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miércoles, 31 de octubre de 2012

LOS ESPAÑOLES Y SUS QUEJAS por Salvador Moret


Nosotros, los españoles, somos aficionados a quejarnos de casi todo. Posiblemente es la forma de curarnos en salud ante las responsabilidades. Porque así, al encontrar un chivo expiatorio que cargue con la culpa de nuestras desventuras, creemos que nos estamos liberando de cargar nosotros con ese peso.
Aunque no sea exactamente así, menuda suerte eso de tener a alguien a mano a quien colgar el origen de nuestras miserias que nos permita sentirnos libres de pecados.
Hubo una época que nos quejábamos de los curas y los militares, porque, decíamos, eran los culpables de que a los españoles nos fuera mal. Ahora, cuando estas dos instituciones con influencia poco menos que nula en nuestro devenir diario, los políticos han ocupado esa preciada posición.
Lo apuntan esas estadísticas que afirman que entre los mayores problemas de los españoles están los políticos.
Y lo curioso es que, probablemente, sea cierto que los militares y los curas en su época, y los políticos en la actualidad, fueron y son los causantes de la pobreza del pueblo.
Aunque, sin entrar en discusiones al respecto, es bien conocido que en España pocas veces ha habido gobernantes queridos por el pueblo, si exceptuamos los primeros y alocados momentos de los alzamientos, que siempre tuvieron a su lado seguidores incondicionales. Pero eran muestras de locura, no de cariño, porque la adhesión desaparecía nada más se amansaban las agitadas aguas y éstas volvían a su cauce.
Pero las quejas no se limitan a los que nos agobian con leyes, limitaciones y prohibiciones queriendo dirigir nuestras vidas. El buen español se queja también de la escasa simpatía de la cajera del súper, de las colas que tiene que guardar en el banco, de lo lenta que es la justicia, la excesiva burocracia de las instituciones de municipales, de los recibos de gas, agua, electricidad y cosas afines. Posiblemente como se queja un austriaco, un francés o un holandés, con la diferencia de que el buen español cuando se queja del alto importe de los recibos, por ejemplo, está viendo al dirigente de la compañía viviendo a lo grande, mientras que él se las ve y se las desea para hacer frente a los recibos.
Con todo, llama la atención la escasa autocrítica que ejercemos los españoles, lo que me lleva a pensar que tal vez sea porque empleamos todo nuestro fuelle en quejarnos.
Viene de antiguo. Los gobiernos, que ya sabemos que siempre nos trataron mal, para cubrir sus desafectos nos regalaban migajas, limosnas. Miseria en una palabra. Y así nos acostumbramos a las subvenciones. “No pagan mucho, pero no te exigen gran cosa” – se oía decir por los pueblos a los enchufados en el ayuntamiento.
¿Y qué hace ese buen español además de quejarse? Pues, nada. Nada para superarse. Su diosa es la queja. Y el lamento. Y todos sus males son culpa del gobierno.
Porque después de tantas generaciones lloriqueando y lamiéndose heridas, el buen español ha perdido el sentido de iniciativa.
Y el gobierno, que a fin de cuentas sale del pueblo y conoce esas debilidades, deja hacer, sin intención alguna de cambiar esos hábitos ancestrales, y se dedica a lo suyo, a potenciar su carrera y que el pueblo siga con sus quejas, que al final tiene lo que se merece.

sábado, 27 de octubre de 2012

LOS LIBROS por Salvador Moret

La trilogía de "ARROZ CON ANGUILAS" está terminada.
1ª parte  "FLORES BLANCAS".
2ª parte "CONFLICTOS DE FAMILIA".
3ª parte "LA AMISTAD".

Se pueden conseguir en:

