tienen sus recuerdos distorsionados, como suele suceder, y atrevidos; hasta se oye decir que conocen La Habana, por ejemplo, por una semana que disfrutaron de sus magníficas playas. O que conocen Nueva York, por un viaje de fin de semana que hicieron. Y lo más audaz que se escucha es cuando alguien asegura conocer el carácter de, por ejemplo, los austriacos, porque pasó quince días en Salzburgo.

Mucha gente sabe hoy algo más de algunos lugares que tiempo atrás, aunque en realidad solo cree saber. Haber estado allí, aunque solo de paso, le da derecho a creerlo. 

martes, 9 de julio de 2013

LA HISTORIA por Salvador Moret

Se contaba que un mentiroso una mañana, cuando regresaba del puerto, con grandes aspavientos iba diciendo que acababa de ver un tiburón de quince metros y más de cuatro toneladas de peso.
Los que les escuchaban, extrañados, manifestaban que no querían perderse esa curiosidad, y todos, sin excepción, se iban hacia el puerto a ver al monstruo.
El mentiroso reía como un canalla.
Por la tarde vio que la gente andaba alborotada, contando que se había visto un gran monstruo en el puerto. Nadie lo había visto, pero nadie ponía en duda que fuera cierto. Y lo decían tan convencidos que al mentiroso le picó la curiosidad.
Y el mentiroso, al puerto que se dirigió a ver al monstruo.
Anécdotas como esta las estamos viviendo cada día. Suceden de continuo, porque pocos analizamos qué grado de veracidad tienen las barbaridades que nos cuentan. Se lanza al aire un rumor y cuando éste, al día siguiente, bien sazonado regresa al autor, el rumor ha dejado de serlo para convertirse en un suceso, de tal forma que nadie, ni siquiera el mismo autor del bulo, lo pone en duda.
La credulidad del inocente es inaudita. Tanto como la del ignorante. Y como el afán de protagonismo está en la naturaleza humana, cada disparate que oímos nos falta tiempo para ir a contarlo al más próximo. Naturalmente con una buena parte de cosecha propia.
Si esta reflexión la extrapolamos a nuestro cotidiano ir y venir por la vida, probablemente también usted se haya preguntado en más de una ocasión: ¿cuánto de realidad hay en las historias que nos cuentan cada día? ¿Y cuánta verdad existe en la Historia que nos han contado? O planteado a la inversa. ¿Cuántos sucesos de la Historia se nos han ocultado?
Seguramente habrá de todo, sucesos que por intereses, siempre por intereses, nunca salieron a la luz, y otros, y esto es lo más alarmante, con una mínima parte de realidad, se nos ha montado una gran historia.
La Historia está plagada de aberraciones, pero por desidia, tal vez por comodidad, asumimos lo que dicen los libros con la mayor naturalidad. Y no nos extrañemos, puesto que a menudo oímos: “lo ha dicho la tele”, dando valor de veracidad indiscutible al comentario, simplemente porque lo ha dicho la tele.
Sucede lo mismo con los libros; tampoco nos paramos a analizar qué grado de veracidad contienen las historias que nos cuentan, no de aquellos que ya de antemano nos advierten “ficción”, no, sino de esos otros que con cuatro datos más o menos adaptados a lo que interpretamos como sucedido, nos anuncian Histórico.
Es un atrevimiento de insensatez enorme no poner en tela de juicio la Historia. Por varias razones. Pensemos, por ejemplo, cómo se desvirtúa la realidad con las traducciones. Pero lo que más adultera la verdad son los intereses, siempre los intereses. Ese afán de aportar al suceso nuestro punto de vista.  
¿Quién no conoce ese dicho popular que afirma que la Historia la escriben los vencedores? Pues, eso.

