Se acostumbraron a recibir dinero
a espuertas, y lo que menos les ocupaba era averiguar quién era el bienhechor.
Lo sabían, pero se hacían los desentendidos, entendiendo que era una dádiva a
fondo perdido. Y lo administraban para sus intereses particulares en primer
lugar, dando pinceladas gordas aquí y acullá para con su aparente magnanimidad,
deslumbrar al incauto espectador en el tendido.
Y es que cuando el dinero llega
con facilidad, sin esfuerzo, suele marear el entendimiento de los hombres,
tanto que llegan a pensar que Dios es muy grande y sus obsequios inagotables.
Décadas creciendo a ese ritmo,
los administradores creyeron adquirir unos derechos de los que no tenían que
dar explicaciones a nadie, y así llegaron a la época de las vacas flacas, y
aquellos que parecían ser unos samaritanos, resulta que vienen ahora pidiendo
explicaciones y quieren saber qué se hizo con aquellas fortunas.
Inasumible – dicen los de aquí. ¿Qué se creen
estos, que pueden venir a ordenar nuestra casa? Y sus gritos llegan al cielo, y
públicamente, con gran demérito para sus otrora bienhechores, se rasgan las
vestiduras.
Estos, que de generosos no tenían
tanto, como todo prestamista quieren ver las contraprestaciones, y aquellos que
administraron con alegría e hincharon sus haciendas particulares, exigen ahora
al pueblo que contribuya a devolver el préstamo. Y no estaría mal lo de
contribuir, lo penoso es que el pueblo que fue el menos beneficiado, es quien
ahora en solitario, tiene que hacer frente a esas letras de cambio que están
venciendo.
Y los administradores, como todo
mal pagador, se contradicen cuando por una parte gritan que los prestamistas no
son quién para decir cómo organizan ellos su casa, y al mismo tiempo siguen
pidiendo más préstamo, seguramente para poder salvar el pellejo, escudándose en
el pellejo del pueblo, a quien han metido en el asunto sin pedirle permiso.
Se quejan estos pésimos
administradores de no recibir más préstamos. Y maldicen el egoísmo de los
prestamistas, sin darse cuenta que son ellos los culpables de que así sea,
porque es difícil socorrer a un despilfarrador. O se puede hacer una vez. O
dos. Pero no por una eternidad.
Y es que no quieren reconocer sus
errores. Han exprimido al pueblo, pero a ellos les viene muy cuesta arriba
prescindir de sus privilegios. Y así, señores, no se construye una casa.
Exigen que los prestamistas
colaboren, sin estar dispuestos a aportar su parte de esfuerzo. Tan
acostumbrados están a sus vidas de ostentación y despilfarro que no se dan
cuenta que son ellos el problema porque todavía siguen viviendo a cuerpo de
rey.
¡Y se rasgan las vestiduras
porque los prestamistas les exigen contraprestaciones!
Tal vez gritan creyendo que así
convencen al pueblo y éste asume los costes de buen grado.
Pues, resulta que no.