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sábado, 30 de abril de 2011

LAS DIFERENCIAS

Estos días hemos asistido a lo que muchos han calificado como la boda del siglo. Expresión bastante exagerada, no cabe duda, pero la gente aprueba esas exageraciones. ¡Qué le vamos a hacer!

Personalmente soy reacio a seguir la corriente de las mayorías, y soy consciente de que en ocasiones eso puede ser un error, pero me cuesta unirme a ese río que corre en una dirección empujado por el barullo de la publicidad, muchas veces sin opinión propia.

O contradiciéndose, que es mucho peor.

No es extraño oír a ese mismo personaje que ayer encolerizado gritaba ¡Fuera de Gibraltar! Ensalzar hoy la magnificencia, el esplendor y el gran boato de la boda de los aspirantes al trono de Inglaterra.

¿Que una cosa no tiene que ver con la otra? Bueno. Es discutible.

Con todo, reconozco que viendo cómo se ha desarrollado esa gran fiesta, he sentido cómo la envidia me removía el estómago. ¡Qué le vamos a hacer! Tampoco yo soy perfecto.

Pero, ¿cómo no va uno a sentir envidia cuando en esas manifestaciones institucionales ve a los británicos hechos una piña, sin diferencias de ninguna índole – a pesar que las hay, y a calderadas – sociales o políticas y con un respeto a sus tradiciones que levantan el ánimo?

No solamente envidia da presenciar esos espectáculos, sino ganas de llorar.

¿Habrá alguien por estos lares que saque conclusiones y aprenda algo de esas magistrales lecciones?

miércoles, 27 de abril de 2011

EL RETRATO DEL POLÍTICO

Nuestro sistema político, por mucho que intentemos manosear para que parezca otra cosa, ha llegado a la debacle. La sensación que cualquier persona normal tiene de la gente que nos dirige, como mínimo, es nefasta.

La corrupción se ha instalado en la sociedad de tal forma que ya no hay ley posible que pueda subsanarla.

A la política ha llegado lo mejor de cada casa, como se solía decir hace no muchos años, con el añadido de que ahora, además de incapacidad hay mala intención. Y ya sabemos que juntar ineptitud e indignidad solo puede traer vileza, y a su vez, ésta desata la irresponsabilidad e incrementa la vanidad y la codicia.

Y un personaje con estos auspicios, que tal vez nunca en su vida oyó la palabra honradez, y si la oyó alguna vez hace tiempo que olvidó el sentido de lo que significa, una vez sentado en el sillón del poder y carente del mínimo sentido de la ecuanimidad, no tardará en sacar de su interior todos los demonios que le dominan.

Lamentablemente, miremos donde miremos, esta es la fotografía del político medio que nos gobierna.

Y la prueba de ello son los escándalos que día tras día salen a la luz, para sorpresa y desasosiego de aquellos que intentan sobrevivir a pesar de los políticos.

Lo bochornoso, no obstante, es el cinismo que muestran todos ellos cuando se hacen públicos sus desmanes. En primer lugar lo niegan, así las pruebas no puedan ser más contundentes, y a continuación agreden con gran desparpajo al contrario. ¡Oiga, y sin sonrojarse! Y para desdicha de los indefensos contribuyentes, convencidos de que con esas respuestas quedan saldados sus daños y sus malandanzas. ¿Pundonor? ¿Conciencia? ¿Honestidad? ¡Oiga! ¿De qué habla usted?

Con todo, dice Salvador, que no es eso lo peor, sino el sentimiento de impotencia con que mira es espectador, envidioso, por no poder hacer también lo mismo.

Porque, a fin de cuentas, los políticos que nos gobiernan son el reflejo de la sociedad, es decir, salen del pueblo. Son el pueblo.