Lo malo de esta cuestión es que, al final, como en la anécdota del inicio, los mismos embusteros acaban creyéndose la mentira.

jueves, 4 de julio de 2013

ENVIDIA por Salvado Moret

Haber vivido durante muchos años en otro país al de origen, permite a uno hacer comparaciones cuyos resultados a menudo resultan curiosos, que sin que sea bueno ni malo, unas veces provocan el orgullo y otras la envidia.
En España he oído decir a menudo que algo tendremos los españoles de bueno para que tantos extranjeros nos visiten cada año, y que muchos de ellos se queden. Y se olvidan mis compatriotas que muchos de los que se quedan viven en sus círculos privados, bien sean pensionistas o los que vienen buscando un puesto de trabajo.
Tanto unos como otros tienen sus colonias, sus periódicos, sus tiendas. Y se relacionan poco o nada con los lugareños.
Igual que los españoles cuando emigraban en masa. He conocido a centenares de españoles que después de llevar muchos años en el país de acogida, apenas podían entenderse con los habitantes del lugar. Y es que no tenían voluntad, ni tampoco necesidad de esforzarse para aprender el idioma, porque su vida, más allá del trabajo, transcurría entre los suyos. Ellos también tenían sus tiendas, escuchaban emisoras de radio españolas y seguían sus costumbres de origen.
Esto era así porque el motivo de la emigración era cuestión económica, solo económica, como lo es para la mayoría de los que llegan aquí.
Es cierto que actualmente, para muchos de esos pensionistas que se han asentado por nuestras costas mediterráneas, la parte económica ya no representa la ventaja que significó años atrás. España ha encarecido y las pensiones se han equilibrado bastante entre los países. Pero, en gran medida, para ellos lo seductor es el benigno clima mediterráneo y la gran cantidad de días al año que luce el sol. Hay que haber vivido muchos años en países septentrionales para saber lo que significan los largos y fríos inviernos con ausencia de sol durante días y semanas enteras.
Y para los que vienen buscando un puesto de trabajo se les abre el cielo cuando lo encuentran, porque por mucho que nosotros nos quejemos de nuestras miserias, para ellos vivimos como ricos. O sea, las diferencias de lo que encuentran aquí y lo que tienen en sus lugares de origen, sean éstas sociales, económicas o políticas, son abismales.
Sin embargo, hay un aspecto de comportamiento que tal vez nosotros seamos un caso especial, y que no es otro que el masoquismo. Es decir, la perversión con que tratamos lo nuestro.
Y no es solo consecuencia de los separatismos. España no es el único país con regiones que aspiran a separarse. Otros países tienen también que bregar con regiones que buscan lo mismo.
Lo que nos sucede a nosotros lo llevamos en la sangre desde muchas generaciones. Los españoles, desde siempre, vivimos enfrentados; de una parte monarquías, clero, militares, o sea la clase dominante que, no lo olvidemos, siempre ha vivido a su aire, y de otra los vasallos, agricultores y artesanos.
Hoy, que creemos que vivimos en democracia, ya no son la monarquía, el clero o los militares las clases dominantes, pero ¡qué importa!, otros han ocupado su puesto que, para no variar, siguen viviendo a su aire.
No es extraño, pues, que la gente viva en constante enfado con las instituciones. Más exactamente, la mitad nunca estará dispuesta a aceptar como buena ninguna iniciativa del gobierno, y la otra mitad tal vez ponga mala cara, pero callará.

Nadie nos ha enseñado nunca a querer a nuestros dirigentes, o al menos a respetarlos. Lo triste es que tampoco ellos lo han intentado, y origina envidia ver que en otros países, la gente, que también critica a sus gobernantes, suele ser más tolerante con ellos. Y sobre todo, no se hiere en sus propias carnes.