www.artgerust.com

www.amazon.es

miércoles, 24 de octubre de 2012

MEMORIAS DE JUVENTUD por Salvador Moret


Siendo niño, en esa edad que uno comienza a creer que ya lo sabe todo, en casa solíamos desayunar juntos sentados a la mesa; una costumbre un poco anticuada y olvidada tal vez, aunque creo que todavía queda algún rastro perdido por ahí.
            Mis padres se levantaban muy temprano, y cuando lo hacía yo, naturalmente mucho más tarde, encontraba a mi madre preparando la mesa. Nunca faltaba la mantequilla, pan humeante y mermelada, todo hecho en casa. A esa hora mis padres ya habían atendido a los animales en las cuadras y mi padre, recién lavado, traía la leche recién ordeñada, y se sentaba casi cuando llegaba yo. Mi madre añadía malta.
            Mi hermana pequeña, como todavía no iba al colegio, dormía hasta muy tarde.
            “Negro”, siempre contento y siempre haciendo carantoñas, cada mañana hacía la misma escena acercándose a mí atento a mis movimientos a la espera de la frase que a él debía sonar a gloria: “vamos, Negro”.
Tras los mendrugos remojados con leche que le preparaba mi madre cada mañana, su mayor anhelo era el paseo matutino. Un paseo que solamente hacíamos los domingos, pero claro está, ¿qué sabía el perro de fiestas o días laborables?
Mi hermana tampoco diferenciaba unos días de otros. Como yo, pocos años antes. Pero cuando comencé a asumir las primeras obligaciones, bendecía los días de fiesta de guardar que me liberaban de algunas de ellas, principalmente el colegio.
En aquellos primeros años hubo una época que llegué a pensar si eso de ir al colegio no era una forma de torturar a la Humanidad. Como yo no veía ningún sentido a eso de ir a la escuela, pensaba si no sería un castigo que me imponían mis padres. Porque en aquellos tiempos no todos los niños iban al colegio.
Y cuando mis padres, junto con el maestro me convencieron de los beneficios de los estudios y comencé a aplicarme, rápidamente me subí a la cresta y a no tardar ya creía que lo sabía todo, y hasta me atrevía a dar lecciones a mis padres. ¡Qué atrevimiento! Ellos reían, claro.
Después, a no tardar, comencé a valorar las lecciones, las profundas lecciones que nos depara la vida, y entonces comprendí el largo camino que me quedaba por delante para seguir aprendiendo. Hasta hoy, que todavía sigo viendo un larguísimo camino de aprendizaje ante mí.
¡Ay, aquellos tiempos!
Aunque, debo advertir que esta historia no fue exactamente así.
Pero habría sido bonita, ¿verdad?

LAS BECAS por Salvador Moret


Es cierto que hubo una época que (casi) solo estudiaban los hijos de familias acomodadas. Nosotros, que no éramos de éstos, nos preguntábamos cómo era posible que la inteligencia recayera solamente en estas familias.
Porque los hijos de familias pobres se conformaban con saber las cuatro reglas, y muchos ni a eso llegaban. Y a los trece o catorce años a trabajar al campo o a la fábrica. Los destinos ya estaban marcados antes de empezar.
Nosotros, que éramos de éstos, conseguimos una beca que consistía en tener los libros y la matrícula del instituto cubierta. Nada de dinero de bolsillo. Y como nos parecía mucho, estábamos la mar de contentos.
Cierto que había voces que clamaban contra la injusticia de las diferencias de oportunidades, pero eran cuatro, no más. La gente, en general, aceptaba su posición con resignación y no pocas veces con impotencia.
En el correr de los días, ¡oh, sorpresa! no tardamos en comprobar que los hijos de las familias acomodadas que estudiaban, lo hacían porque no tenían necesidad de trabajar, y no porque poseyeran una inteligencia superior. Y es que los había, y que Dios me perdone la expresión, los había, digo, que eran verdaderos ceporros.
Después vino aquello de que todos tenían el mismo derecho, y con las subvenciones las universidades acogieron a unos y a otros. Todavía quedaban de los que no llegaban y pasaban a las fábricas o al campo, aunque cada vez menos, en parte porque las fábricas se mecanizaban y el campo se desertizaba.
Mientras, las universidades se masificaban.
Injustamente, y todavía hoy sucede, el trabajador de fábrica, y no digamos el del campo, de forma miserable e inmoral, siempre estuvo mal mirado. El concepto que se tenía de ellos era cuasi como que no servía para otra cosa.
Y ese desprecio hacia los trabajos manuales, a muchos les empujó a querer salir cuanto antes de esos círculos, y allá iban los padres corriendo a buscar la subvención para los estudios del retoño. Porque, ¿qué padre no deseaba un título para su hijo? (Las malas lenguas dirían más tarde que no lo hacían por el hijo, sino por propio prestigio. Pero, ya digo, eran rumores). 
 Y con esa aspiración de conseguir un título se cometió el mismo pecado anterior, aunque más crecido. Las universidades, masificadas y de dudosa calidad, sirvieron para que aquellos que creían que acudir a sus aulas era sinónimo de sabiduría se toparan con la frustración.
Los conocimientos llegan con el estudio y con el esfuerzo, pero no todos lo sabían, posiblemente porque nadie se lo había explicado.
Y las subvenciones trajeron esas confusiones y, dejando de lado el esfuerzo económico que supone para el contribuyente, quien recibe el privilegio no siempre es consciente del costo, y a veces no aprovecha correctamente esas dádivas.
El resultado de una mala planificación es que ahora hay muchos licenciados que, con el título bajo el brazo, pululan por ahí buscando trabajo “de lo que sea”. Porque tampoco un título garantiza un empleo.

