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domingo, 12 de febrero de 2012

EL BIEN Y EL MAL (Salvador Moret)


El hombre, ese ser tan complejo, es capaz de llevar a cabo al mismo tiempo lo más sublime y lo más abyecto.
En el primer caso, al alcance de la mano tenemos ejemplos que lo confirman, especialmente en las desgracias. Y cuanto mayor es la catástrofe, más dispuesta se muestra la Humanidad en prestar socorro.
Y es que en las catástrofes donde las víctimas se cuentan por centenares, es emocionante ver cómo por todas partes surgen almas de buena fe dispuestas a ayudar, bien aportando recursos, bien presentándose en el lugar del siniestro apoyando materialmente con sus esfuerzos físicos o psicológicos.
No me negarán ustedes que estos actos no son elogiables.
La parte ingrata de esta historia aparece cuando alguien, tal vez por envidia o por resentimiento, o quizás de buena fe, nos advierte de que la prioridad de muchas de esas personas u organizaciones tan predispuestas a prestar ayuda, no consiste precisamente en ayudar al prójimo, sino en promocionarse. Es decir, salir en la foto.
Tampoco me negarán ustedes que, de ser cierto este proceder, no es abominable.
Y más deleznable aún es cuando nos enteramos que hay quien, además, hace negocio de la desgracia de los demás.
Y es que la línea que separa el bien del mal es tan fina que a menudo no percibimos cuando nos la saltamos.
Ahí tenemos, por ejemplo, a los científicos. Unos estrujándose los sesos descubriendo fármacos que permitan alargar la vida de las personas, y año tras año esforzándose sin importar el coste humano y económico. Otros, con el mismo afán o mayor que los primeros, estudiando la manera de cómo eliminar a la Humanidad inventando armas cada vez más mortíferas y más eficaces, y – paradójico – para que no resulte gravoso a la sociedad, con el menor coste económico posible.
Tal vez, todo esto forme parte de lo que nos decían de pequeños, aunque las formas fueran tan distintas, cuando nos aconsejaban de escuchar al ángel y no al demonio que siempre llevamos junto a nosotros. Desde que nacemos.
¿No será el bien y el mal que llevamos dentro?

viernes, 10 de febrero de 2012

LOS REYEZUELOS (Salvador Moret)


Si uno se apresta a hojear por las mañanas los periódicos, se arriesga a enfrentarse a un gran dilema. O desiste de ello de inmediato o, en el mejor de los casos, acaba con una depresión de caballo.
¿El motivo? Que somos un país ingobernable. Aquí cada cual se monta su fábula de lo que tiene que ser la convivencia, y todos aquellos que discrepen son a despreciar. ¡Qué digo! Nada de desprecio. Eso es poco. Son a perseguir y aniquilar.
Claro que, cuarenta y cinco millones de personas discrepando unos de otros, o sea, cuarenta y cinco millones de opiniones diferentes dispuestos a no ceder ninguno de ellos un paso atrás de su posición, mientras no dejan de infamar y denigrar al prójimo, no importe el grado de vecindad (a menudo tampoco de familiaridad), acusando a todo quisqui de extremista, intolerante, atrasado y otras muchas cosas menos confesables, habrá que reconocer que la tolerancia, ese pequeño detalle imprescindible para convivir con un mínimo de paz, baja escandalosamente.
¿Ejemplos? Los periódicos.
Porque si usted no teme caer en una morrocotuda depresión, abra algunos de ellos. Siempre y cuando su fortaleza de aguante, paciencia y comprensión hacia los exaltados la haya comprobado previamente.
Enseguida comprobará la cantidad de reyezuelos que hay a su alrededor.
Tenemos a ese prototipo de regidor, que arrapando, por quince votos de diferencia, por ejemplo, consigue el título de alcalde. Y acto seguido, olvidando que la mitad de la población no estuvo de acuerdo con su programa político, comienza a hacer y deshacer a su antojo, entendiendo que la vara de mando se lo permite. ¡Es la autoridad! Y que nadie se atreva a insinuar lo más mínimo, porque el acoso a la autoridad está duramente castigado.
Y si hay que dirimir las discrepancias en el juzgado, una de las dos partes no tardará en tildar al juez de fascista, corrupto y cosas por el estilo.
Porque, ¿aceptar el veredicto? ¡Qué cosas! Hombre, si me favorece, aún, aún, pero en caso contrario, de todas, todas, será una injusticia.
Y enfadado, porque a ojos del desleal la sentencia fue ilegal; porque ha sido víctima de un estado infecto y corrompido; porque a muchos otros, principalmente los amigos del juez y los muy potentados las sentencias siempre les benefician, por todo eso, ese inconformado se siente con el derecho de negarse a contribuir con sus obligaciones. Como es, por ejemplo, a ser honesto en la declaración de la renta.
Envuelto en esa capa de reyezuelo del reino de su persona, se considera con todo el derecho a tomar sus propias decisiones sin necesidad de dar más explicaciones a nadie. Y añadirá:
“Porque los demás son unos cafres que no quieren entender mis razones”.