sábado, 29 de junio de 2013

CONVICCIONES TARDÍAS por Salvador Moret

Comienza a hablarse en voz alta sobre el triste futuro que nos espera.
En realidad, no lo expresan así; solo lo presentan como el fin del estado de bienestar, y para más detalles añaden que éste fracasará como fracasó el comunismo.
A buenas horas mangas verdes.
Estas preocupaciones, obviamente, a más de la mitad de la población mundial no les afecta, porque el estado de bienestar todavía les queda lejos. Estos desahuciados de la fortuna, ¿habrán oído alguna vez en su vida la expresión bienestar? Cómo será de amarga para ellos la cuestión que muchos que viven en medio de ese estado tan extraordinario del bienestar, tampoco lo disfrutan.
Pues, sí, estoy de acuerdo en que el estado de bienestar fracasará. O dicho más exacto: ha fracasado. Lo que ahora estamos viviendo son los efectos de la inercia, cuyos coletazos todavía pueden durar algunos años.
Y no es difícil imaginarse las causas del ocaso al que nos acercamos. Solo tenemos que mirar a la clase dirigente que nos rodea. Y sus aspiraciones. Perdonables porque son humanas. Lo que no es perdonable es que nos mientan y nos digan lo que no sienten.
Una de estas aspiraciones, muy humana, pero no con el mismo grado de intensidad para todos, es el deseo de vivir mejor que el vecino. Y en los casos más recalcitrantes, vivir a costa del vecino.
Claro que eso, aunque muchos lo deseemos, no todos podemos llevarlo a cabo. Por respeto, unos, y otros porque no tienen ocasión. Pero, aquellos que lo desean, su respeto es escaso, o nulo, y tienen ocasión, ¡ay!, para ellos todo el monte es orégano.
¿Qué pasó con el comunismo? Esa doctrina tan maravillosa que exige que la tierra debe ser para el que la trabaja; que asegura que todos somos iguales; que castiga la evolución armamentista. Pues, que con el paso de los años, unos vivían mejor que otros. O algo peor, que unos vivían a cuerpo de rey y otros en la miseria.
Tuve ocasión de conocer aspectos del comunismo en primera persona, y me pareció deplorable. Acababa el invierno del año 1962 cuando decidí visitar algunos países del Este. En la embajada de Checoeslovaquia en Viena sufrí la inoperancia de los funcionarios: todo un día para conseguir un visado que no permitía salirme un ápice de la ruta asignada. Después, tanto en Praga como en Alemania Oriental, Berlín y demás lugares que visité, todo lo que tenía que ver con los funcionarios era de una ineficacia pasmosa. Lo peor, las diferencias sociales entre los funcionarios y la clase obrera. O sea, el resto.
Posteriormente, Europa comenzó a conocer el bienestar. Era una época de ilusión, la gente veía un porvenir fascinante al alcance de la mano, y una gran mayoría se daba por contenta con un puesto de trabajo y un salario digno que le permitiera ir mejorando.
Pero los más vivos no se conformaban con ir mejorando poco a poco. La escalera era para otros. Ellos preferían el ascensor. Y así fue creándose la clase de élite, la que nos dirige, es decir, los políticos.
Con los años, al igual que con el comunismo, la brecha abierta entre los funcionarios y los otros, o sea, usted y yo, que como simples mortales nos hemos quedado como carne de cañón, es abismal. La caída moral de aquellos que, se supone, deberían ser ejemplo para los demás, apenas puede descender más, ¿quién duda, pues, del fin del estado de bienestar?
Los políticos, desde luego, no. Por eso se afanan en amasar millones.