domingo, 21 de octubre de 2012

LA LEY DEL PÉNDULO por Salvador Moret


Parece ser que últimamente, según anuncia la iglesia, hay una nueva ola entre los jóvenes que retornan a la fe cristiana. De lo cual se desprende que ha habido una época de alejamiento. Los mayores saben del fenómeno.
Porque en los años cuarenta y posteriores, cuando la iglesia dominaba los más diversos aspectos de la vida del ciudadano y junto al estado se permitía hacer y decir cosas que hoy por excedidas nos hacen dudar de la verdadera finalidad de aquellas enseñanzas, la gente acudía en masa al culto dominical, unas veces sumisa y otras intimidada.
No eran todos, pero sí una mayoría.
Poco después, cuando las relaciones entre la iglesia y el estado comenzaron a distanciarse, coincidiendo con la apertura a cierta libertad de expresión y el acceso a otras culturas, la gente comenzó a alejarse de la institución. Muchos, horrorizados de lo que habían tenido que escuchar.
No fueron pocos los que se dieron cuenta de que no había sido escuela de religión, sino enseñanzas de animadversión y trato como se trata a personas de inteligencia menguada. Decían, por ejemplo, que los protestantes eran poco menos que salvajes ignorantes. A otras culturas y religiones se las consideraba como almas perdidas a las que había que mirar con lástima por su desgracia de no conocer las enseñanzas de la Iglesia Católica Romana.
Y que éramos la reserva espiritual del mundo nos hizo creer que más allá de los Pirineos solo existía la noche.
Después, nada extraño, sobrevino el desencanto y la decepción. La devoción que mostró esa generación cayó a niveles que asustó a la iglesia, que, sin mencionar sus errores, se aprestaba a iniciar la travesía del desierto.
Muchos años más tarde, los jóvenes parece que vuelven a escuchar la palabra de Dios, con una iglesia adaptada a los tiempos que corren.
No todos los jóvenes, pero sí una buena parte de ellos.
Este acaecer de los acontecimientos es una prueba palpable de la eterna ley del péndulo que muchos conocemos, pero que al parecer, aquellos que dirigen nuestro destino todavía no han oído hablar de esa ley tan elemental.
Esos ciclos, en los que se alternan la aceptación y el rechazo, se producen en todos lo aspectos de la vida en común, y es consecuencia del proceder del hombre cuando se siente poderoso y, a veces sin pretenderlo y en ocasiones empleándose a fondo con saña, tiende a abusar de su poder, causando graves daños en el subordinado que, más tarde, al descubrir que ha sido objeto de manipulación se siente humillado y con deseos de resarcirse de los agravios sufridos.  
Viendo lo que actualmente está sucediendo en Cataluña, cuyas actuales enseñanzas son torcidas, tendenciosas y malintencionadas, ese cambio de ciclo llegará también a los catalanes, porque cosas como que el Ebro es un río catalán, como si naciera en Mora del Ebro; o que los romanos alcanzaron Cataluña, y por desinterés en el resto de la península no pasaron de ahí; o que Cataluña siempre fue autónoma hasta que la invadieron los españoles, son enseñanzas tan ridículas y alejadas de la verdad que cuando pasen los años, esos jóvenes de hoy accederán a otras lecturas y descubrirán la de sandeces que se les inculcó en su juventud.
Y no habrá que extrañarse que maldigan a los responsables que los tomaron por idiotas.