GUARDAR TURNO (Salvador Moret)


Seguramente que a usted no le es desconocido el hecho, porque lo más probable es que lo haya presenciado y vivido en más de una ocasión.
Y casi con toda seguridad, también se habrá irritado usted por ello.
Suele suceder en los despachos de atención al público, del estado o privadas, no importa, aunque tal vez en las primeras duele más.
Tomemos como ejemplo algo tan sencillo como pagar un recibo en una oficina bancaria. Usted llega antes de las nueve y media, porque ayer ya le advirtieron que para pagar recibos tenía que volver otro día antes de las diez.
Pero delante de usted, casualmente, esperan su turno otras cinco personas, y usted, que ha dejado el coche en doble fila pensando que eso de pagar un recibo era cuestión de coser y cantar, es decir, entrar, pagar y salir todo en un cerrar de ojos, al ver a los otros cinco guardando cola, comienza a ponerse nervioso y a mirar el reloj que pende de la pared detrás de la joven cajera.
Los minutos van pasando, ni más lentamente ni más deprisa que otras veces, claro está, aunque a usted en esos momentos le parezca que se eternizan. Entre tanto, a la joven cajera, precisamente hoy no le cunde el trabajo, porque parece que lo haga más lentamente que nunca. Y, por si eso fuera poco, el joven que está en la ventanilla la está entreteniendo, y vaya usted a saber qué le estará contando que tarda tanto.
Y usted llega a creer que la joven cajera, ajena al nerviosismo que muestran los clientes que esperan, no tiene conmiseración con ninguno de ellos.
Usted, que ha contagiado a las otras cinco personas que esperan delante de usted, o, qué más da, tal vez sea al contrario, el caso es que ya nadie está quieto. Se mueven, soplan, taconean el suelo, se giran, miran al techo, al reloj, resoplan… por fin, aquel joven de la ventanilla ha terminado.
Pero aún quedan cuatro delante de usted. A este ritmo, la multa es casi segura. En eso, un claxon suena con estridencia. Alarmado, usted sale corriendo… pero en esta ocasión no es su coche el que impide a otro sufrido conductor salir de su estacionamiento.
De regreso a la cola, una señora mayor se ha añadido a ella, y usted, respirando hondo para mantener la calma, con buenas palabras le advierte que él estaba delante. Le sigue un cruce de palabras un tanto subidas de tono, hasta que la joven que está delante acredita que, efectivamente, el señor estaba detrás de ella.
A regañadientes, el conato de enfado se apacigua.
Pero los minutos, implacables, siguen avanzando, y la irritación se encrespa y llega a hacerse insoportable cuando usted observa que tres empleadas más del banco, sentadas a sus mesas, sin mostrar el más mínimo interés por los clientes que esperan, como si ellas no tuvieran nada que ver con la empresa que les paga el salario a final de mes gracias a los clientes que llegan a la ventanilla, telefonean, ríen, se comentan sus cuitas…
Impotente, usted se sube por las paredes.
Y a usted, que en esta ocasión se ha librado de una multa, no se le ocurra entrar en un ayuntamiento, porque a la hora de mayor ajetreo es posible que se encuentre la ventanilla cerrada porque la responsable se ha ido a tomar café. 

domingo, 5 de febrero de 2012

LA RIVALIDAD (Salvador Moret)