sábado, 16 de abril de 2011

LA AMISTAD

La enfermedad estaba socavando la salud de tía Concha tan rápidamente que Carlos, alarmado por el deterioro que día a día observaba en su semblante, insistía en ir al médico. Sin embargo, tía Concha, terca como ella sola, hacía oídos sordos.
- “El Señor tiene reservada mi hora, por lo tanto no vamos a ir en contra de Su voluntad”.
Esas palabras o parecidas eran siempre su respuesta, y todo lo que Carlos pudiera argumentar no servía para nada.
Cuando años atrás falleció tío Paco, su marido, muy decaída al principio, su tía encontró un asidero en la hermandad de mujeres por la caridad, una asociación altruista que se dedicaba a visitar a los enfermos en los hospitales. Y esa ocupación le dio sentido a su existencia durante un tiempo. Pero solo eso: durante un tiempo.
Tía Concha dedicó siempre toda su atención a su marido, y al faltar éste, algo con lo que no había contado, de pronto se encontró en el vacío.
A juzgar por algunas expresiones cogidas al vuelo, Carlos interpretó algo así como que su tía deseaba reunirse cuanto antes con su marido, o sea, que su rechazo a la visita médica era porque verdaderamente estaba deseando morir.
Su amigo Antonio, de la Compañía de Jesús, que también la visitaba de vez en cuando, ocasionalmente coincidían en la calle Colón, y en esos encuentros discutían sobre la teología de la liberación, credo que él había asumido durante los años que estuvo en Sudamérica, y con el que Carlos no estaba en absoluto de acuerdo. Y su tía mucho menos. A ella le sonaba a sacrilegio, motivo por el que la admiración que siempre sintió por el padre jesuita, como ella lo llamaba, últimamente había decaído sensiblemente. Tía Concha se estremecía cuando Antonio decía que la iglesia había dejado a su suerte a los pobres indefensos. Y mucho peor era cuando el padre jesuita matizaba que toda la curia de Roma, disfrutando de un envidiable confort y comodidad, no hacía nada por los humildes… tía Concha no aceptaba en absoluto que se hablase así del Papa, ni tampoco le hacía ninguna gracia esa iglesia de la liberación que, según decía, era obra del diablo.
Pero tampoco se atrevía a enfrentarse a Antonio. Para ella hubiera sido excesivo, ¡a dónde íbamos a parar! porque Antonio, a pesar de todo, como padre jesuita continuaba siendo un miembro de la iglesia, y por lo tanto, criticarlo abiertamente le habría parecido una irreverencia rayando en herejía. Por eso, resignada, callaba y se desahogaba con su sobrino contándole todo lo que sufría.
Y por si fuera poco, un nuevo episodio vino a enturbiar las aguas ya de por sí bastante sucias, y tía Concha con sus escasas fuerzas le contaba a Carlos los detalles más recientes, en los que de un modo bastante directo éste se veía involucrado.
Carlos tenía sus dudas sobre los comentarios de su tía, hasta que unos días más tarde tuvo ocasión de presenciar hasta dónde llegaba el atrevimiento de su amigo. Ese día pudo comprobar que el enfado de su tía estaba justificado con holgura.
- Piensa que el Señor te agradecerá esa acción caritativa – decía Antonio a tía Concha con su más halagadora sonrisa.
- No me pida usted, padre, que incumpla los últimos deseos de mi marido.
- No es esa mi intención, claro que no. Solo te pido que recapacites y pienses en tu contribución a engrandecer la iglesia…
- Sí, eso es cierto, pero los bienes ahora pertenecen a Carlos…
- Todavía no, todavía no – decía el padre Antonio en tono meloso – y además, Carlos no tiene necesidad. Su fortuna es hoy cuantiosa y disfruta de un bienestar más que deseable, mientras que la iglesia sabe distribuir entre los más necesitados los bienes que recibe, y esos actos de caridad el Señor los tiene en cuenta.
- Pero el Señor también tendrá en cuenta mi lealtad a la palabra dada a mi marido en el lecho de muerte, ¿no cree usted, padre?
Atónito, a Carlos le costaba creer el descaro de su amigo. ¡Qué atrevimiento! Le sentó muy mal su desvergüenza.
Y pese a su atribulación, no le pasó desapercibido la integridad de tía Concha, que no dudó un solo momento en no aceptar ni someterse a la presión de su amigo.
Pero Carlos estaba tan irritado que se subía por las paredes. Y no por el riesgo de no percibir la herencia que, como bien decía Antonio, él disfrutaba de una economía saneada, sino por su insolencia. Y el proceder de su amigo le parecía tan fuera de lugar que comenzó a sentir antipatía hacia él, mientras que sombras de hostilidad venían a oscurecer la perspectiva de su relación.
- ¡Pero qué se habrá creído el muy cretino! – repetía Carlos para sus adentros, cada vez más enconado.
Y no solamente eso, sino que además, cuando pocos días más tarde falleció tía Concha, Antonio apeló a la generosidad de su amigo, sin percatarse de la súbita frialdad que le mostraba éste, o tal vez sí, que tonto no era, aunque hiciera como si no. Carlos, que hasta ahora había guardado las formas por la amistad de tantos años, no tuvo más remedio que decirle lo que hubiera preferido no tener que decir.
- En este asunto de la herencia te has propasado, Antonio. Con tus requerimientos conseguiste que tía Concha se sintiera mal, porque le creaste mala conciencia antes de morir, y ahora pretendes hacer lo mismo conmigo. Pues, no. No te dirijas a mí para hablar de este tema ni una sola vez más.
- Me dejas de una pieza, chico. Qué pronto se puede venir abajo una amistad de toda la vida… y todo por la nimiedad de lo que para ti puede significar una limosna – respondió Antonio visiblemente incomodado.
- No es la cuantía, Antonio, no te equivoques, que parece que a estas alturas me quieres tomar por tonto. Es el principio, que precisamente por nuestra amistad deberías haber respetado. Y si mis palabras para ti significan romper nuestra amistad, tendré que poner en duda si es que la hubo alguna vez.
Carlos estaba demasiado acalorado como para hablar con sensatez. Después se arrepentiría, por supuesto, pero consideraba que ante ciertas cuestiones uno debe marcarse una raya roja y no rebasarla jamás. Ellos la habían rebasado y aunque intentaran recomponer los desperfectos, las cicatrices quedarían al descubierto, quién sabe hasta cuando.
Y aunque el tiempo se encarga de cicatrizar hasta las heridas más profundas, hay situaciones que la cicatriz, aparentemente cerrada, no deja de supurar.
Y así se demostró unos días más tarde. Carlos lo estaba pasando muy mal. Por dos razones, la primera, aunque no la más importante, porque continuaba irritado con su amigo, y la segunda, la más profunda, la que verdaderamente le afectaba, por el dolor que sentía de haberle hablado de ese modo. Y consciente como era que seguiría malhumorado hasta no zanjar la cuestión, no lo dudó más y le llamó por teléfono.
- Quiero disculparme, Antonio. El otro día me exalté y dije cosas que en el fondo no sentía…
- No te preocupes. Olvídalo. Hace días que yo lo tengo olvidado.
A Carlos le pareció que en su voz, aparentemente jovial, flotaba la animosidad, aunque tal vez era su todavía intranquila conciencia, cuyos sentimientos los reflejaba en su amigo.

