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lunes, 21 de mayo de 2012

MIRANDO ATRÁS (Salvador Moret)


Doce años a lomos del siglo XXI nos da una perspectiva amplia para echar una mirada a la última centuria y sacar conclusiones.
Desde el inicio de mil novecientos y siguiendo un año tras otro hasta culminar el siglo, lo primero que llama la atención son la cantidad de enfrentamientos bélicos que hubo. La locura se adueñó de los hombres y los arrastró a una sucesión de guerras que durante cien años apenas ha habido un lustro de tregua. (Claro que mirando siglos anteriores tampoco es que fueran mucho más sosegados).
Para los españoles fue un siglo desdichado. Aunque no mucho peor que para el resto del mundo. A algunos de los países que nos rodean, posiblemente aun les fue peor. Y muchos países más alejados tampoco es que puedan sentirse libres de la maldición, puesto que la tragedia, sin tregua ni descanso, para ellos todavía sigue activa.
Para España, el siglo comenzó perdiendo las últimas posesiones que a duras penas aun reteníamos, con repercusiones económicas terribles para la clase adinerada.
Pero el pueblo, los humildes, no tardarían en acusar las consecuencias de las catástrofes que, ajenos a los movimientos de capitales, lo que acusaron fue la escasez y carestía de los pocos productos a los que tenían acceso.
Los españoles de la época, tal vez por su carácter curtido ante la adversidad, o porque desde siempre se han sentido olvidados de sus gobernantes, se tomaron las desventuras con cierta filosofía, haciéndose popular la expresión “más se perdió en Cuba”, que les servía para calmar la desesperación ante las desgracias, y al mismo tiempo les permitía sobrellevar la carga de la impotencia ante el infortunio.
En los primeros años del siglo pasado todavía no se conocía la globalización tal como la entendemos hoy, claro, lo que no quiere decir que las tragedias allende nuestras fronteras no tuvieran repercusiones sobre nosotros.
El malestar en Europa era general. Las tendencias socialistas comenzaba a tomar forma, y con mayor fuerza aun, las anarquistas. La acción de uno de estos exaltados en Sarajevo fue el detonante de la primera gran guerra.
Durante esta conflagración, en la que España no participó, muchos pequeños industriales españoles tuvieron que cerrar sus empresas por escasez de materia prima o imposibilidad de adquirir la maquinaria necesaria para elaborarla.
La guadaña alcanzaba más allá de los campos de batalla.
Fueron signos evidentes de la dependencia que tenemos unos países de otros. Pero la globalización, por mucho que algunos se empeñen en hacernos ver como una corriente desfavorable, tiene también aspectos beneficiosos.
Sería ocioso querer enumerar aquí los beneficios que disfrutamos de esa dependencia; baste decir que el bienestar y adelantos que hoy nos rodean, tanto técnicos, como sociales o humanos, son fruto de la globalización. Todos nos beneficiamos de los progresos de los demás.
Y, lamentablemente, también nos perjudicamos de las calamidades de los otros.
Nuestra guerra nos sumió en un estado de excepción, cuyas consecuencias en toda su extensión, como todas las guerras (in)civiles, durará más de cien años. Una carga demasiada pesada para más de cuatro generaciones.
La guerra mundial, más larga, más cruenta, pero con menos secuelas personales que la nuestra, tras los efectos tan devastadores llevó a la Humanidad a pretender abolir la guerra por decreto… sin conseguirlo, porque desde entonces, las guerras se han intensificado por todo el planeta en sus más diversas facetas. Sin tregua.

domingo, 20 de mayo de 2012

PICARESCA (Salvador Moret)