domingo, 23 de junio de 2013

TÍTULOS UNIVERSITARIOS por Salvador Moret

Se habla mucho actualmente sobre la raquítica calidad de los universitarios. Hasta se dice que somos el país donde mayor es el tráfico de titulaciones ilegales. Personalmente pienso que esto último es un poco exagerado, pero después de ver tanto desmadre, no me atrevería a asegurar que no sea así.
Y es que, según aseguran personas cercanas a esos círculos, el reparto de titulaciones universitarias fraudulentas, en España se ejerce con suma frecuencia y con excesiva facilidad.
No sé por qué se rasgan las vestiduras esos personajes que, entre lloro y queja, lo denuncian como si les viniera de nuevas. Eso del soborno psicológico, más popular conocido como arrimarse a gente con influencia, es un rasgo muy antiguo y típico nuestro. Es decir, son cosas que vienen de lejos.
En los años cincuenta, y posiblemente ya en los cuarenta del siglo pasado, era muy frecuente acudir a las “amistades” a pedir un favor para el chico.  
-          Tú que tienes amistad con Don Joaquín, podrías decirle que tenga consideración con Pepito. El niño estudia mucho, pero con una ayudita, a lo mejor podría alcanzar hasta un notable alto.
Y ya sabemos, favores con favores se pagan.
Esas súplicas de recomendaciones; ese recurrir a las influencias; esa petición de favores; esa búsqueda constante de enchufes, se instalaron entre nosotros con facilidad pasmosa. Y crecieron. Y se ampliaron a los más diversos aspectos de la sociedad.
Las buenas relaciones entre los hombres son siempre convenientes, quién lo duda, pero llevadas al extremo pervierten.
El grado de corrupción que anida en nuestra clase política no ha llegado a nosotros de la nada. Tiene su origen en ese tipo de insignificantes deslices que, como ya sabemos, acaban con esa descomposición que tenemos instalada en nuestras clases de élite.
Y ciñéndonos a la cuestión universitaria, eso de arrimarse a las “amistades”, junto a esa permisividad de repetir cursos con tanta manga ancha, sin ningún género de dudas nos ha llevado a una calidad universitaria deplorable.
Seguramente usted también conoce algún caso como el joven que se inició en medicina cuando aun no tenía veintidós años y terminó la carrera con treinta y siete. Sin que hubiera interrumpido los estudios por motivos enfermedad, trabajo o cualquier otra causa, sino simplemente porque el sistema le permitía repetir, aplazar, saltarse asignaturas y, entretanto, vivir cómodamente.
O también es posible que haya oído hablar del hijo de algún vecino o conocido, o tal vez en su propia familia que, por ejemplo, con el título de óptico en el bolsillo, se haya visto obligado a trabajar gratis algunos meses, o años, en un dispensario de óptica para aprender su profesión.
Es cierto que una gran mayoría de estudiantes no se encuadra en este esquema, pero lamentablemente, por pocos que sean los que sí responden a él, son demasiados.
Una sociedad excesivamente permisiva conlleva una universidad poco rigurosa, que a su vez nos ofrecerá para el futuro una clase dirigente escasa, o tal vez carente, de principios morales.

Lamentable, pero conocemos la historia.

MALENTENDIDOS por Salvador Moret

A punto de terminar el curso, miro atrás y lo primero que llama mi atención son los platos de una balanza descaradamente desequilibrada hacia el lado positivo.
Intento buscar inconvenientes y, nada, ni uno solo, si acaso alguna pequeña fruslería sin importancia.
Desgrano los aspectos gratos y, como son tantos, me limitaré a enumerar dos; uno de tipo humano y el otro… pues, eso, de literatura.
Respecto al de tipo humano simplemente quiero decir que una vez más he tenido suerte con el profesor y los compañeros de clase, cuyos comentarios sobre los ejercicios leídos durante el curso siempre me han ayudado a reflexionar y comprender.
En cuanto a la literatura he aprendido cuán importante es elegir la palabra correcta para cada ocasión.
Así, a primer golpe, esto último tal vez se considere algo simple; algo que por sabido no se menciona, pero he podido comprobar que no es tan sencillo como parece.
A menudo he observado que al leer una reflexión o una pequeña historia, no se ha entendido con exactitud la intención del escritor, y esto ha quedado demostrado con las dispares interpretaciones que se han vertido a continuación. Y hasta ha habido casos, cuya historia ha sido mal interpretada.
Es cierto que estos deslices suceden también en el lenguaje hablado, pero cuando eso ocurre nos apresuramos a rectificar, y nuevas expresiones, acompañadas con gestos significativos, ayudan a purificar nuestras intenciones. Y aun así, no siempre conseguimos que se nos entienda.
Esta dificultad se agudiza cuando escribimos, porque entonces no podemos contar con la ayuda de los gestos, como tampoco podemos recurrir a la aclaración. En el lenguaje escrito han de ser las palabras, las correctas, las exactas, si queremos que el lector comprenda nuestro pensamiento.
Nada que atribuirle al lector, sino que es el escritor quien debe pulir el sentido de lo que quiere transmitir.

