El hombre, ese ser tan complejo,
es capaz de llevar a cabo al mismo tiempo lo más sublime y lo más abyecto.
En el primer caso, al alcance de
la mano tenemos ejemplos que lo confirman, especialmente en las desgracias. Y
cuanto mayor es la catástrofe, más dispuesta se muestra la Humanidad en prestar
socorro.
Y es que en las catástrofes donde
las víctimas se cuentan por centenares, es emocionante ver cómo por todas
partes surgen almas de buena fe dispuestas a ayudar, bien aportando recursos,
bien presentándose en el lugar del siniestro apoyando materialmente con sus
esfuerzos físicos o psicológicos.
No me negarán ustedes que estos actos
no son elogiables.
La parte ingrata de esta historia
aparece cuando alguien, tal vez por envidia o por resentimiento, o quizás de
buena fe, nos advierte de que la prioridad de muchas de esas personas u
organizaciones tan predispuestas a prestar ayuda, no consiste precisamente en
ayudar al prójimo, sino en promocionarse. Es decir, salir en la foto.
Tampoco me negarán ustedes que,
de ser cierto este proceder, no es abominable.
Y más deleznable aún es cuando
nos enteramos que hay quien, además, hace negocio de la desgracia de los demás.
Y es que la línea que separa el
bien del mal es tan fina que a menudo no percibimos cuando nos la saltamos.
Ahí tenemos, por ejemplo, a los
científicos. Unos estrujándose los sesos descubriendo fármacos que permitan
alargar la vida de las personas, y año tras año esforzándose sin importar el
coste humano y económico. Otros, con el mismo afán o mayor que los primeros,
estudiando la manera de cómo eliminar a la Humanidad inventando armas cada vez
más mortíferas y más eficaces, y – paradójico – para que no resulte gravoso a
la sociedad, con el menor coste económico posible.
Tal vez, todo esto forme parte de
lo que nos decían de pequeños, aunque las formas fueran tan distintas, cuando
nos aconsejaban de escuchar al ángel y no al demonio que siempre llevamos junto
a nosotros. Desde que nacemos.
¿No será el bien y el mal que
llevamos dentro?