A los españoles no nos es desconocida la picaresca. Está en nuestros genes. Y por cómo hacemos gala del hecho, todo apunta a que lo vemos con buenos ojos. Y hasta nos reímos cuando nos cuentan alguna de esas envenenadas gracias.
Pero, ¿qué sucede si la víctima de una de esas jugarretas nos atañe directamente? Pues, eso. Entonces ya no nos reímos, sino nos revolvemos, juramos y perjuramos.
Lo malo de la picaresca es que crea desconfianza. Los que defienden esta práctica – porque aunque no lo parezca, todavía los hay que la defienden – argumentan que eso es fruto del ingenio español.
En la olvidada y triste época del estraperlo se contaban cosas estremecedoras de estos desalmados. Porque eso eran aquellos que se aprovechaban de las incautas e inocentes víctimas con engaños de miseria, generalmente gente de mínimos recursos. El engaño les permitía cenar esa noche. La misma cena que esa misma noche prescindiría su víctima.
La pobreza material fue acabándose, afortunadamente, y parecía que ya no era necesario el uso de la picaresca para sobrevivir. Craso error. Es cierto que se comenzaba a vislumbrar el bienestar, pero el codicioso nunca se siente saciado. Eso sí, la picaresca se trasladó a otros círculos, y aunque los actos de los pícaros continuaban siendo miserables, porque el engaño siempre es un acto miserable, los engaños ya no se limitaban a miserias sino que se convirtieron en pelotazos bien sustanciosos.
El gobierno español está ahora poniendo las bases para resurgir del agujero en el que nos había sumido tanto desmadre. Al menos así justifican los recortes de salarios, despidos y mermas de pensiones y de bienes sociales a los que ya estábamos acostumbrados e, inocentemente, creíamos que teníamos garantizados de por vida.
Bien estarían las medidas que está tomando el gobierno si efectivamente nos llevaran a un futuro más halagüeño. Y por el bien de todos, ojalá lo consiga.
Pero los políticos hace mucho tiempo que perdieron la credibilidad, precisamente por aquello de la picaresca.
Y no obstante, si este gobierno consigue recuperar parte de esa credibilidad perdida, nos queda esa otra parte muy del español, a saber: quítate tú que me pongo yo. O dicho en otras palabras: yo hago lo opuesto de lo que hace el otro.
O sea, es otra forma de picaresca, y otra forma de perder la credibilidad.
Porque lo que trasciende al español medio, ese modesto empleado que aspira a trabajar y vivir decentemente con miras a pequeñas mejoras que le permitan mantener una cierta ilusión por qué vivir, es que los políticos nos engañan, o al menos lo pretenden,  con ese verbo típico que unas veces suena a púlpito y otras a arengas populares.
Es el antiguo tocomocho.
Es la moderna picaresca.

miércoles, 16 de mayo de 2012

LA VENGANZA (Salvador Moret)


La situación había llegado a su límite. La gente, tras un largo periodo de angustia e inseguridad, había perdido la credibilidad en sus gobernantes.
El gobierno actual era reciente. Un gobierno con mayoría absoluta salido de unas elecciones en las que muchísima gente, harta de un gobierno anterior ineficaz y corrupto, había puesto la esperanza en su capacidad para crear entusiasmo e ilusión.
Pero este nuevo gobierno tampoco conseguía lo tan largamente esperado. El paro aumentaba. Las familias perdían poder adquisitivo a pasos agigantados. Aquel estado de bienestar de no hacía mucho, se iba quedando rezagado para aquellos que el agua todavía no les llegaba al cuello, mientras que para muchos otros esa expresión ya pertenecía pasado. Un pasado tan lejano que casi parecía un sueño.
La gente, todavía paciente, veía cómo se le recortaban beneficios y derechos adquiridos, mientras los impuestos les iban ahogando cada vez más hasta apenas permitirles respirar. Y a la sombra de una pobreza cada vez mayor, crecía una nueva casta que, ajena a los acontecimientos del entorno, seguía disfrutando de privilegios, gastando sin recato alguno y despilfarrando el dinero que el Estado recaudaba con esos cada vez mayores impuestos.
Pero la paciencia no es infinita y las revueltas comenzaron a ser un espectáculo cotidiano.
Hasta ahora lo cotidiano fueron los escándalos de los recaudadores, con sus desfalcos, malversaciones y enriquecimientos ilícitos, sin que la justicia hiciera acto de presencia.
Ahora era el pueblo, cansado del vilipendio sufrido, quien protagonizaba persecuciones callejeras a esos aprovechados sinvergüenzas. Raro era el día que no se anunciara el ingreso en el hospital de algún político de esos que vivía a cuerpo de rey mientras millones de compatriotas, ¡millones!, no comían todos los días, eran desahuciados, les cortaban la luz por impago de recibos…
El desgobierno y la anarquía predominaban por doquier. Era el pago del olvidado, manipulado y exprimido pueblo durante muchos años a esa casta de vividores que ahora, asombrados, clamaban a la calma.
Era la venganza de la naturaleza ante el abuso.
Los perseguidos, ahora se acordaban del exhausto pueblo, pero no por reconocerse culpables o causantes del reinante caos, sino para acusarle de salvaje, cruel y desalmado.
¡No entendemos tanta ferocidad!, clamaban escandalizados todos esos que hasta ahora nunca se ocuparon más allá de su propia persona, y para mayor desvergüenza, añadían, ¡cuando durante tantos años hemos vivido en armonía y todos hemos disfrutado del bienestar!
¿Todos?
Y la naturaleza seguía vengándose de sus maltratadores. Porque, ya no eran heridos los que ingresaban en el hospital. Ahora ingresaban muertos.
¿Llegará el día que aprendan la lección esos que se arropan la aureola de superioridad?

