Doce años a lomos del siglo XXI
nos da una perspectiva amplia para echar una mirada a la última centuria y
sacar conclusiones.
Desde el inicio de mil
novecientos y siguiendo un año tras otro hasta culminar el siglo, lo primero que
llama la atención son la cantidad de enfrentamientos bélicos que hubo. La
locura se adueñó de los hombres y los arrastró a una sucesión de guerras que
durante cien años apenas ha habido un lustro de tregua. (Claro que mirando
siglos anteriores tampoco es que fueran mucho más sosegados).
Para los españoles fue un siglo desdichado.
Aunque no mucho peor que para el resto del mundo. A algunos de los países que
nos rodean, posiblemente aun les fue peor. Y muchos países más alejados tampoco
es que puedan sentirse libres de la maldición, puesto que la tragedia, sin tregua
ni descanso, para ellos todavía sigue activa.
Para España, el siglo comenzó perdiendo
las últimas posesiones que a duras penas aun reteníamos, con repercusiones
económicas terribles para la clase adinerada.
Pero el pueblo, los humildes, no
tardarían en acusar las consecuencias de las catástrofes que, ajenos a los
movimientos de capitales, lo que acusaron fue la escasez y carestía de los
pocos productos a los que tenían acceso.
Los españoles de la época, tal
vez por su carácter curtido ante la adversidad, o porque desde siempre se han
sentido olvidados de sus gobernantes, se tomaron las desventuras con cierta
filosofía, haciéndose popular la expresión “más se perdió en Cuba”, que les servía
para calmar la desesperación ante las desgracias, y al mismo tiempo les
permitía sobrellevar la carga de la impotencia ante el infortunio.
En los primeros años del siglo
pasado todavía no se conocía la globalización tal como la entendemos hoy,
claro, lo que no quiere decir que las tragedias allende nuestras fronteras no
tuvieran repercusiones sobre nosotros.
El malestar en Europa era
general. Las tendencias socialistas comenzaba a tomar forma, y con mayor fuerza
aun, las anarquistas. La acción de uno de estos exaltados en Sarajevo fue el
detonante de la primera gran guerra.
Durante esta conflagración, en la
que España no participó, muchos pequeños industriales españoles tuvieron que
cerrar sus empresas por escasez de materia prima o imposibilidad de adquirir la
maquinaria necesaria para elaborarla.
La guadaña alcanzaba más allá de
los campos de batalla.
Fueron signos evidentes de la
dependencia que tenemos unos países de otros. Pero la globalización, por mucho
que algunos se empeñen en hacernos ver como una corriente desfavorable, tiene
también aspectos beneficiosos.
Sería ocioso querer enumerar aquí
los beneficios que disfrutamos de esa dependencia; baste decir que el bienestar
y adelantos que hoy nos rodean, tanto técnicos, como sociales o humanos, son
fruto de la globalización. Todos nos beneficiamos de los progresos de los
demás.
Y, lamentablemente, también nos
perjudicamos de las calamidades de los otros.
Nuestra guerra nos sumió en un
estado de excepción, cuyas consecuencias en toda su extensión, como todas las
guerras (in)civiles, durará más de cien años. Una carga demasiada pesada para
más de cuatro generaciones.
La guerra mundial, más larga, más
cruenta, pero con menos secuelas personales que la nuestra, tras los efectos
tan devastadores llevó a la Humanidad a pretender abolir la guerra por decreto…
sin conseguirlo, porque desde entonces, las guerras se han intensificado por
todo el planeta en sus más diversas facetas. Sin tregua.