Las cifras oficiales de la
carestía de vida pasean alrededor del dos por ciento. Más o menos, eso es lo
que nos cuenta el gobierno todos los años.
Algo difícil de creer. A no ser
que pongamos fe ciega en lo que nos dice, y entonces no tengamos nada que
objetar. Pero como las cifras son tozudas, al mirar el desarrollo de los
precios del último año, cabe dudarlo y como mínimo poner en tela de juicio esas
cifras oficiales.
Tomemos el ejemplo práctico de
Daniel, un amigo mío.
Me cuenta mi amigo que calculando
las diferencias entre el último año y este, lo del dos por ciento, dice, es una
guasa. Vaya, como para echarse a reír.
Aunque los efectos sean más bien
para llorar.
En la factura del gas, mi amigo
está pagando este año un dieciséis por ciento más que el anterior. En la de
electricidad, un dieciocho por ciento más. En la de la sociedad de enfermedad,
un treinta y dos por ciento más. En la del IBI, un treinta y ocho más. Y así el
agua, el colegio, los libros y las demás facturas de gastos fijos. Y si nos
adentramos en las compras de consumo diario, quince céntimos por aquí,
veinticinco por allá, que Daniel me dice que no lo calcula en porcentaje, pero
que no hay un solo producto que sea más barato que semanas antes.
Sí, es cierto, el teléfono
continúa pagando lo mismo, gracias a sus reclamaciones y la consiguiente
amenaza de cambiar de compañía si le subían la cuota.
Y no quiere nombrar el tabaco,
porque subía el precio tan espectacularmente que asustado dejó de fumar.
A lo mejor el gobierno está
contento por ello, puesto que, según dice, la subida de precio es precisamente
para que la gente deje de fumar para bien de su salud. Pero Daniel también duda
de que sea cierto, porque al gobierno le interesan más los impuestos que recibe
de la venta del tabaco que la salud de los fumadores. Pero, en fin, eso ya es
cuestión de creer o no creer al gobierno.
Mirándolo bien, eso de creer se
ha convertido en ciencia ficción, porque hay tantos asuntos en los que bien por
desidia o bien porque nos dicen tantas cosas que se contradicen con la
realidad, que nos desentendemos y damos el caso por perdido. Una decisión
equivocada, me dice Daniel, pero uno se encuentra tan indefenso ante la máquina
arrolladora del estado, que prefiere callar y aceptar que la carestía de vida
solo sube un dos por ciento.
Y añade. Lo triste de todo esto
es que el gobierno se hace fuerte, y su fortaleza no es otra cosa que nuestra
impotencia, arrastrándonos a tomar el camino de la resignación, y así, lo mismo
que he dejado de fumar, puedo dejar de ir al cine, o comprar solo un libro al
año en vez de tres, o comer dos veces al día. Y si aprieta la situación, tal
vez con una comida diaria, todavía podamos tirar adelante.
Entre tanto, en la calle la gente
sigue discutiendo acaloradamente, unos defendiendo la honestidad del gobierno,
y otros argumentando todo lo contrario. ¡Qué locos!
Y la pregunta que se hace Daniel
es: Pero toda esa gente que tanto discute, ¿cree verdaderamente en lo que
defiende?