Una enseñanza ésta, elemental, y no por eso menos importante, que intento tener presente cada vez que me pongo a teclear ante el ordenador 

sábado, 22 de junio de 2013

EL ENTREVISTADOR por Salvador Moret

-          Y sobre este apasionante tema, tenemos hoy en nuestros estudios al prestigioso profesor Manzano de la Universidad GEMAR, para hablarnos del paso a otra vida. El profesor Manzano es también famoso por sus libros, con títulos como “la muerte dulce”, su última obra, muy solicitada, por cierto, con la décima edición ya en la calle. Buenas noches, profesor, y bienvenido a nuestro programa de la radio más escuchada. ¿He omitido algún título?
-          Sí, dos más, pero no tiene impor…
-          Perdone usted mi descuido… A ver, sí, me pasan la nota… sí, tiene usted razón, y le pido mil perdones por el desliz. El profesor Manzano es también – ¡cómo habrá sido posible mi olvido! – muy conocido en los círculos de la preparación al paso final, donde es presidente de la asociación “vivir y morir bien”. Pero, díganos profesor: Según sus experiencias, ¿cómo deberíamos enfrentarnos a esa hora final?
-          Después de más de doscientas conferencias en diversas universidades europeas, y escuchar a…
-          Sí, amables oyentes, he de advertirles que el profesor Manzano no solo es una eminencia en nuestro país por sus conocimientos y experiencias sobre el comportamiento del hombre ante situaciones extremas, sino también es reconocido más allá de nuestras fronteras como la máxima autoridad en cuanto al tema que hoy nos ocupa. Y bien que lo refleja el hecho que todos sus libros hayan sido traducidos a más de quince idiomas. ¿Y qué tiene usted que decir, profesor, a este éxito?
-          En mi opinión, el hecho que mis trabajos se hayan traducido a diversos idiomas, es porque el hombre actual se plantea preguntas que…
-          Exactamente, queridos oyentes, lo están ustedes escuchando. El profesor Manzano, presente en nuestros estudios, nos está diciendo que hoy más que nunca, la gente quiere saber qué opina el experto sobre ese tema que tanto le acucia, como es: cómo enfrentarse a la muerte. Y, díganos, profesor, ¿le parece a usted correcto ese interés de la gente?
-          Naturalmente. Y solo como muestra, dos detalles. El primero…
-          Es prodigioso, el profesor Manzano nos demuestra la sencillez de sus teorías con solo dos detalles, cuando la tendencia general en la actualidad es abrumar a la gente con un montón de suposiciones, hipótesis, conjeturas y toda una gama de especulaciones que lo único que consiguen en confundir al oyente. Pero, no; el profesor Manzano, hoy presente en nuestros estudios para deleite de nuestros oyentes, está respondiendo a un amplio cuestionario que, sin lugar a dudas, aclarará muchas de las preguntas que están en la mente de la mayor parte de ustedes. Porque, dígame, profesor, ¿es cierto que la gente se plantea con asiduidad estas preguntas?
-          Sí, pero habría que especificar que…
-          Es lo que me temía. Ya lo han escuchado ustedes, queridos oyentes. El profesor nos ha dado una gran lección de nuestro comportamiento ante las últimas horas de vida. Y, querido profesor, tenemos que terminar esta muy interesante charla. Ya sabe, son los condicionantes de la radio. Le agradezco su presencia en mi programa y cuento en volver a verle muy pronto en nuestros estudios de la radio más escuchada. Muchas gracias, profesor Manzano.