sábado, 13 de octubre de 2012

DEFRAUDAR por Salvador Moret


-          Leer el periódico asusta – decía Javier – cada día surgen nuevas y alarmantes sorpresas. Parece increíble que haya tipos tan sinvergüenzas, dando pelotazos continuamente y llevándose el dinero a espuertas.
-          Eso es cierto – convino Daniel – pero yo me abstengo de criticarlo, porque el que más y el que menos, todos robamos donde podemos.
-          ¡Pero, qué cosas dices, Dani! Yo no me considero un ladrón.
-          ¿Y crees tú que los que se llevan esos pelotazos que publican los periódicos se consideran ladrones? Claro que no. Ellos, que se consideran inocentes lo mismo que tú, dicen que son gajes del oficio.
-          ¡Oye, que yo no me considero inocente, yo soy inocente!
-          Eso es lo que tú dices, y probablemente lo creas, pero no es así.
-          ¡Cómo que no! El sueldo que entra en mi casa es exclusivamente fruto de mi trabajo, y yo no voy por ahí dando pelotazos de millones y millones. No hagas comparaciones que no se sostienen.
-          La comparación es metafórica. Como bien dices, tú no das pelotazos de millones, pero, ¿crees que no los darías si tuvieras oportunidad?
-          No lo sé – respondió Javier dejando entrever alguna duda – pero creo que no. Yo no aspiro a hacerme rico en cuatro días saqueando las arcas del estado, como hacen todos esos que hacen de políticos.
-          Tal vez porque careces de la ambición de ellos, y por eso serás toda la vida un segundón.
-          Como tú.
-          Ciertamente, como yo. Porque hasta para ser malvado hay que ser muy bueno haciendo el mal.
-          Me estás mareando, Dani. Y creo que tú ya lo estás, porque eso que dices no se sostiene.
-          Lo que quiero decir es que hace falta mucho valor, o mucha cara dura, como prefieras, para dar pelotazos de esa envergadura. Y no todos tenemos esa madera.
-          Pues, eso.
-          Sí, pero, como somos segundones, nos conformamos con pequeñeces que no nos sacan de pobres, pero que en el fondo es el mismo acto indecente.
-          Desbarras otra vez.
-          No lo creo. Piensa un poco. ¿Qué te parece a ti eso de preguntarle al cliente: lo quiere con IVA o sin IVA?
-          ¡Hombre, eso es normal! No querrás que pierda un cliente por una tontería como esa, ¿no? Además, las más veces es el mismo cliente quien lo pide, ya lo sabes, y hasta amenaza con irse a la competencia si le cobro el IVA. Además, ¿por qué me lo reprochas? Tú haces lo mismo con tus clientes, ¿o acaso no es cierto?
-          Sí, es cierto. Y como soy consciente de que es un proceder insano, me callo y no critico a los que hacen lo mismo. Aunque sea a mayor escala.
-          Sigo creyendo que desvarías.

sábado, 6 de octubre de 2012

¿SOMOS DE FIAR? Salvador Moret


Esas declaraciones que hacen ciertos gobiernos de la Unión Europea de España encienden la sangre a cualquiera. A cualquiera de los penibéticos, claro. Desde más allá de los Pirineos nos miran con desconfianza, nos tratan de vagos e informales, nos quieren cerrar el grifo del crédito, y todo eso porque dicen que las ayudas las utilizaremos para seguir holgazaneando.
Es muy injusto, y es lógico que aquí más de uno eche chispas contra los finlandeses, los holandeses, los alemanes, y todos los que van llegando con esas exclamaciones ofensivas hacia nosotros.
Pero cuando nos sosegamos y miramos alrededor y observamos ese  vasto panorama de los ERES con los secesionistas al fondo nos ponemos a temblar. Y si seguimos mirando seguimos viendo cómo todos, sí todos esos que en alguna ocasión ocuparon puestos de importancia en el gobierno – escasas veces con acierto, hay que advertir –  y vemos cómo antiguos ministros y jefes del estado, antiguos secretarios de estado, antiguos cargos públicos, todos ellos, digo, los vemos ocupando cargos tal vez de menor importancia, pero tan bien o mejor remunerados que los puestos que ocuparon anteriormente – a pesar de sus errores que después pagamos los demás, hay que insistir. Y con este panorama uno entiende el escepticismo que despiertan nuestras demandas de ayuda en aquellos que han de soltar el dinero.
En una palabra: no somos de fiar.
Podremos sentirnos ofendidos, y hasta cabreados, pero por mucho que nos duela, recogemos la mies de lo que hemos cosechado.
Es lamentable, y hasta injusto, que la mala labor de unos gobernantes ineptos y egoístas, recaiga siempre y exclusivamente sobre los pueblos. Pero siempre fue así, para desgracia del pueblo. La gente, que lo que quiere es trabajar y poder vivir con cierta dignidad, deja en manos de los políticos – en parte de buena fe y en parte porque no tiene otra opción – las decisiones de su futuro, y cuando llega la hora de presentar cuentas el único chivo expiatorio de la mala gestión de los sátrapas, es el pueblo. Nunca un político admitirá un error o una equivocación.
Y la historia se repite por los siglos de los siglos.
En otras épocas la mala gestión de los políticos abocaba a la gente a la guerra. Hoy abocan a la gente humilde a la miseria, que no es tan sangrienta pero no es menos nociva, mientras ellos, encerrados en sus círculos impenetrables, siguen disfrutando de sus privilegios, y se niegan, por activa y por pasiva, a ceder uno solo de ellos.
Tal vez el mismo pueblo sea el culpable de esta situación, que sin pretenderlo ha alimentado a una fiera que se ha convertido en un monstruo y que amenaza con devorarnos.
Y en estas circunstancias, ¿usted prestaría dinero a alguien que, insaciable, manirroto y derrochador, engulle sin medida todo lo que queda al alcance de su mano?
Podremos sentirnos molestos o enfadados con nuestros vecinos, pero si hasta nosotros reconocemos los abusos de nuestros políticos, ¡cómo no van a desconfiar de ellos los demás!
Solo de pensarlo siento pavor.