Se dice que si no existiera esa rivalidad tan encendida entre Barça y Madrid, el fútbol estaría de capa caída. Y como lo que envuelve al fútbol es ante todo dinero, es fácil deducir que aquellos que se benefician de ese trasiego de capitales hagan los mayores esfuerzos para que la rueda siga girando. Y para ello nada más fácil que fustigar las pasiones de los aficionados con declaraciones, ofensivas las más veces, para que las emociones, provocadas y golpeadas por la fusta que sostiene la misma mano que mueve los hilos desde la penumbra, sigan alimentando la máquina para que ésta no deje de girar. Sucede algo igual en la política. Principalmente en los países donde se practica muy poco la política y mucho la irresponsabilidad. O donde los intereses particulares predominan por encima de intereses generales. En realidad, en cuanto al dinero respecta, el deporte es un calco de la política. Porque también aquí, los interesados en que la rueda no deje de girar, se afanan con ahínco en disciplinar conciencias para que les sirvan de sostén incondicional, y a poder ser perpetuo. Incitan a los sentimientos y provocan a las emociones, y se regodean viendo con qué facilidad lo consiguen. Es todo un proceso que los políticos conocen bien. Primero despiertan la pasión con argumentos que son los que quiere escuchar el oyente. Después prometiendo lo que desea recibir el oyente. Y por último asegurar que todo eso lo va a recibir el oyente. Una vez conseguido el voto del oyente, el olvido. Cuando no el desprecio, que, dicho sea de paso, al incondicional le trae al fresco. Es lo que parece, al menos, a juzgar por las veces que se deja engañar. Y tanto en fútbol como en política, los maestros en conducir masas saben de las debilidades de los hombres, y así, conocen los mecanismos de cómo han de hablar y qué han de decir para que los tantas veces vilipendiados no se les revuelvan. Porque si no fuera así, no se entendería que después de prometer tantas mejoras, beneficios, soluciones y todas las mieles imaginables del paraíso, el hombre de a pie, que una vez y mil más no huele nunca nada de lo prometido, y no obstante, se mantiene convencido de que un día llegará el maná. Y llegado a este punto, cabe preguntarse, ¿será consciente este abnegado y sufrido creyente que todas esas melazas prometidas por los voceros sí existen pero que están mal repartidas? O dicho de otro modo: ¿que los dulces, a la hora del reparto, se los quedan los que reparten? Un valor habrá que reconocer a estos maestros de dirigir masas, cual es que, tras tantos años con sus descaradas manipulaciones, consiguen no solamente que no se rebelen las masas, sino que éstas aún sigan aplaudiéndoles. Será por la rivalidad.

miércoles, 1 de febrero de 2012

TODO EN EL MISMO SACO (Salvador Moret)

Así, a simple vista, suena un tanto extraño que la sección de deportes incluya tanto el esquí, la Fórmula 1, el ajedrez, salto de pértiga, baloncesto, petanca… y así hasta no acabar.
Una serie de actividades que ni se parecen ni se asemejan en lo más mínimo. Y no obstante, las incluimos todas en el mismo saco como lo más normal del mundo. Seguramente será la fuerza de la costumbre que, de tanto escucharlo, lo repetimos sin más cortapisas, de tal modo que nuestra mente ya lo asume como correcto.
Claro que si advertimos que la tendencia del hombre es a generalizar, lo de los deportes es peccata minuta.
Tendemos a generalizar olvidándonos de añadir, por ejemplo, “excepto”, y así la generalización deja de serlo. Pero, hoy vivimos deprisa, muy deprisa. Nos falta el tiempo, y procuramos recuperarlo eliminando lo prescindible.
Lo suyo sería añadir, por ejemplo, “exceptuando”, y así salvaríamos en parte la cuestión. Los periodistas anteponen siempre el “presunto” para evitar males mayores, ¿no? ¿Por qué, entonces, no se añade el “excepto” o “salvo excepciones” o algo similar para que los demás no entiendan, por ejemplo, que todos los políticos sin excepción son unos chorizos?
Y es que lo tenemos tan asumido que ya no nos molestamos en anteponer el “excepto” de rigor. Así, siguiendo el ejemplo anterior, cuando decimos que los políticos son todos unos chorizos, en el subconsciente sabemos que no es así, pero tal vez por comodidad nos abstenemos de añadir que siempre hay excepciones.
O, vaya usted a saber, quizás no es comodidad, sino que quien así se expresa solo dice lo que siente.
Lo que no cabe duda con esta costumbre de generalizar es que cuando nos ponemos a hacer valoraciones exageramos tanto que ni cuando cometemos las mayores aberraciones nos damos cuenta de ello. Decir, por ejemplo, que los japoneses llevan la cámara de fotografiar hasta cuando van al baño es faltar a la verdad. Y lo sabemos. O como mínimo lo intuimos cuando una lucecita allá en lo más hondo de nuestra conciencia nos lo está advirtiendo. Pero, ¡quién hace caso a estas banales advertencias!
Por eso nos expresamos incorrectamente más a menudo de lo que creemos.
Es lo malo que tienen las costumbres, que no solo decimos monstruosidades sin percatarnos, sino que de tanto repetirlas acabamos pensando que son así, hasta el punto que no distinguimos lo verdadero de lo falso.
Tal vez nos hemos vuelto tan hábiles e inteligentes que damos por hecho que los demás entienden lo que pretendemos transmitir digamos como lo digamos, y como tal, abreviamos. ¿Quién se asombra de los jeroglíficos que se cruzan en los mensajes telefónicos?
Probablemente, este proceder es la causa de un comportamiento generalizado que nos lleva a terminar cuanto antes lo que emprendemos. Importa menos si el origen es la falta de tiempo, la comodidad o la pereza.
Aunque, siempre hay excepciones, que meter a todos en el mismo saco es muy injusto.