-          Muchas gracias a ustedes.

viernes, 7 de junio de 2013

MEDICAMENTOS por Salvador Moret

Actualmente la industria farmacéutica está en auge. Bueno, tal vez siempre lo estuvo, aunque dudo que tanto como ahora.
El estado del bienestar trajo de la mano enfermedades crónicas. Enfermedades que ya estaban ahí, claro, pero enmascaradas, o escondidas, a la espera de que unos altruistas se pusieran a trabajar para que las esperanzas de vida de la Humanidad fueran mayores.
Y lo consiguieron, cosa que por mucho que se lo agradezcamos siempre nos quedaremos cortos.
Pero en esta época que nos ha tocado vivir basada en números y beneficios, acostumbrados a que nos suban el salario cada año y las empresas a incrementar sus beneficios en cada ejercicio, si este principio no se cumple, inmediatamente comienza a cundir el pánico, convencidos de que entramos en barrena hacia la catástrofe.
Y para que eso no suceda, cuando las posibilidades naturales de crecimiento se agotan, el hombre, siempre muy agudo y más ante la adversidad, rápidamente, tras recurrir al ingenio, encuentra la solución.
 Y aunque aparentemente entramos en contradicción, dado que el hombre de a pie, el que es un número para los cálculos de consumo y que se lamenta de las dificultades que tiene para llegar a fin de mes, es a su vez el mismo que cuando se pone la vestimenta de trabajo pasa a ingeniárselas en cómo confundir al consumidor para que los beneficios de la empresa sigan incrementándose. Porque su puesto le obliga a forzar la imaginación para que el consumo no deje de crecer.
Este principio, llevado a la práctica en cualquiera de los productos que hoy necesitamos para vivir, en la industria farmacéutica toma especial relevancia, y es que a menudo no nos preocupamos de ingerir un alimento que nos daña el hígado o los pulmones, pero salimos corriendo a la farmacia a que nos preparen el sedante correspondiente para que alivie los dolores. Y de esa debilidad humana son conscientes los responsables de los departamentos de ventas.
Y aunque nos pasemos casi toda la vida quejándonos de ella, como es tan bonito vivir, cuando el médico nos detecta una de esas enfermedades sordas, esas que sin dolor nos están minando la salud, nos advierte que estamos en el umbral de las enfermedades crónicas, o sea, estamos a punto de adquirir el hábito de las pastillas diarias. Y demos gracias a Dios que existen, porque ellas nos permitirán entrar en esa estadística tan halagadora de alta esperanza de vida nunca antes sospechada.
Es decir, unos antes y otros después, llegados a los cincuenta pocos se libran de pasar a formar parte de ese colectivo de consumidor perenne de química. La píldora de antes, durante o después de las comidas.
Y surge la pregunta: ¿Tomamos tanto medicamento por necesidad o por costumbre?
Porque, no faltan voces que aseguran que todo es una treta de la industria farmacéutica que juega con el desconocimiento de los consumidores para elevar o reducir niveles negativos en sangre, según convenga, para aumentar el consumo de medicamentos y con ello, naturalmente, incrementar ventas, que es lo mismo que decir obtener mayores beneficios.

