Nosotros, los
españoles, somos aficionados a quejarnos de casi todo. Posiblemente es la forma
de curarnos en salud ante las responsabilidades. Porque así, al encontrar un
chivo expiatorio que cargue con la culpa de nuestras desventuras, creemos que nos
estamos liberando de cargar nosotros con ese peso.
Aunque no sea
exactamente así, menuda suerte eso de tener a alguien a mano a quien colgar el
origen de nuestras miserias que nos permita sentirnos libres de pecados.
Hubo una
época que nos quejábamos de los curas y los militares, porque, decíamos, eran
los culpables de que a los españoles nos fuera mal. Ahora, cuando estas dos
instituciones con influencia poco menos que nula en nuestro devenir diario, los
políticos han ocupado esa preciada posición.
Lo apuntan
esas estadísticas que afirman que entre los mayores problemas de los españoles
están los políticos.
Y lo curioso
es que, probablemente, sea cierto que los militares y los curas en su época, y
los políticos en la actualidad, fueron y son los causantes de la pobreza del
pueblo.
Aunque, sin
entrar en discusiones al respecto, es bien conocido que en España pocas veces
ha habido gobernantes queridos por el pueblo, si exceptuamos los primeros y
alocados momentos de los alzamientos, que siempre tuvieron a su lado seguidores
incondicionales. Pero eran muestras de locura, no de cariño, porque la adhesión
desaparecía nada más se amansaban las agitadas aguas y éstas volvían a su
cauce.
Pero las
quejas no se limitan a los que nos agobian con leyes, limitaciones y
prohibiciones queriendo dirigir nuestras vidas. El buen español se queja también
de la escasa simpatía de la cajera del súper, de las colas que tiene que
guardar en el banco, de lo lenta que es la justicia, la excesiva burocracia de
las instituciones de municipales, de los recibos de gas, agua, electricidad y
cosas afines. Posiblemente como se queja un austriaco, un francés o un
holandés, con la diferencia de que el buen español cuando se queja del alto
importe de los recibos, por ejemplo, está viendo al dirigente de la compañía
viviendo a lo grande, mientras que él se las ve y se las desea para hacer
frente a los recibos.
Con todo,
llama la atención la escasa autocrítica que ejercemos los españoles, lo que me
lleva a pensar que tal vez sea porque empleamos todo nuestro fuelle en
quejarnos.
Viene de
antiguo. Los gobiernos, que ya sabemos que siempre nos trataron mal, para
cubrir sus desafectos nos regalaban migajas, limosnas. Miseria en una palabra.
Y así nos acostumbramos a las subvenciones. “No pagan mucho, pero no te exigen
gran cosa” – se oía decir por los pueblos a los enchufados en el ayuntamiento.
¿Y qué hace
ese buen español además de quejarse? Pues, nada. Nada para superarse. Su diosa
es la queja. Y el lamento. Y todos sus males son culpa del gobierno.
Porque después
de tantas generaciones lloriqueando y lamiéndose heridas, el buen español ha perdido
el sentido de iniciativa.
Y el
gobierno, que a fin de cuentas sale del pueblo y conoce esas debilidades, deja
hacer, sin intención alguna de cambiar esos hábitos ancestrales, y se dedica a
lo suyo, a potenciar su carrera y que el pueblo siga con sus quejas, que al
final tiene lo que se merece.