jueves, 14 de abril de 2011

LA JUSTICIA

Hablar de justicia en España suele causar toda clase de reacciones, y ninguna de ellas serias. Eso cuando no promueven directamente a la risa.
Y los ejemplos, dice Salvador, están al alcance de la mano de cualquiera. Uno de ellos es que es bastante habitual recurrir a un abogado y tener otro de reserva para defenderse de posibles tropelías del primero.
En el caso de los jueces, éstos son de una madera menos asequible todavía. Los señores viven en otro mundo que no es el de los vulgares mortales.
Y el fenómeno no es que haya empeorado en los últimos tiempos. Qué va. El asunto viene de lejos. Ya lo dice aquella antiquísima maldición: en juicios te veas, aunque los ganes.
Pues, eso. Pobre de quien caiga en las redes de la justicia.
Los chistosos dicen que todo es consecuencia de taparle los ojos. ¡Qué cosas dicen! Oiga, si es por eso, que le quiten la venda.
Pero, no debe ser tan fácil, porque existen los derechos creados. Y esa es la venda tan difícil de abolir.
Hasta ahora se decía que la justicia era lenta. Y los retrasos ya son por sí solos bastante injustos. Pero ahora – aunque no crea usted que es desde ayer, sino que también es cosa que tiene su pedigrí – además de lenta es corrupta.
¡Vaya por Dios, eso ya es el colmo!
Pero, ¡si eso fuera todo podríamos darnos por contentos! Porque los jueces son también parte. Y aunque lo parezca, eso es algo peor que corrupción.
Es simplemente injusto.
Y eso es lo que promueve a la risa, porque la palabra injusto se repite tantas veces por minuto que ya ha dejado de expresar lo que verdaderamente significa. Pero deja secuelas envenenadas, como por ejemplo, la falta de credibilidad. Lo peor que le puede pasar a un personaje cualquiera, elevado al X si se trata de una institución como es la justicia.
Y como para el hombre sencillo, que no entiende de maniobras legales y no diferencia entre el legislador y el magistrado – o en el peor de los casos que considera que son el mismo – sino que su sentir discurre por el sendero del sentido común, no entiende, y por consiguiente se comprende que tampoco lo acepte, que se condene a un malhechor a dos mil o cuatro mil años a pudrirse en la cárcel – lo cual ya es de por sí bastante gracioso cuando el condenado como mucho no llegará a los cien – y no obstante, a los veinte o veinticinco esté en la calle libre de culpas y penas.
La justicia será un asunto muy serio, no cabe duda, pero mal tratada induce a la decepción, a la rabieta o a la risa, según el día y momento.
Y no es justicia, sino injusticia.