martes, 8 de mayo de 2012

EL PLURIEMPLEO (Salvador Moret)


Se sabe que eso de trabajar en dos o tres sitios a la vez es muy español. Y esto, sin ninguna duda, contradice esa fama que alguien puso en órbita asegurando que nosotros los españoles somos perezosos.
Ahora bien, otra cosa es la eficacia y que los resultados sean cualitativamente aceptables, porque si ya es difícil hacer una cosa bien, cuánto más no será hacer varias a la vez.
Se entiende, claro está, que esto de trabajar en varios sitios a la vez era en otras épocas, porque lo que es ahora, ya quisieran muchos trabajar, simplemente trabajar en un sitio.
Pero siempre hubo clases, y como no podía ser de otra forma, actualmente también. Tenemos, por ejemplo, el caso de los diputados, que ya sabemos de las aficiones extraparlamentarias de estos personajes. Aficiones bien remuneradas todas ellas, por supuesto, ya que esta tropa no mueve un dedo así como así. Y resulta que no hay uno solo que no tenga – además de – sus apaños en un sitio u otro.
Probablemente sea debido a que el salario no les llega hasta final de mes y necesiten alguna que otra ayuda. Puede ser también que estos hombres de la patria no se cansan mucho en el trabajo oficial… o tal vez sean las dos cosas, que es lo que se ha dicho siempre de los funcionarios: no pagan gran cosa, pero tampoco exigen mucho.
Ah, alguien me advierte que estos comentarios se referían solo a los funcionarios de bajos sueldos, no para esos otros.
En cualquier caso me pregunto si eso será justo, aunque supongo que al menos no irán contra la ley, puesto que la hacen ellos… O sea, yo me lo guiso y yo me lo como. O como suele decirse: hecha la ley, hecha la trampa.
No obstante, si justo o injusto, está la otra visión de las cosas, que a menudo no tiene nada que ver con la cuestión legal, sino con la moral. Se trata de esas cuestiones que levantan ampollas y hacen sonrojar a las personas honradas – las otras jamás se sonrojan – es decir, asuntos por los que nunca irán a la cárcel, es cierto, pero que chirrían a los oídos y humedecen los ojos de los humildes.
Y, lo que son las cosas, casualmente nos enteramos de los ingresos que los diputados reciben cada mes, además de beneficios y primas, por distancia, por llegar a su hora, por no dormirse en la sala, por apretar el botón correcto a la hora de votar, por puntos, por comas…
Unos sacrificados.
Eso.

LIBERTAD DE PRENSA (Salvador Moret)


Allá por los años cincuenta, Daniel era un joven con la cabeza llena de ideas, todas ellas encaminadas a cambiar el mundo.
Nada nuevo. Como cualquier joven en no importa qué época.
Una de esas ideas, según su criterio la más importante, era la restauración de libertad de prensa, que como bien sabemos en aquellos tiempos era inexistente.
Y como de las carencias surgen los apetitos, y también las esperanzas, Daniel tenía el convencimiento de que todos los males de España se acabarían el día que los españoles pudiéramos acceder a las noticias desde un plano neutral. O sea, el suceso visto por los que lo defienden… y por los otros.
Pero eso a Daniel, en aquellos años cincuenta, le parecía una quimera. Lo veía lejos, muy lejos. Y eso que tenía tanta esperanza como apetito.
La esperanza, no obstante, le sosegaba, porque sabía que llegaría el día, aunque lejano, que sería realidad, pero el apetito era demasiado como para esperar tanto tiempo. Un Calvario.
Años más tarde, por fin, la gente comenzó a percibir indicios en esa dirección. Y un día, inesperadamente, se abrieron las puertas de par en par. Y no solo Daniel, sino muchos que como él tenían los mismos sueños y deseos, confiaron que desde ahora las cosas serían muy diferentes.
Y creyeron también que habían alcanzado la meta, cuando en realidad se hallaban en el punto de salida.
Pero en aquel momento Daniel no lo percibió así. Para él se había logrado aquello tantas veces añorado, como era la libertad de prensa que, al principio le pareció lo más grandioso del mundo. ¡Qué gozada poder elegir quién me cuenta los hechos! – pensaba.
Y para estar seguro de las diferencias compraba los diversos periódicos que se publicaban. Y, ¡qué delicia! Lo que él siempre soñó ya era un hecho.
Pero, ironías de la vida. A no tardar, una cierta sensación de desengaño comenzó a sobrevolar el entorno turbando su mente y sus anhelos. Aquello no era lo que él se imaginó en su día sobre la libertad de prensa. Primero las noticias parecían escritas por la misma mano, y más tarde cada periódico comenzó a decantarse en una dirección determinada.
Esta tendencia divergente aumentaba con el tiempo de tal forma que las noticias parecían contradictorias. Naturalmente a Daniel no se le escapaba que algún periódico no era limpio, o tal vez ninguno. Y no digamos la televisión. Las noticias se tergiversaban descarada y tendenciosamente, tanto que a Daniel comenzaron a darle náuseas los periódicos… y la televisión.
Muy al contrario de cuando aun era un muchacho con deseos de cambiar el mundo, ahora él deseaba que no cambiara nada.
Y en cuanto a la libertad de prensa, acabó desengañado por completo, convencido de que los que escriben están al servicio de otros intereses.
Y no es que añorara la época de su juventud, pero la manipulación actual, tal vez le parecía mucho más perversa que la falta de libertad de prensa.