Tal vez con menos tomas el consumidor seguiría estando bien. Pero no incrementar las ventas es un retroceso en los beneficios.

domingo, 2 de junio de 2013

LA LITERATURA por Salvador Moret

La literatura, primero hablada y posteriormente escrita, ha sido la máquina que ha llevado a la Humanidad hacia el progreso, hacia la modernización.
Y sigue haciéndolo.
Y no creo que deje de hacerlo mientras exista la especie humana.
Lamentablemente, como todo en esta vida, la literatura tiene también su cruz, porque al mismo tiempo que sirve para distraer, enseñar, formar e informar, asimismo se usa para todo lo contrario: mal formar, intoxicar y enfrentar a los hombres.
Con todo, las ventajas son muchas más que los inconvenientes. Un pueblo ilustrado alcanza con mayor facilidad el bienestar que otro en el que predomine la ignorancia.
Y que los conocimientos que aporta la literatura es el camino de la libertad del hombre nos lo muestran aquellos regímenes totalitarios que prohíben toda la literatura que denuncie su doctrina.
En otras épocas quemaban públicamente los libros que contradecían a la autoridad. Y a los escritores también.

Y no por último, la literatura sirve para desarrollar nuestro criterio, o lo que es lo mismo, para que no puedan manipularnos los que más gritan.

domingo, 26 de mayo de 2013

EXÓTICO por Salvador Moret

En el barrio, Jacinto Guerrero tenía fama de raro. Él, naturalmente, no lo reconocía; y tampoco lo discutía. Consideraba que no merecía la pena enfrentarse a aquella panda de tullidos mentales. Y se decía: ¡Por mucho que lo intentara nunca le comprenderían!
Que a Jacinto lo mirasen como a una persona rara, era porque su comportamiento rompía la línea de conducta, no solamente de las costumbres de su propia familia, sino de lo que todos interpretaban como normal en el barrio.
Como casi todas las familias del vecindario, los Guerrero era una familia de prácticas muy tradicionales, y muy cumplidora con las normas establecidas. Pero Jacinto, ya desde muy joven mostró tendencias de no seguir al pie de la letra el protocolo establecido.  
-          Son rebeldías propias de un chiquillo – decían sus padres con muestras de comprensión, acompañadas de amonestaciones y amenazas.
Jacinto no hacía mucho caso de los posibles castigos. Él, a pesar de su juventud, tenía sus razones para ese proceder un tanto rebelde. No es que le pareciera malsano seguir las tradiciones de la familia, pero interpretaba que no alterarlas durante generaciones era vivir anclado en el pasado sin perspectivas de futuro.
Los padres, como si viniera de nuevas, se alarmaban cada vez que oían expresarse de ese modo al chiquillo. No en el barrio, donde Jacinto hacía ya tiempo que se había ganado la fama de tipo extravagante.
El golpe que despertó a los padres del más profundo sueño, llegó cuando recién cumplidos los dieciocho años, Jacinto se negó a seguir la costumbre de ir cada domingo a misa.
-          Iré a la iglesia los domingos que me apetezca o sienta necesidad, pero no por costumbre – se justificó ante las miradas incrédulas de sus padres.
Fue la primera de una serie de rupturas con lo tradicional que a sus progenitores les sentó como si el mundo fuera a desmoronarse.
Convertido Jacinto en un garbanzo negro desde ese mismo instante, los padres, sin más rasgos de comprensión hacia su hijo, se reprochaban mutuamente los descuidos en la educación del niño.
Se consideraban unos desdichados: ¡Qué pensarán en el barrio de nosotros! – clamaban, sin plantearse posibles convenientes de las decisiones de su hijo.
Abierta la brecha, tanto los pensamientos como la trayectoria del joven fueron distanciándose cada vez más de sus padres. Jacinto se negó a ir a la universidad. Reusó favores y ayudas de los influyentes amigos de los padres. En su indumentaria ya no tenía cabida la corbata ni las prendas de marcas costosas. Y el chico buscó su propio camino.
Trabajó, y muy duro, y su posición llegó a ser envidiable, pero en el barrio seguían tratándole de raro.
-          Trabajar tanto para alcanzar lo mismo que habría logrado sin trabajar, solo con la influencia de su familia, es de anormal – decían con menosprecio.