En su juventud, los sueños de Sócrates siempre estuvieron
ligados al deseo del fin de la dictadura. La convicción de que un gobierno de
izquierdas favorecería no solo su situación sino la de todos los parias, le daba
fuerzas y esperanzas.
Aquella
época duró muchos años, muchos más de los que él habría deseado, tantos que
acabó olvidándose de sus sueños de primavera. Se hizo mayor y a base de mucho
trabajo y esfuerzo mejoró su situación. Y cuando menos lo esperaba, casi de
golpe, se acabó la dictadura.
No
sucedió nada de lo que muchos agoreros pronosticaban, o tal vez deseaban; la
gente había comenzado a acariciar las mieles del bienestar y nadie estaba por
la labor de no seguir en esa línea, si exceptuamos a los trasnochados, de un
signo o del contrario, que no son pocos en España, siempre dispuestos a romper
la baraja.
Y por
fin, a través de las urnas, en España se instaló un gobierno de izquierdas.
Para
Sócrates, que entre tanto su vida transcurría con cierta comodidad, se habían
desvanecido aquellos sueños de una izquierda regeneradora y salvadora de todos
los parias, por lo que pensó que ya no era necesario esa izquierda que él tanto
añoró y deseó en su juventud.
Pero no
todos corrían la misma suerte que él, y para convencerse no tenía más que mirar
en su entorno. Muchos seguían en el agujero, en el mismo agujero que durante
muchos años estuvo él atrapado sin posibilidad de vislumbrar un futuro digno, y
supuso que para ellos ahora había llegado su hora.
No fue
así. El gobierno de izquierdas, con cuatro pinceladas, algún rasgo teatral y
muchas promesas que auguraban la ruptura del yugo de los trabajadores, saldó su
compromiso. Pero las promesas no se ponían en práctica.
Después,
las decepciones.
Las
expectativas mejoraban, es cierto. Para todos. Aunque mucho más para unos que
para otros. Seguía en vigor aquello de: “arrímate a buen árbol…”
Pasados
algunos años, aquellos que encontraron buena sombra disfrutaban de posiciones
privilegiadas, generalmente políticos, sindicalistas, allegados, amigos y
vecinos de todos éstos.
Para los
que seguían confiando en la equidad que tanto prometió en su día la izquierda, incomprensiblemente
no llegaba el maná.
Así creció
la clase de nuevos ricos, mientras que los parias, los del agujero, seguían sin
vislumbrar un futuro digno.
La gente
se habituó a esas desigualdades, y siguió despotricando contra el gobierno.
Igual que hacían los asalariados en tiempos de la dictadura.
A Sócrates
no le venía de nuevas esta situación. Él veía que los puestos los ocupaban los
personajes que decían defender a los parias, pero dictaban normas que servían
para distanciarse de éstos. Como en la dictadura.
Nuevas
elecciones; nuevo gobierno. La esperanza volvía a renacer… Y se repetían las
frustraciones.
Los
políticos, encerrados en sus círculos, paladeaban las mieles del bienestar,
mientras los parias seguían creyendo que llegaría el día que esos políticos les
darían la solución.
¡Triste
destino el de aquellos que confían que los políticos les vayan a sacar del
agujero!
Solo es perder el tiempo. Antaño
y ahora.