lunes, 7 de mayo de 2012

LA HORA DEL PITILLO (Salvador Moret)


Solían salir siempre las mismas compañeras, y siempre a la misma hora. Eran cinco enfermeras, todas solteras o sin pareja, cuyas edades oscilaban entre los treinta y cinco y los cuarenta. Los temas de conversación eran muy variopintos, pero el día que la cogían con los hombres, felices ellos que no escuchaban sus comentarios.
Unas más que otras, la crítica era su bandera.
¡Y qué decir en cuanto a guardar las formas! Las últimas disposiciones prohibían fumar en los alrededores del hospital, pero aprovechando una puerta que daba a una callejuela sin apenas circulación, miraban las normas con la mayor indiferencia.
-         ¿No ha llegado Clara todavía? – preguntó Isabel. Y sin perder tiempo, sonriente pero con malicia, añadió – seguro que está con el jefe que, con tal de hacerle la pelotilla, lo que haga falta.
-         El jefe tiene fiesta hoy – atajó Pepa, molesta por las insidias de Isabel, y añadió – Clara se ha quedado atendiendo al último paciente.
-         ¡Ah! no me extraña – replicó Isabel, que con tal de criticar tanto le daba un contenido como otro – ya sabemos que los pacientes son su pasión, y para ganarse su admiración, entre sonrisa y sonrisa no deja de darles jabón.
Por el pasillo vieron llegar a Clara. Venía con paso apresurado y una amplia sonrisa en el semblante.
El conato de discusión quedó en el mayor silencio.
-         Perdonad el retraso – dijo Clara con voz entrecortada por el sofoco al tiempo que encendía un pitillo – los pacientes, a veces, necesitan hablar y… bueno, ya sabéis, hay que escucharles.
Curiosamente fue Isabel la primera que salió a halagar a la recién llegada. Ninguna de las compañeras se extrañó del cambio de tono y de posición. Todas sabían cómo era Isabel.
-         Me parece estupendo tu proceder con los pacientes, Clara – convino la misma que un minuto antes la reprochaba con sordidez.
-         No entiendo cómo puedes decir esas cosas, Isabel. Apruebas lo que hace Clara, cuando tú haces lo contrario – apuntó Julia en un tono claramente irónico.
-         No es cierto – defendió Isabel aspirando el pitillo con avaricia, y al parecer sin que le molestara el ataque de su compañera Julia.
-         ¡Cómo que no! Tú misma lo has dicho más de mil veces cuando llegas aquí tronando y disparatando por lo pesados que te caen los pacientes.
-         Sí, claro. Reniego cuando llega uno de esos que no hace más que preguntar tonterías. ¿Es que no renegamos todas?
-         Sí, pero no con la frecuencia que lo haces tú. Eso tienes que reconocerlo – terció Blanca, disponiéndose a encender su tercer pitillo.
-         Vosotras habláis así, pero cuando llega uno de esos viejos que te atosiga a preguntas, y a veces hasta con exigencias, ¿qué hacéis vosotras? Pues eso, renegar. Y sé que alguna de vosotras hasta los trata peor que yo.
-         Es la hora – intervino Clara que en ese momento terminaba su pitillo.
Hablando y gesticulando se adentraron por el pasillo. Clara e Isabel iban delante, probablemente intentado explicar sus posiciones, mientras que las otras tres, convenían el cariño que mostraban los pacientes por Clara. Como la aversión que despertaba Isabel en casi todos ellos.
Tampoco ninguna de ellas dudaba por qué era así.